Madre de la Iglesia

Padre Jesús Martínez García

 

Tres son los grandes bienes que dignifican y ensalzan a las personas: la paternidad o maternidad, la virginidad y la paternidad o maternidad espiritual.

Por un lado, la paternidad o la maternidad. Si las personas se realizan y colman sus aspiraciones realizando obras que son fruto de su trabajo (obras de arte, literarias, edificios, etc.), podemos decir que la mayor obra de arte que se puede hacer en esta vida es una vida humana. Ser madre, humanamente hablando, es la más alta dignidad para una mujer, donde queda plasmada de modo vivo su personalidad (por eso, en principio, es un error para las mujeres casadas renunciar a los hijos a cambio de su realización a través de un trabajo).

Otra gran dignidad de la persona es permanecer célibe por amor del reino de los cielos (Mt 19,2); no por causa de vanagloria o egoísmo, sino por una entrega en cuerpo y alma a Dios y a los demás.

Y la tercera gran dignidad de la persona es la paternidad y maternidad espirituales: engendrar criaturas a la vida sobrenatural; el fruto del apostolado, tejido de oración, mortificación y acción. Esta paternidad y maternidad espirituales no excluyen ni la paternidad o maternidad naturales ni la virginidad, pues apostolado podemos y debemos hacer todos.

En María se ha realizado de un modo divino inefable la conjunción admirable de estas tres dignidades: Dios respetó y ensalzó su deseo de permanecer virgen; el fruto de su vientre no es una criatura humana, sino una Persona divina, y su maternidad espiritual es totalmente singular, pues ha hecho nacer a Dios para todas las personas, y además ejerce una maternidad espiritual sobre cada uno de los hombres, colaborando al nacimiento de Dios en sus corazones. De su maternidad divina y de su virginidad perpetua ya hemos hablado. Hablemos ahora de su maternidad espiritual.

La Constitución Lumen gentium nos dice por qué es Madre en el orden de la gracia: «La Bienaventurada Virgen, predestinada desde toda la eternidad cual Madre de Dios junto con la Encarnación del Verbo por designio de la divina Providencia, fue en la tierra la excelsa Madre del divino Redentor y su colaboradora generosa por título excepcional y humilde esclava del Señor. Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, sufriendo junto con su Hijo, que moría en la cruz, cooperó de manera absolutamente singular, por la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad, en la obra del Salvador para restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por esta razón es nuestra Madre en el orden de la gracia» (Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium).

Desde la cruz, Jesús entregó su Madre a Juan como Madre suya. «Habiendo visto Jesús a su Madre y junto a ella al discípulo amado, dijo a su Madre: ¡Mujer, he ahí a tu hijo! Después dijo al discípulo: ¡He ahí a tu Madre! Y desde aquel momento el discípulo la tomó como propia» (Jn 19, 26-27). «Según la interpretación constante de la Iglesia -dice al respecto León XIII- Jesucristo designó en la persona de Juan a todo el género humano, y más especialmente a aquellos hombres que habrían de estar ligados con El por los lazos de la fe» (Enc. Adiutricem populi). Nos fue entregada como Madre a cada uno.

Pero ese acto de dárnosla como Madre no era como una simple dádiva, como si María fuese desde ese momento madre adoptiva que por un acto formal se compromete a hacer de madre. No, María ya antes, con su hágase el día de la Anunciación, había asumido esa realidad. Al aceptar ser Madre de Dios, María aceptaba todo lo que esto traía consigo: la salvación de todo el pueblo que El venía a salvar. Quedaba asociada a la obra redentora de su Hijo. Y al ejercer su divina Maternidad tanto cara a la Persona del Hijo -concepción, generación y crianza-, como de cara a la obra redentora -presentación en el templo, compasión junto a la cruz-, «cooperó de manera absolutamente singular en la obra del Salvador para restaurar la vida sobrenatural de las almas» (Concilio Vaticano II, Lumen gentium).

Su maternidad espiritual nace del momento de la Encarnación del Verbo, pero se fue actualizando durante su vida por la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad. Por eso, la entrega solemne de María a Juan en la Cruz era una declaración de lo que María ya era realmente para él, su Madre.

María es Madre espiritual de todos los hombres, pero de una manera especial de los cristianos, de aquellos que han recibido el bautismo, de los hermanos de su Hijo. Pablo VI en el discurso de clausura de la III Sesión del Concilio Vaticano II (21-XI-1964) proclamó solemnemente a María «Madre de la Iglesia, es decir Madre de todo el Pueblo de Dios, tanto de los fieles, como de los pastores, que le llaman Madre amorosísima; y queremos que de ahora en adelante sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con este título». Y en la solemne Profesión de Fe (30-VI-1968) ratificó esta afirmación con las palabras: «Creemos que la Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia, continúa en el cielo su misión maternal para con los miembros de Cristo, cooperando al nacimiento y al desarrollo de su vida divina en las almas de los redimidos».

El Santo Padre Juan Pablo II quiso que se incluyese en la letanía lauretana la invocación Madre de la Iglesia, y mandó colocar bien visible en la Plaza de San Pedro una imagen con esa advocación, copia ampliada de una que ya existía en una de las capillas de la Basílica Vaticana.

Hablemos de la Fe
10. La Virgen María Jesús Martínez García
Ed. Rialp. Madrid, 1992 

Fuente: Jesús Martínez García