Señora de la Espera

Rogelio Zelada

 

Muy vieja es la afirmación de que en la Iglesia todo lo que es importante para la fe, se convierte en oración y celebración litúrgica. 

Dicho en buen latín: Lex orandi, lex credendi. 

No ha habido acontecimiento que afecte a la fe de la Iglesia, que la Santa Madre no haya ofrecido a la memoria y al culto de los fieles, enmarcándolo en el solemne espacio de la sagrada liturgia. 

Los primeros años de la aventura evangélica llevó a los seguidores del Camino de Jesús a la novedosa tarea de inculturar el mensaje vital del Maestro traduciéndolo en formas de comunicación y lenguaje que históricamente fueron fuente de muchas tensiones y equívocos teológicos. 

Para expresar la naturaleza extraordinaria del acontecimiento de la Encarnación del Verbo Eterno de Dios, los incipientes teólogos y catequistas de los primeros siglos de la Era Cristiana recurrieron a imágenes y términos que resultaron de imprecisa lectura. No se había desarrollado todavía un lenguaje teológico que de común acuerdo sirviera para que la cristiandad pudiera entenderse claramente entre sí, como el que llegó a fijarse gracias a la labor de los seis primeros concilios ecuménicos, especialmente en los de Nicea, Efeso y Constantinopla. 

La gran asamblea de Nicea, el primer Concilio “de toda la tierra caminada” convocó a los grandes obispos de la Iglesia, muchos de ellos auténticos confesores de la fe, sobrevivientes de las torturas y cárceles de las útimas persecusiones del Imperio Romano.

Los padres conciliares definieron la plena humanidad y divinidad de Cristo: totalmente Dios y hombre verdadero. Así dieron precisa claridad al Símbolo de los apóstoles ampliándolo en el Credo nicenoconstantinopolitano (que proclamamos cada domingo y solemnidad de la Iglesia) y cuya verdad central es la afirmación de que, sin lugar a dudas, Dios asumió totalmente nuestra misma condición humana.

Para llevar a la liturgia este artículo de fe fundamental, la Iglesia escogió inteligentemente una coyuntura pastoral que sirvió a su propósito de evangelizar el tiempo y la fiesta de aquellos a los que quería y debía anunciar la Buena Nueva. Así, en el occidente romano, la fiesta de la Humanidad del Verbo se transculturó celebrativamente para competir con la antiquísima tradición pagana del nacimiento del Sol Invencible, que coincidía con el solsticio invernal (solsticio, sol detenido) el 25 de diciembre. 

Por su parte, el mundo oriental cristiano (Alejandría) colocó la celebración litúrgica del nacimiento de Cristo frente a la del dios Aión, una divinidad solar que visitaba la Tierra cada seis de enero. Los muy populares cultos solares de la antigüedad pagana sirvieron de introducción pedagógica para que los nuevos cristianos, antiguos adoradores del sol, reconocieran a Cristo como el verdadero y único sol de justicia que ilumina con su verdad a todo hombre o mujer que viene a este mundo.

Junto a Cristo, y como vehículo perfecto de su entrada en la raza humana, María fue cada vez más objeto de veneración y profunda reflexión teológica por su especialísimo papel en el acontecimiento de la Encarnación. 

La fiesta del nacimiento de Cristo según la carne fue colocando a María cada vez con mayor precisión y detalle dentro de la liturgia y del ciclo de fiestas de la natividad. 

El Adviento, nombre que evocaba a unos el recuerdo de los trabajos y los gozos por la visita de un emperador a su ciudad y a otros la llegada de un dios a su santuario, fue estructurándose como preparación y avenida hacia la “Nativitas” y se organizó en cuatro semanas de oración, ayuno y meditación intensamente progresivas. 

El Adviento nos conduce suavemente a través de temas, símbolos y figuras bien definidos. El mismo número cuatro ya indica idea de totalidad y nos remite a la creación. El tiempo y el espacio creados por Dios para nosotros corren por cuatro estaciones y cuatro puntos cardinales. 

El hilo conductor del Adviento es la espera. Israel como pueblo de la espera, el pequeño resto fiel al Señor, abierto a las promesas de su Dios, capaz de esperar contra toda esperanza, es la imagen que late humildemente en el primer domingo y en la primera vela morada de la corona de Adviento.

La segunda figura que la liturgia alza ante nosotros es la voz de los profetas, anunciadores de esta promesa de salvación, vislumbradores de cielos y tierras anegados de leche y miel, de felicidad para los pobres y abandonados de la tierra, acogidos en el regazo materno del amor del Padre. 

Isaías es, en esta línea, la gran llamada a la confianza de que lo anunciado se cumplirá. 

La tercera semana de Adviento hace resonar con firmeza la voz de Juan el Bautista, austero precursor de la inmediatez de la salvación, como un grito urgente en la soledad del arenal y como una vuelta al amor primero del pueblo de Dios en el desierto. Juan es el último de los profetas y el broche que cierra el Antiguo Testamento. Desde el contexto del contenido de las tres primeras semanas de Adviento, la figura de María aparece como la síntesis y personificación perfecta del Israel de Dios, porque ella esperó y creyó como nadie (Lc 1,45). En ella se cumple a plenitud lo anunciado por los profetas y es ella la que, con su “hágase”, abre el Nuevo Testamento del cual es la primera figura. 

La Iglesia, al presentarnos a María, nos invita a seguir e imitar su fe profunda y transformante, y a festejar su dicha como mujer de fe excepcional: “por haber creído que de cualquier manera se cumplirán las promesas del Señor”. 

Adviento es el tiempo mariano por excelencia (mucho más que el mes de mayo). Especialmente en los textos litúrgicos del 17 al 24 de diciembre, donde la Virgen Madre es la protagonista por excelencia de la espera del Salvador y Mesías. En este contexto las fiestas marianas del 8 de diciembre, la Inmaculada Concepción, y el 12 del mismo mes, Nuestra Señora de Guadalupe, encajan providencialmente en el espíritu del tiempo litúrgico. La Inmaculada Concepción de María es un valioso componente del verdadero Adviento y el anuncio de la proximidad de la salvación. La fiesta de la Concepción de María en el vientre de Ana, nos habla ya de la proximidad de la hora y el tiempo del Mesías. La Inmaculada Concepción es la fiesta del “comienzo” así como la Asunción de María es la del “final” que lleva al gozo total de la gloria de la Madre del Señor.

La prodigiosa impresión de la imagen de María de Guadalupe en el ayate del indígena Juan Diego fue el acontecimiento privilegiado que sirvió para llevar a los pueblos del valle de México a la fe en el “verdadero Dios por quien se vive” y del que la Virgen fue su mejor misionera. 

El nacimiento de la evangelización en América tuvo en el prodigio del Tepeyac el mejor signo y un extraordinario motor; Nuestra Señora de Guadalupe, la verdadera aurora del quinto sol que esperaban los mexicanos. Ella, la Virgen Madre, la doncella embarazada, que dará a la luz de la fe al Señor, encaja perfectamente en el sentido mismo del adviento, como imagen de la esperanza de todos los pueblos de América que reconocen en ella a la madre que convoca a sus hijos para mostrarles su amor y compasión.

Así lo entendieron desde antiguo los padres de la Iglesia. Uno de ellos, Orígenes, al comentar el evangelio de Juan, al que considera el de más alta cristología, nos dice que “nadie puede comprender el sentido de este evangelio, si no ha reclinado como Juan su cabeza sobre el pecho de Jesús, y no ha recibido de El a María como madre. De la misma manera debería llegar a ser quien quiera ser otro Juan, para que Jesús pueda declarar que también es Jesús”. 

En efecto, ninguno otro es hijo de María más que Jesús, y Jesús dice a su Madre: “Ahí tienes a tu hijo”, como si dijese: “He aquí que éste es Jesús, al que tú has dado a luz”.

Según Orígenes, Cristo nos convierte en otro Jesús al pie de la cruz, ya que así como El es el único hijo de María, nos hace semejantes a El.

Profesor de Ministerios Laicos; enseña liturgia en la Universidad Católica de América, en Washington, y Sagrada Escritura en el Seminario Saint John Vianney, en Miami.

Fuente: La Voz Católica, Arquidiócesis de Miami, USA