María, misericordia del Padre

Padre Alfredo Mª Pérez Oliver, cmf

 

Todavía perduran muchos flecos de una exposición tremendista en sermones y hasta en tratados teológicos.
Con gracia explicaba un teólogo andaluz que a él le habían enseñado en el colegio que Dios era un Señor que castigaba a los malos, y a los buenos como se descuidasen.
El conocimiento de Dios Padre en la cultura actual, está obstruido por una selva de prejuicios y una desafortunada interpretación de un texto de la carta a los Romanos: “ Dios no perdonó a su Hijo sino que lo entregó por todos nosotros.”
Para el pensamiento humano de hoy, esta asombrosa afirmación es intragable. Porque afirmar que Dios ha enviado a Jesús a la muerte por nosotros, no demostraría su amor de Padre, sino su crueldad o, al menos, su inflexible justicia.

Hay que reconocer que esta mentalidad ha sido propiciada no sólo por oradores sagrados mediocres sino de primerísima línea. Leed este botón de muestra del príncipe de los oradores, Bossuet: «El alma santa de mi Salvador está invadida por el horror que impone un Dios amenazador y, mientras se siente atraída a dejarse en brazos de este Dios para encontrar consuelo y alivio, ve que Él vuelve la espalda, lo rechaza, lo abandona, lo deja solo, y completamente a expensas de su airada justicia. Te echas, ¡oh Jesús!, en los brazos del Padre y te sientes rechazado, sientes que es precisamente él quien te persigue, te golpea, te abandona bajo el peso enorme de su venganza...¡La cólera de un Dios airado!»
Olvidaba, -mejor- no sabía el gran Bossuet que la cólera no es el rostro original de Dios porque Dios es amor. Y a la afirmación de que Dios es amor no se puede añadir el paralelismo de que Dios es cólera.
Menos lo sabe el ahora premiado escritor portugués José Saramago que en su novela “El Evangelio según Jesucristo” presenta a un Jesús que en la cruz se da cuenta del engaño que ha sufrido y cambia la hermosa súplica del crucificado por esta blasfemia dirigida a la humanidad: «¡Hombres, perdonadle porque no sabe lo que hizo!»
El tema es tan denso que no queda más remedio que indicar que la clave para entender todas estas distorsiones está en que la teología tomaba como conceptos lo que para la Biblia eran sólo imágenes. Y estas imágenes, tomadas del mundo antiguo y convertidas en doctrina nos daban las consecuencias deformantes que acabamos de ver.
Estoy seguro que la explicación ha quedado bastante incompleta. No obstante, al que quiera ahondar en el tema le remito a dos profundos y sugerentes libros del teólogo Torres Queiruga: “Recuperar la salvación” y “Padre Nuestro”.

Jonás no entiende

Jonás era un tipo apacible, sin preocupaciones y sin ganas de tenerlas. En su pueblo Got-Jefer vivía tranquilo y se lo pasaba lo mejor posible. No me atrevo a calificarlo de lo que hoy llamamos “pasota”, anque no debía andar muy lejos de esa clasificación.
Pero “alguien” irrumpe inesperadamente en su vida y rompe en mil pedazos su cómoda instalación.
Jonás = “Paloma”, no puede escapar de la red que le ha sido tendida. Aunque lo intenta desesperadamente: «Jonás –le dice ese “Alguien”– levántate, vete a Nínive, la gran ciudad... Jonás se levantó dispuesto a huir a Tarsis» (Jon 1, 2-3).
No se puede manifestar más claro la decisión de escapar. Toma la dirección contraria y lo más lejos posible: Tarsis ( que algunos dicen es nuestro actual Cádiz).
Pero si no se responde a Yahvé cuando llama, Éste pasa de largo. Otras veces acorrala como hacen en los toriles. Al toro no le queda más remedio que salir a la plaza.
Jonás acorralado, no tuvo más salida que Nínive y cumplir con la misión profética a la que había sido llamado: anunciar la destrucción de la ciudad pecadora.
El vaticinio no se cumple porque los ninivitas hacen penitencia: «Por orden del rey, que hombres y bestias no prueben bocado, ni beban agua. Que se vistan de sayal, que clamen a Dios con fuerza...» (Jon 3, 7-8). Jonás no entiende la misericordia de Dios y su cólera llega hasta el punto de desearse la muerte.
Nos dicen los exegetas que el libro de Jonás es una obra de ficción de carácter parabólico con finalidad pedagógico–didáctica, muy afín a las parábolas evangélicas del “hijo pródigo” y “los trabajadores de la viña”- Todas ellas quieren subrayar el amor y la misericordia de Dios.
Por contraste se presenta una reacción en Jonás, paralela a la que manifiesta el hijo mayor en la parábola del pródigo o la de los jornaleros de la primera hora.

También la psicología

Otra fuente de rechazos viene por la cantidad de sospechas y prejuicios que la psicología actual ha levantado contra la figura paterna. Así, ésta ha puesto en evidencia las diferentes patologías derivadas de la figura del padre: paternalismo, autoritarismo, machismo... Añádase también el psicoanálisis de Freud con el denominado complejo de Edipo. ¿Qué es este complejo? Según Freud, en el inconsciente de cada hijo existe el deseo escondido de matar al propio padre para quedarse en exclusiva con el amor de la madre.
Creo que a todos los que, gracias a Dios, hemos tenido un crecer normal en el seno del hogar familiar nos salta a la boca la expresión: ¡Qué barbaridad! Tal barbaridad poviene de que han sacado del ámbito de la patología humana conclusiones a las que quieren dar valor universal y absoluto.
Desde esta perspectiva se comprende lo difícil que es hacer entender a un joven que ha sufrido la dureza de un padre despótico, que Dios es misericordioso.

La Virgen es misericordiosa

Con estas mentalidades crecidas en esas falsificaciones del verdadero rostro de Dios se comprende que el Concilio tuviera que afirmar rotundamente en la Constitución Pastoral sobre “La Iglesia en el mundo actual”: «En esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes en cuanto que con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado, el genuino rostro de Dios y de la religión.» (GS 19) Y se comprende también que el pobre corazón humano tan necesitado de acogida y misericordia buscase en los brazos y en el rostro de María el camino de paz y perdón.
Recuerdo el sermón de un predicador que nos exhortaba a confiar en la Virgen Reina y Madre de misericordia: «Si encontramos cerrada a cal y canto la puerta del cielo por el castigo que merecen nuestros pecados, la Virgen ayudará a sus devotos a saltar por la ventana». Y concluía con gran énfasis: «Sí, hermanos, ¡la Virgen es la ventana del cielo!»

Dios es fuente de misericordia

La misericordia preside la historia de la salvación. San Pablo exulta al alabar al Señor misericordioso: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordia y Dios del consuelo» (2 Cor 1, 3) Es el misterio, expresado bíblicamente, del plan misericordioso de Dios de salvar a todos los hombres en Cristo. El hilo conductor de la historia de la salvación es la revelación de la misericordia divina. Si así lo entendía el pueblo del Antiguo Testamento y lo expresaba en los salmos —leer despacio el 118 y el 136— ¿qué habremos de entender los que podemos contemplar el rostro, las palabras, los gestos de Jesús de Nazareth? Por eso teólogos actuales hablan sin tapujos de la generosidad infinita del Padre. En ese clima vive Jesús su revelación filial y nos invita a nosotros a entrar en ella: «Sed generosos como es generoso vuestro Padre» (Lc 6, 36)
Su generosidad impresionante se acerca a nosotros en la persona de Jesús. Él quiere que sus discípulos entremos por esos caminos de gratuidad que vienen del Padre que «hace salir su sol sobre buenos y malos» (Mt 5, 45). El que se abre a esta inspiración no juzga ni condena. Se hace bueno y misericordioso como el Padre. El apóstol Pedro cree entender esta benevolencia que capta en su maestro y se siente generoso. Los rabinos le habían enseñado que podía perdonar hasta cuatro veces. Él extiende la medida con la pregunta: «¿Debo perdonar hasta siete veces?» Pero la misericordia de Pedro se queda sorprendentemente corta ante la respuesta de Jesús: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (Mt 18, 21) Y con esta respuesta le dice bien claro que en materia de perdón no hay límites. La medida es la desmesura de Dios.
Lo importante es que nosotros quebremos las estrecheces de nuestro corazón y hagamos nuestro ese aliento de ternura y misericordia en las relaciones con nuestros semejantes.

María, Reina y Madre de misericordia

Así resulta que la presencia imprescindible de María, de su inmensa ternura maternal en la historia de la salvación y en cada una de nuestras pequeñas historias, es otro gesto maravilloso de la misericordia divina. Todo lo que los santos, santas y mariólogos han dicho sobre la misericordia de la Virgen Madre, no es más que un reflejo, -fulgurante, eso sí-, pero reflejo de la misericordia infinita de la Trinidad santísima. Lo que ocurre es que, precisamente porque el Señor conoce el corazón de carne que nos ha dado, nos ha dejado a su Madre para que fuese también nuestra Madre. Por eso la ha formado tan cercana, tan hermosa y tan llena de ternura. Y esta criatura excepcional que es María se ha identificado tanto con la misericordia divina que casi no podemos distinguir ambas. Nos sucede lo que Erich Fromm cuenta que ocurrió en un Congreso sobre zen y psicoanálisis. Coincidió con el sabio y misterioso japonés D.T Suzuki. La presencia del oriental llenó de paz y armonía las reuniones y las personas. Un día lo buscaban por los jardines. Les costó mucho encontrarlo pero, al final, lo hallaron sentado al pie de un árbol tan lleno de paz interior, tan vegetalizado, tan identificado con el árbol que era difícil distinguirlo como un ser aparte.
Esto es lo que ha ocurrido con María. Se ha impregnado tanto de la misericordia divina que se ha “misericordializado”. No es una puerta de escape ante la justicia divina. Es la misericordia divina que recala en su corazón y lo rebosa para regar y fecundar la aridez del corazón humano. Y así los discípulos de Jesús e hijos de María vemos su rostro tal como nos lo describe Jan Dobraczy-siski en su libro “Encuentros con la Señora” sobre el santo icono de la virgen de Czestochowa: «Esta cara no tenía la altivez del rostro de Juno, ni la soberbia del de Minerva, ni la sensualidad de Venus. Los dioses romanos tenían rasgos muy humanos, llenos de pasiones... No era así la cara de la Señora; en Ella cada cuál podía encontrar un rasgo querido, amable. Tenía algo más que bondad, algo más que una inmensa paz; un elemento que atraía a quien la miraba y hacía que se recordara siempre con nostalgia».


Sugerencias finales

Primera: Cuenta una leyenda oriental que un rey tenía tres hijos. A la hora de repartir sus bienes no sabía a quién de los tres dar un precioso y conocidísimo diamante. Por eso, convocó a los tres jóvenes y les dijo que daría el diamante a aquel que en ese mismo día hiciese la acción más heroica. Al llegar la noche los jóvenes estaban de vuelta y contaron al rey su hazaña: El mayor había dado muerte a una fiera que sembraba el pánico en la comarca. El segundo había mostrado su destreza y aplomo venciendo a diez de los más valientes guerreros del reino.
El pequeño contó que al salir en busca de una hazaña se encontró a su mayor enemigo durmiendo al borde de un acantilado. Lo despertó y lo perdonó.
El rey se lenvantó del trono, abrazó al hijo menor y le entregó el diamante.
¿Qué podemos hacer nosotros para ganar el diamante del Reino?


Segunda: No olvidemos el mensaje de Jesús. Dios será misericordioso con nosotros si nosotros lo hemos sido con los demás. La parábola del siervo sin entrañas –Mt 18, 23-24- no puede ser más diáfana. Como María, dejémonos rebosar de la misericordia de Dios.

Fuente:  ciudadredonda.org