María, su camino es nuestro camino

Padre Antonio Díaz Tortajada

 

1. Esa imagen morena sobre el Pilar de Zaragoza (España), con su mano grande, su rostro atento a nuestras súplicas y el Niño con el símbolo del Espíritu entre las manos nos hace revivir facetas de la peregrinación de fe de esta mujer nazarena. Su camino arduo es nuestro camino. Su meta es nuestra meta. Y todavía hoy sigue desde su presencia junto a su Hijo Jesucristo animando a esta Iglesia que peregrina. Lo primero que conocemos de la vida de María es que el ángel Gabriel se dirigió a ella con estas palabras: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Curiosamente, en este saludo, el ángel no la llama por su nombre como hubiera sido normal, sino que le asigna un nombre nuevo: «llena de gracia». Este nuevo nombre designa el pasado, el presente y el futuro de María, lo que ha sido desde su nacimiento y lo que seguirá siendo siempre. Y su contenido es tremendo: «colmada del favor de Dios». Significado que se explica y completa con la otra afirmación del ángel: «El Señor está contigo».

Lo que se le quiere decir a María es que Dios la ama con predilección, que habita en ella y que en ella ejerce todo su poder. Y esto, sin ningún mérito por parte de ella. Este es el don que recibió esta criatura única, en la que la humanidad alcanzó toda su gloria y perfección. Pero, ¿y los demás? ¿Sólo nos queda la admiración y la envidia ante quien tiene tantas cosas que a nosotros nos faltan? 

La gracia de María se convierte en un faro potente que nos ayuda a descubrir nuestro propio misterio y aumentar poderosamente nuestra «autoestima». También nosotros, en el Bautismo, recibimos un nuevo nombre y con él una nueva existencia, una nueva vida que transformaba y elevaba nuestra vida natural a otro plano, dotándola de nuevas capacidades. En efecto, la gracia bautismal nos introdujo en la misma vida divina de manera absolutamente gratuita, es decir, por elección misteriosa de Dios. Fuimos hechos hijos adoptivos del Padre, recibimos la redención de Jesucristo y nos convertimos en sus miembros e imágenes. Y todo ello por la acción del Espíritu Santo, que nos hizo templos suyos, nos purificó de todo pecado, incluido el original, e infundió en nosotros la vida divina.

La «llena de gracia» tuvo que devolver su ser a Dios haciendo de su vida un himno de alabanza: «Proclama mi alma la grandeza del Señor... porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí». Nosotros, desde la luz que ella derrama, sentimos la necesidad de proclamar con obras y palabras un Magníficat similar:

«Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos; para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya».

2. Dice el Vaticano II: «Cuando Dios se revela hay que prestarle la obediencia de la fe, por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios». Esta descripción de la fe encontró una realización perfecta en María desde el momento mismo de la anunciación. Allí se confió a Dios sin reservas y se consagró totalmente a sí misma, como esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo. Como Abrahán, que «esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones», así María, después de haber manifestado su condición de virgen, creyó que, por el poder del Altísimo, se convertiría en la madre del Hijo de Dios. Este abandono total de la Virgen María a la voluntad de Dios, tantas veces incomprensible para nosotros, explica que la Iglesia nos la proponga como el modelo supremo de fe. Ella es la primera de los creyentes del Nuevo Testamento, la mejor y, además, la madre de todos los que vendrán después. Porque su sumisión y docilidad absolutas a la voluntad de Dios se debieron a la especialísima acción del Espíritu santo en ella, ya que, como afirma San Pablo, sin la acción del Espíritu Santo no tendríamos fe.

Pero es que, además, su obediencia total fue el desencadenante de que el Espíritu Santo irrumpiera en el mundo a través de Jesús. En María, pues, aprendemos a creer, y gracias a María podemos creer y como consecuencia aceptar a Dios y amar.

3. Si por medio de la fe María se convirtió en la madre del Hijo de Dios, en la misma fe descubrió y acogió otra dimensión de la maternidad, aquella que le hizo abrirse cada vez más a la misión de Jesús y convertirse en madre de todos los hombres. En efecto, a medida que se fue esclareciendo ante sus ojos y ante su espíritu la misión de su Hijo, ella misma se fue abriendo cada vez más a aquella nueva maternidad, que debía constituir su «papel» junto a su Hijo.

Particularmente significativa es al respecto la escena de las bodas de Caná. María acude a Caná como madre de Jesús y acaba actuando como madre de los hombres. Esta nueva maternidad se concreta en tres acciones: María intercede por los hombres. Al decir a Jesús: «No tienen vino», se pone entre su Hijo y las privaciones, indigencias y sufrimientos de los hombres. Se pone «en medio», o sea, se hace mediadora, no como una persona extraña sino en su papel de madre, consciente de que, como tal, puede hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres. María desea también que se manifieste el poder mesiánico de Jesús, su poder salvífico para socorrer la desventura humana. Y este deseo fuerza de hecho la intervención de Jesús. María se presenta como portavoz de la voluntad de Jesús: «Haced lo que él os diga».

4. Y la maternidad universal de María no se va a quedar en el Calvario, sino que va a intervenir de manera discreta y silenciosa en el momento de la manifestación de la Iglesia. Al narrarnos el acontecimiento de Pentecostés, el evangelista Lucas lo relaciona con la anunciación. En ambos sitios se da una intervención especial del Espíritu: En Nazaret para engendrar a Jesús y en Jerusalén para engendrar a la Iglesia. Y en ambos sitios también interviene María: en Nazaret como madre de Jesús y en Jerusalén como madre de la Iglesia. Así «María acoge, con su nueva maternidad en el Espíritu, a todos y a cada uno en la Iglesia, acoge también a todos y a cada uno por medio de la Iglesia». Es decir, María es a la vez Madre de la Iglesia y representación de la Madre-Iglesia, que es como su prolongación en la tarea de engendrar nuevos hijos por el Espíritu. 

Que María aumente nuestra fe, anime nuestra esperanza y fortalezca nuestro amor. Amén