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La Virgen de la Caridad es Inmaculada
Padre Manuel H de Céspedes Garcia Menocal
A lo largo de la historia la Iglesia ha tomado conciencia, cada vez más
claramente, de que María de Nazaret, la Madre de Jesús, Madre de Dios y
Madre nuestra, la “llena de gracia” había sido redimida por Dios desde el
primer instante de su concepción. Esta fe de la Iglesia tiene un hito muy
importante en el año 1845 (hace ya ciento cincuenta años) cuando en la bula
Ineffabilis Deus el Papa Pío IX proclamó el dogma de la Inmaculada
Concepción de la Santísima Virgen: “...la bienvenida Virgen María fue
preservada inmune de toda mancha de pecado original en el instante de su
concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención
a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano”.
La Iglesia ha conmemorado de diferentes formas este aniversario. Y de modo
particular lo ha hecho el Papa Juan Pablo II. Por ejemplo, en los momentos
en los que escribo estas líneas él se prepara para visitar el santuario de
Lourdes en Francia, el 15 de agosto, para celebrar allí la fiesta de la
Asunción de la Virgen, en ese lugar donde la Inmaculada se apareció a Santa
Bernardita precisamente en el año 1854.
En distintos lugares del mundo la Iglesia ha preparado diferentes formas de
conmemoración para que este hermoso e importante aniversario no “pase por
debajo de la mesa”.
Al escribir lo anterior, me parece oportuno recordar algunos puntos de la
doctrina de la Iglesia acerca de la Santísima Virgen que aparecen el
capítulo VIII de la Constitución dogmática sobre la Iglesia del concilio
ecuménico Vaticano II.
“La Virgen María, que, según el anuncio del ángel, recibió al Verbo de Dios
en su corazón y en su cuerpo y dio la Vida al mundo, es conocida y honrada
como verdadera Madre de Dios Redentor. Redimida de modo eminente en atención
a los méritos futuros de su Hijo y a Él unida con estrecho e indisoluble
vínculo, está enriquecida con la suma prerrogativa y dignidad de ser la
Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el Sagrario
del Espíritu santo; con un don de gracia tan eximia, antecedente con mucho a
todas las criaturas celestiales y terrenas.
“Al mismo tiempo ella está unida en la estirpe de Adán con todos los hombres
que han de ser salvados; más aún, es verdaderamente madre de los miembros de
Cristo por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los
fieles, que “son miembros de aquella cabeza”, por lo que también es saludada
como miembro sobreeminente y del todo singular de la Iglesia, su prototipo y
modelo destacadísimo en la fe y caridad, y a quien la Iglesia católica,
enseñada por el Espíritu Santo, honra con filial afecto de piedad como a
Madre amantísima” (Nº 53).
“El Padre de las misericordias quiso que precediera a la encarnación la
aceptación de parte de la Madre predestinada, para que así como la mujer
contribuyó a la muerte, así también contribuyera a la vida. Lo cual vale en
forma eminente de la Madre de Jesús, quien dio a luz a la Vida misma que
renueva todas las cosas, y fue enriquecida por Dios con dones dignos de tan
gran dignidad.
“Por eso no es extraño que entre los Santos Padres fuera común llamar a la
Madre de Dios toda santa inmune de toda mancha de pecado y como plasmada por
el Espíritu Santo y hecha una nueva criatura. Enriquecida desde el primer
instante de su concepción con esplendores de santidad del todo singular, la
Virgen Nazarena es saludada por el ángel, por mandato de Dios como llena de
gracia (cf. Lc 1, 28), y ella responde al enviado celestial: He aquí la
esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra ( Lc 1,38).
“Así María, hija de Adán, aceptando la palabra divina, fue hecha Madre de
Jesús y, abrazando la voluntad salvífica de Dios, con generoso corazón y sin
impedimento de pecado alguno, se consagró totalmente a sí misma, cual
esclava del señor, a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al
misterio de la redención con Él y bajo Él, por la gracia de Dios
omnipotente. Con razón, pues, los Santos Padres estiman a María no como un
mero instrumento pasivo, sino como la cooperadora a la salvación humana por
la libre fe y obediencia” (Nº 56).
La fe y la piedad del pueblo cristiano ha dado a la Santísima Virgen, a la
Inmaculada, diferentes nombres con los cuales se le invoca. Para los cubanos
ese nombre es el hermoso de la Virgen de la Caridad del Cobre. Desde que a
principios del siglo XVII fue hallada su imagen flotando en la bahía de Nipe
comenzó para Cuba esa fuente de la gracia de Dios que es la devoción a la
Virgen de la Caridad. Quien piensa en ella, quien mira su imagen, va
anidando dentro de sí lo más bueno, bello y verdadero que pueda haber en el
hombre y la mujer.
Lo que quizá no sepan todos es que esa mujer a quien la imagen de El Cobre
representa, es precisamente, la Inmaculada, ésa mujer llena del Espíritu
Santo en la cual no hubo nunca ni el más mínimo asomo de pecado. Por eso una
instruida y sana devoción a la Virgen de la Caridad debe inducir en el
cristiano los mejores sentimientos y compromisos humanos, lo más verdadero,
bello y bueno que la persona humana pueda ser. En realidad, la devoción a la
Virgen de la Caridad debiera construir un desafío, el desafío de vivir de
tal manera llenos del amor de Dios que el pecado no tenga nada que ver con
el “hijo de la Caridad del Cobre”.
Bien sabía esto el poeta que escribió:
Virgen de la Caridad,
Mina de amor en El Cobre,
Madre de toda orfandad,
Hermana del pueblo pobre.
Cuba es tuya, eres nuestra,
Desde la Sierra Maestra
A los confines del mar.
Y con tu gracia, Señora,
Cuba sabrá ser ahora
Patria, justicia y altar.
Fuente: Revista Vitral, Cuba
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