Todavía
perduran muchos flecos de una exposición tremendista en
sermones y hasta en tratados teológicos.
Con gracia explicaba un teólogo andaluz que a él le habían
enseñado en el colegio que Dios era un Señor que castigaba a
los malos, y a los buenos como se descuidasen.
El conocimiento de Dios Padre en la cultura actual, está
obstruido por una selva de prejuicios y una desafortunada
interpretación de un texto de la carta a los Romanos: “ Dios
no perdonó a su Hijo sino que lo entregó por todos
nosotros.”
Para el pensamiento humano de hoy, esta asombrosa afirmación
es intragable. Porque afirmar que Dios ha enviado a Jesús a
la muerte por nosotros, no demostraría su amor de Padre,
sino su crueldad o, al menos, su inflexible justicia.
Hay que reconocer que esta mentalidad ha sido propiciada no
sólo por oradores sagrados mediocres sino de primerísima
línea. Leed este botón de muestra del príncipe de los
oradores, Bossuet: «El alma santa de mi Salvador está
invadida por el horror que impone un Dios amenazador y,
mientras se siente atraída a dejarse en brazos de este Dios
para encontrar consuelo y alivio, ve que Él vuelve la
espalda, lo rechaza, lo abandona, lo deja solo, y
completamente a expensas de su airada justicia. Te echas,
¡oh Jesús!, en los brazos del Padre y te sientes rechazado,
sientes que es precisamente él quien te persigue, te golpea,
te abandona bajo el peso enorme de su venganza...¡La cólera
de un Dios airado!»
Olvidaba, -mejor- no sabía el gran Bossuet que la cólera no
es el rostro original de Dios porque Dios es amor. Y a la
afirmación de que Dios es amor no se puede añadir el
paralelismo de que Dios es cólera.
Menos lo sabe el ahora premiado escritor portugués José
Saramago que en su novela “El Evangelio según Jesucristo”
presenta a un Jesús que en la cruz se da cuenta del engaño
que ha sufrido y cambia la hermosa súplica del crucificado
por esta blasfemia dirigida a la humanidad: «¡Hombres,
perdonadle porque no sabe lo que hizo!»
El tema es tan denso que no queda más remedio que indicar
que la clave para entender todas estas distorsiones está en
que la teología tomaba como conceptos lo que para la Biblia
eran sólo imágenes. Y estas imágenes, tomadas del mundo
antiguo y convertidas en doctrina nos daban las
consecuencias deformantes que acabamos de ver.
Estoy seguro que la explicación ha quedado bastante
incompleta. No obstante, al que quiera ahondar en el tema le
remito a dos profundos y sugerentes libros del teólogo
Torres Queiruga: “Recuperar la salvación” y “Padre Nuestro”.
Jonás no entiende
Jonás era un tipo apacible, sin preocupaciones y sin ganas
de tenerlas. En su pueblo Got-Jefer vivía tranquilo y se lo
pasaba lo mejor posible. No me atrevo a calificarlo de lo
que hoy llamamos “pasota”, anque no debía andar muy lejos de
esa clasificación.
Pero “alguien” irrumpe inesperadamente en su vida y rompe en
mil pedazos su cómoda instalación.
Jonás = “Paloma”, no puede escapar de la red que le ha sido
tendida. Aunque lo intenta desesperadamente: «Jonás –le dice
ese “Alguien”– levántate, vete a Nínive, la gran ciudad...
Jonás se levantó dispuesto a huir a Tarsis» (Jon 1, 2-3).
No se puede manifestar más claro la decisión de escapar.
Toma la dirección contraria y lo más lejos posible: Tarsis (
que algunos dicen es nuestro actual Cádiz).
Pero si no se responde a Yahvé cuando llama, Éste pasa de
largo. Otras veces acorrala como hacen en los toriles. Al
toro no le queda más remedio que salir a la plaza.
Jonás acorralado, no tuvo más salida que Nínive y cumplir
con la misión profética a la que había sido llamado:
anunciar la destrucción de la ciudad pecadora.
El vaticinio no se cumple porque los ninivitas hacen
penitencia: «Por orden del rey, que hombres y bestias no
prueben bocado, ni beban agua. Que se vistan de sayal, que
clamen a Dios con fuerza...» (Jon 3, 7-8). Jonás no entiende
la misericordia de Dios y su cólera llega hasta el punto de
desearse la muerte.
Nos dicen los exegetas que el libro de Jonás es una obra de
ficción de carácter parabólico con finalidad
pedagógico–didáctica, muy afín a las parábolas evangélicas
del “hijo pródigo” y “los trabajadores de la viña”- Todas
ellas quieren subrayar el amor y la misericordia de Dios.
Por contraste se presenta una reacción en Jonás, paralela a
la que manifiesta el hijo mayor en la parábola del pródigo o
la de los jornaleros de la primera hora.
También la psicología
Otra fuente de rechazos viene por la cantidad de sospechas y
prejuicios que la psicología actual ha levantado contra la
figura paterna. Así, ésta ha puesto en evidencia las
diferentes patologías derivadas de la figura del padre:
paternalismo, autoritarismo, machismo... Añádase también el
psicoanálisis de Freud con el denominado complejo de Edipo.
¿Qué es este complejo? Según Freud, en el inconsciente de
cada hijo existe el deseo escondido de matar al propio padre
para quedarse en exclusiva con el amor de la madre.
Creo que a todos los que, gracias a Dios, hemos tenido un
crecer normal en el seno del hogar familiar nos salta a la
boca la expresión: ¡Qué barbaridad! Tal barbaridad poviene
de que han sacado del ámbito de la patología humana
conclusiones a las que quieren dar valor universal y
absoluto.
Desde esta perspectiva se comprende lo difícil que es hacer
entender a un joven que ha sufrido la dureza de un padre
despótico, que Dios es misericordioso.
La Virgen es misericordiosa
Con estas
mentalidades crecidas en esas falsificaciones del verdadero
rostro de Dios se comprende que el Concilio tuviera que
afirmar rotundamente en la Constitución Pastoral sobre “La
Iglesia en el mundo actual”: «En esta génesis del ateísmo
pueden tener parte no pequeña los propios creyentes en
cuanto que con el descuido de la educación religiosa, o con
la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los
defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado
más bien que revelado, el genuino rostro de Dios y de la
religión.» (GS 19) Y se comprende también que el pobre
corazón humano tan necesitado de acogida y misericordia
buscase en los brazos y en el rostro de María el camino de
paz y perdón.
Recuerdo el sermón de un predicador que nos exhortaba a
confiar en la Virgen Reina y Madre de misericordia: «Si
encontramos cerrada a cal y canto la puerta del cielo por el
castigo que merecen nuestros pecados, la Virgen ayudará a
sus devotos a saltar por la ventana». Y concluía con gran
énfasis: «Sí, hermanos, ¡la Virgen es la ventana del cielo!»
Dios es fuente de misericordia
La misericordia
preside la historia de la salvación. San Pablo exulta al
alabar al Señor misericordioso: «Bendito sea Dios, Padre de
nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordia y Dios del
consuelo» (2 Cor 1, 3) Es el misterio, expresado
bíblicamente, del plan misericordioso de Dios de salvar a
todos los hombres en Cristo. El hilo conductor de la
historia de la salvación es la revelación de la misericordia
divina. Si así lo entendía el pueblo del Antiguo Testamento
y lo expresaba en los salmos —leer despacio el 118 y el 136—
¿qué habremos de entender los que podemos contemplar el
rostro, las palabras, los gestos de Jesús de Nazareth? Por
eso teólogos actuales hablan sin tapujos de la generosidad
infinita del Padre. En ese clima vive Jesús su revelación
filial y nos invita a nosotros a entrar en ella: «Sed
generosos como es generoso vuestro Padre» (Lc 6, 36)
Su generosidad impresionante se acerca a nosotros en la
persona de Jesús. Él quiere que sus discípulos entremos por
esos caminos de gratuidad que vienen del Padre que «hace
salir su sol sobre buenos y malos» (Mt 5, 45). El que se
abre a esta inspiración no juzga ni condena. Se hace bueno y
misericordioso como el Padre. El apóstol Pedro cree entender
esta benevolencia que capta en su maestro y se siente
generoso. Los rabinos le habían enseñado que podía perdonar
hasta cuatro veces. Él extiende la medida con la pregunta:
«¿Debo perdonar hasta siete veces?» Pero la misericordia de
Pedro se queda sorprendentemente corta ante la respuesta de
Jesús: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta
veces siete» (Mt 18, 21) Y con esta respuesta le dice bien
claro que en materia de perdón no hay límites. La medida es
la desmesura de Dios.
Lo importante es que nosotros quebremos las estrecheces de
nuestro corazón y hagamos nuestro ese aliento de ternura y
misericordia en las relaciones con nuestros semejantes.
María, Reina y Madre de misericordia
Así resulta que la presencia imprescindible de María, de su
inmensa ternura maternal en la historia de la salvación y en
cada una de nuestras pequeñas historias, es otro gesto
maravilloso de la misericordia divina. Todo lo que los
santos, santas y mariólogos han dicho sobre la misericordia
de la Virgen Madre, no es más que un reflejo, -fulgurante,
eso sí-, pero reflejo de la misericordia infinita de la
Trinidad santísima. Lo que ocurre es que, precisamente
porque el Señor conoce el corazón de carne que nos ha dado,
nos ha dejado a su Madre para que fuese también nuestra
Madre. Por eso la ha formado tan cercana, tan hermosa y tan
llena de ternura. Y esta criatura excepcional que es María
se ha identificado tanto con la misericordia divina que casi
no podemos distinguir ambas. Nos sucede lo que Erich Fromm
cuenta que ocurrió en un Congreso sobre zen y psicoanálisis.
Coincidió con el sabio y misterioso japonés D.T Suzuki. La
presencia del oriental llenó de paz y armonía las reuniones
y las personas. Un día lo buscaban por los jardines. Les
costó mucho encontrarlo pero, al final, lo hallaron sentado
al pie de un árbol tan lleno de paz interior, tan
vegetalizado, tan identificado con el árbol que era difícil
distinguirlo como un ser aparte.
Esto es lo que ha ocurrido con María. Se ha impregnado tanto
de la misericordia divina que se ha “misericordializado”. No
es una puerta de escape ante la justicia divina. Es la
misericordia divina que recala en su corazón y lo rebosa
para regar y fecundar la aridez del corazón humano. Y así
los discípulos de Jesús e hijos de María vemos su rostro tal
como nos lo describe Jan Dobraczy-siski en su libro
“Encuentros con la Señora” sobre el santo icono de la virgen
de Czestochowa: «Esta cara no tenía la altivez del rostro de
Juno, ni la soberbia del de Minerva, ni la sensualidad de
Venus. Los dioses romanos tenían rasgos muy humanos, llenos
de pasiones... No era así la cara de la Señora; en Ella cada
cuál podía encontrar un rasgo querido, amable. Tenía algo
más que bondad, algo más que una inmensa paz; un elemento
que atraía a quien la miraba y hacía que se recordara
siempre con nostalgia».
Sugerencias finales
Primera: Cuenta una leyenda oriental que un rey tenía tres
hijos. A la hora de repartir sus bienes no sabía a quién de
los tres dar un precioso y conocidísimo diamante. Por eso,
convocó a los tres jóvenes y les dijo que daría el diamante
a aquel que en ese mismo día hiciese la acción más heroica.
Al llegar la noche los jóvenes estaban de vuelta y contaron
al rey su hazaña: El mayor había dado muerte a una fiera que
sembraba el pánico en la comarca. El segundo había mostrado
su destreza y aplomo venciendo a diez de los más valientes
guerreros del reino.
El pequeño contó que al salir en busca de una hazaña se
encontró a su mayor enemigo durmiendo al borde de un
acantilado. Lo despertó y lo perdonó.
El rey se lenvantó del trono, abrazó al hijo menor y le
entregó el diamante.
¿Qué podemos hacer nosotros para ganar el diamante del
Reino?
Segunda: No olvidemos el mensaje de Jesús. Dios será
misericordioso con nosotros si nosotros lo hemos sido con
los demás. La parábola del siervo sin entrañas –Mt 18,
23-24- no puede ser más diáfana. Como María, dejémonos
rebosar de la misericordia de Dios.
Fuente:
ciudadredonda.org