En la Caridad de María

María Negrín

 

Hace 24 años, acabada de llegar de Cuba, un familiar me llevó a la Ermita de la Caridad. Escéptica, con la fe sumergida en un vacío espiritual de veinte años, asistí a la misa. Exiliada, como tantos que llenaban el templo, me sentía también ajena, exiliada del fervor que me rodeaba, hasta que el coro comenzó a cantar una antigua canción aprendida en mi niñez católica. Las voces se elevaban, parecían huir hacia el mar cercano, caer en él, dejarse llevar por las olas mientras una extraña emoción empezaba a agitarme, a llenarme, a inquietarme amorosamente. Las lágrimas se agolpaban en mi garganta en un nudo tenaz y yo trataba de rechazarlas inútilmente, porque ya me envolvían rescatando recuerdos enterrados, portadores de la luz y de la paz, portadores de mi yo olvidado, de mi tradición familiar, de la voz de mis abuelos, de la auténtica voz de un país usurpado: “Oh, María, madre mía, oh consuelo de mi hogar…”

La canción –¿o la Virgen?– me estaba sacudiendo el corazón, me hablaba sin palabras con el dulce lenguaje del hogar, con la palabra sencilla de una madre que no enturbian los espejismos de la teología ni de la filosofía. Ella era mi hogar y yo sólo podía ser y dar hogar con Ella, porque Ella representaba todo lo bueno y filial de mi infancia, lo que creía perdido en la aridez que había dejado atrás al salir de Cuba sin más equipaje que un gran desconcierto. Ella era la dueña de mi casa, la Madre de mi hogar y de mis hijos y ante Ella yo era aquella misma niña débil e inmensamente humilde que le cantaba por mayo en la escuela. Las lágrimas corrían libremente, la piel se me llenaba de un frío tierno y reparador: era como un manto de amor que salía de Ella hacia mí y de mí volvía a Ella en una íntima interacción que me hacía sentir protegida, arropada bajo su manto. Era la bienvenida a la hija que vuelve al hogar distante. Me sentí inmersa en la emoción e inmersa en el grupo que cantaba: pertenecía a ese conjunto de seres humanos unidos en el amor a la Virgen, y poco a poco mermaron el desconcierto y el desarraigo. Era una exiliada más con mi pueblo exiliado, entre otros inmigrantes o desterrados o viajeros en tránsito que abarrotaban la Ermita y que, lejos de su hogar, venían aquel domingo y todos los domingos buscando lo que sólo Ella les podía dar: el hogar donde la madre amorosa abre la puerta, enciende el fuego y nos cobija bajo su manto en su inmensa caridad, con esa primigenia virtud que le da nombre a la Virgen del Cobre, que es Nuestra Señora María de la Caridad, de la Bienvenida, del Regreso y del Hogar, dondequiera que un necesitado la busque.

La última parte del himno mariano vino completa a mi memoria y la canté con fervor, y hablaba de patria. Me di cuenta de que Cuba, amada en la distancia, tenía un sentido y una razón irrenunciables, más allá de todo carácter temporal; porque ese amor de patria que se nos siembra adentro desde que aprendemos a caminar en la tierra que nos ve nacer, y a hablar con las palabras sencillas del hogar, es un indicio, una leve sombra de la esperanza de la otra patria, fuente de todo el amor: “Amparadme y llevadme a la Patria Celestial”.

Fuente: vozcatolica.org