Historia de Nuestra Señora de Coromoto

Hno. Nectario María

 

La ciudad de Guanare fue fundada el 3 de noviembre de 1591 por el Capitán Juan Fernández de León, en un sitio inmediato al río de su nombre, bajo la denominación de "Ciudad del Espíritu Santo de Valle de San Juan de Guanaguanare". A mediados del siglo XVII, el asiento de esta villa fue trasladado al lugar donde hoy de encuentra.

Entre los indios que vivían en la región de Guanaguanare, había una parcialidad designada con el nombre de "Coromotos". Cuando llegaron los españoles y se hizo el reparto de tierras e indios en encomiendas, los Coromotos se internaron en la selva, montañas y dilatados valles situados al noroeste de la ciudad de Guanare, probablemente hacia las fuentes del río Guanaguanare (o Guanare como decimos ahora).


En esos apartados lugares se mantuvieron los Coromotos muchos años, perdiéndose completamente su memoria entre los pobladores de la Villa del Espíritu Santo, hasta que llegó la hora de su conversión, mediante la poderosa mediación de la Santísima Virgen María.

Un español honrado y buen cristiano, llamado Juan Sánchez, obtuvo en propiedad los feraces terrenos de Soropo, situados a cuatro o cinco leguas de Guanare, en la margen derecha del Guanaguanare. Juan Sibrián y Bartolomé Sánchez se le unieron para trabajar juntos en la tala de los montes, siembra de los conucos y cría de los ganados.

Cierto día del año 1651 el cacique de los Coromotos, en compañía de su mujer, se dirigía a una parte de la montaña, en donde tenía una tierra de labranza. Al llegar a una quebrada, una hermosísima Señora de belleza incomparable que sostenía e sus brazos un radiante y preciosísimo Niño, se presenta a los dos indios caminando sobre las cristalinas aguas de la corriente. Maravillados éstos, contemplan embelesados a la majestuosa Dama que les sonríe amorosamente, y dirigiéndose al cacique le habla en su idioma, diciéndole que saliera a donde estaban los blancos para recibir el agua sobre la cabeza y así poder ir al cielo.

Estas palabras iban acompañadas de tanta unción y fuerza persuasiva, que enajenaron el corazón del cacique y le dispusieron a cumplir los deseos de tan encantadora Señora.

Por el mes de noviembre del citado año, Juan Sánchez pasaba cerca de aquellos lugares, siguiendo la vía que denominaban del "Cauro", de viaje para El Tocuyo, a donde iba con un asunto de importancia, cuando en cierto punto de la montaña le salió al encuentro el jefe de los Coromotos, manifestándole que una bellísima Mujer, con un Niñito de hermosura singular,

se le había aparecido en una quebrada, dándole la orden de que saliera donde vivían los blancos para que le echasen el agua en la cabeza, con el fin de poder ir al cielo; y le manifestó que tanto él como los de su tribu estaban resueltos a complacer los deseos de tan excelsa Señora. 
Juan Sánchez, gratamente sorprendido por la relación del indio, le dijo que iba de viaje para una población llamada El Tocuyo, que a los ocho días estaría de vuelta y que durante este lapso de tiempo se dispusieran para irse con él. Cumplido el plazo señalado, Juan Sánchez estaba en medio de los Coromotos. Toda la tribu se marchó con él español. 

Siguiendo las indicaciones de Juan Sánchez, la caravana se detuvo en el ángulo formado por la confluencia de los ríos Tucupido y Guanaguanare, en unos parajes que designaron con el nombre de Coromoto.

Juan Sánchez pasó inmediatamente a la Villa del Espíritu Santo de Guanaguanare y dio aviso a las autoridades de todo lo ocurrido.

Los alcaldes, don Baltasar Rivero de Losada y don Salvador Serrada Centeno, que gobernaban entonces la Villa, dispusieron que los indio quedasen en Coromoto y nombraron a Juan Sánchez su encomendero, con el encargo de señalarles tierras para sus labores y de adoctrinarlos en los rudimentos de la religión cristiana. El abnegado español cumplió su cometido con el mayor cuidado, si escatimar medio alguno para hacerle cómoda y placentera su permanencia en Coromoto.

Los aborígenes construyeron allí sus rancherías, recibieron las tierras distribuidas y contentos asistían a la explicación doctrinal, que con mucho fruto les daba el buen encomendero. Ayudábanle a esta ardua empresa su señora y los otros dos compañeros. El éxito iba coronando este trabajo apostólico, pues poco a poco los indios recibía las aguas bautismales y se regeneraban en este baño purificador.


El cacique al principio asistía gustoso a las instrucciones, mas después se fue poco a poco disgustando con su nueva situación, y anhelando la soledad de sus bosques se apartó de las reuniones de Juan Sánchez, sin querer aprender la doctrina cristiana ni recibir las saludables aguas del bautismo.

Por la tarde del sábado 8 de septiembre de 1652 dispuso Juan Sánchez reunir a los indios que trabajaban en Soropo, en vista de lo cual el castellano instó al cacique a que se juntara con sus compañeros y asistiera a los actos religiosos que iban a celebrarse en el caney, que para estas reuniones tenía dispuesto junto a su habitación. El indio negose rotundamente a esta invitación, y mientras sus compañeros honraban con humildes preces a la Reina de Cielos y Tierra, él, con grande enojo y rabia, salió precipitadamente para Coromoto.

El bohío del cacique Coromoto es el mejor del grupo de chozas que se asienta sin orden ni medida entre ramadas, al pie de frondosos árboles; sin embargo, es pequeño y pobre: unas cuantas varas de cada lado son la extensión de su perímetro, sus paredes de bajareque son bajas y sostienen un rústico techo de paja. Una sola y pequeña puerta da entrada al corto recinto de esta choza, donde al anochecer del sábado 8 de septiembre de 1652 se hallaba la cacica, su hermana Isabel y un hijo de esta última, indiecito muy agraciado, de doce años de edad, que unía al candor de la inocencia, la sencillez y rectitud de un corazón bueno.

En un rincón de la choza ardía fuego, en medio de gruesos guijarros que sostenían el tosco budare de tierra cocida, sobre el cual las dos indias preparaban el tradicional casabe, mientras el indiecito, sentado sobre un duro leño, descansaba dulcemente. Había llegado aquella misma tarde de Soropo, con el objeto de ver a su madre, pues de ordinario se quedaba con la esposa de Juan Sánchez ayudándola en sus múltiples ocupaciones diarias.

Al pálido fulgor de las ardientes ascuas distinguíase apenas el pobre ajuar de esta rústica vivienda; en la pared, el arco y la flecha, arma inseparable del indio y en cuyo manejo el cacique era muy hábil; y junto a ella, el duho de cuero de venado, donde el cacique descansaba después de larga cacería en la sabana o de la pesca en el río vecino.

Cuando menos lo esperaban las dos indias llegó el cacique de los Coromotos triste y disgustadísimo, y si decir palabra se tiró inmediatamente en la barbacoa. Las mujeres atribuyeron el tedio y descontento que en él notaban a un exceso de ira, y ninguna se atrevió a decirle la menor palabra.

Ya el astro del día había desaparecido tras las encumbradas montañas, y la noche extendía su negro manto sobre la inmensidad de la llanura y de la selva. La bóveda del firmamento aparecía con su profundo azul tachonada de innumerables estrellas, y la plateada luna que salía de Oriente bañaba con su pálida luz la dormida llanura.

En las chozas del pueblito de Coromoto, esparcidas a los pies de los árboles de la selva, los niños, sobre toscas esteras tendidas en los suelos, reposaban dulcemente. 

En su rústico y pajizo bohío, el cacique, revolcándose en su barbacoa, era el blanco de una lucha oculta, pero terrible. En su imaginación veía la quebrada... la gran Señora que se le había aparecido... oía su voz, esa voz tan dulce, tan arrebatadora, cuyo solo recuerdo le alegraba el angustiado espíritu y le serenaba el dolorido corazón. Con todo, otros pensamientos turbaban su melancólico y triste carácter: su orgullo, humillado por la obediencia y su desenfrenada libertad, sacrificada en la encomienda, clamaban por la completa emancipación; cierta rabia interna e inexplicable, oído que atizaba el padre de la mentira, el espíritu del mal, le pintaba el bautismo, la vida de los blancos como insoportables. El sembrador de la cizaña creyó su presa segura, pues el cacique estaba ya resuelto a huir a sus montañas y antiguas habitaciones.

En este estado de acerba tristeza y melancolía estaba el indio, cuando por un misterio inexplicable de cariño y amor de la Madre de Dios a un pobre hijo de Adán, bajó a la choza del cacique, en medio de invisibles legiones de ángeles que formaban su cortejo. Habían transcurrido tan sólo algunos instantes desde la llegada del cacique cuando de modo visible y corpóreo La Virgen Santísima se presentó al umbral del bohío del cacique. De todo su ser se desprendían copiosos rayos de luz, que bañaban el estrecho recinto de la choza y eran tan potentes que, según declaró la india Isabel, "eran como los del sol cuando está en el mediodía", y sin embargo no deslumbraban ni cansaban la vista de aquellos felices indígenas que contemplaban tan grande maravilla.

Bajo la influencia de estos inesperados resplandores, que trocaron las tinieblas de la noche en la claridad del día, el cacique volvió la cara y al instante reconoció a la misma Bella Mujer que meses antes había contemplado sobre las aguas de la plácida corriente en sus montañas, y cuyo recuerdo jamás había podido borrar de su memoria.

Distintas a las del cacique eran las emociones de las dos indias y del niño, que rebosando de satisfacción y contento, se deleitaban en contemplar aquella criatura sin igual, alegría de los ángeles, encanto de los elegidos, espejo donde se reflejan las infinitas perfecciones de la Divinidad.

El indio pensaría, probablemente, que la Gran Señora venía para reprocharle su mal proceder e impedirle la fuga. Pasaron unos segundos... el cacique rompió el silencio y dirigiéndose a la Señora le dijo con enojo: "¿Hasta cuándo me quieres perseguir? Bien te puedes volver, que ya no he de hacer lo que me mandas; por ti dejé mis conucos y conveniencias y he venido aquí a pasar trabajos". Estas palabras inconsideradas e irrespetuosas mortificaron e gran manera a la mujer del cacique, la cual riñó a su marido diciendo: "No hables así con la Bella Mujer, no tengas tan mal corazón". El cacique, montando en cólera y encendido en rabia, no pudo por más tiempo soportar la presencia de la Divina Señora, que permanecía en el umbral, dirigiéndole una mirada tan tierna y cariñosa, que era capaz de rendir el corazón más empedernido; desesperado, da un salto fuera de su barbacoa, coge el arco de la pared, saca del carcaj una puntiaguda flecha, con la torcida intención de amenazar con ella a la Gran Señora, llegando su locura hasta decirle: "Con matarte me dejarás". En este preciso instante la excelsa Señora entró en la choza, sonriente y serena; se adelantó y se acercó al cacique, el cual, al imperio y respeto de tanta majestad, o porque la Virgen lo estrechara de modo que no tuvo lugar para el tiro, rindió las armas y arrojó el arco contra el suelo.

Con todo, se lanza aún sobre la Soberana Señora para cogerla con las manos y echarla afuera... extiende rápidamente los brazos... y veloz hace el movimiento de agarrar a la Stma. Virgen... pero, al punto, la celestial visión desaparece repentinamente y lógrebas tinieblas siguen a la viva luz que había iluminado el bohío, teatro de tan grandes maravillas; solamente se percibía la pálida luz del fogón que proyectaba la negra silueta del cacique sobre la pared.

Las dos indias y el niño sintieron amarga pena por la pésima conducta del cacique y por la desaparición de la Bella Mujer, cuya vista había sido para ellos en extremo embelesadora.

La buena mujer riñó nuevamente a su marido, reprochándole su torpe e inconsiderado proceder para con la Soberana Señora.

El cacique, fuera de sí y mudo de terror, permaneció largo rato inmóvil, con los brazos extendidos y entrelazados, en la misma posición en que quedaron cuando hizo el rápido ademán de agarrar a la Virgen. Tenía una mano abierta y la otra cerrada, que apretaba cuanto podía, pues algo tenía en ella; y en su corto sentir creía que era la "Bella Mujer" a quien había atrapado.

La india Isabel, sin atender a lo que acababa de suceder, dijo a su cuñado: ¿sabes lo que ha sucedido? Balbuciente y tembloroso el indio contestó: "Aquí la tengo cogida". Las dos mujeres, profundamente impresionadas y conmovidas, bien por lo que acababan de presenciar, bien por algún impulso soberano o excitadas de la curiosidad, añadieron:

"Muéstranosla para verla". El cacique se acercó a las ascuas, que todavía ardían, alargó la mano, la abrió y los cuatro indígenas reconocieron ser aquella una imagen y creyeron que era la de la "Bella Mujer". Al abrir el cacique la mano, la diminuta imagen despide rayos luminosos que producen gran resplandor y creen los indios ser fuego natural que la gran Señora lanza contra ellos. Sudor frío fluye del cuerpo del indio, y con el mismo enojo y rabia de antes, envuelve la milagrosa imagen en una hoja y la esconde en la paja del techo de su casa diciendo: "Ahí te he de quemar para que me dejes".

El indiecito, que interiormente desaprobaba la torpe e inconsiderada conducta de su tío, se daba cuenta cabal de cuanto presenciaba, reparó cuidadosamente el escondite de la sagrada imagen, y desde luego resolvió dar aviso a Juan Sánchez de lo sucedido.

El recuerdo de la Virgen Bendita no se apartaba ni por un instante de su espíritu; lo que había visto le dejó impresión tan honda, que no le fue posible entregarse al sueño; a eso de la medianoche, salió a hurtadillas de la choza y se fue apresuradamente para Soropo.

Vadea el Tucupido, corre a través de la llanura y del bosque, no le amedrenta la soledad silenciosa de la noche, ni le infunde pavor el bramido tigre de la selva, ni el grito de la fiera que ruge en la pampa. Va presuroso y en poco tiempo recorre el trayecto entre Coromoto y Soropo. Parece que la Virgen le ayuda y le hace liviano y suave el andar. Llega a Soropo, pero como todos estaban durmiendo, se acurruca junto a la puerta y allí espera hasta el amanecer.

La esposa de Juan Sánchez quedó sorprendida cuando al abrir la puerta de su casa, en la madrugada del domingo, vio al niño junto a ella. El indiecito refirió a la Señora lo mejor que pudo todo cuanto había visto, aunque con alguna dificultad, pues no se expresaba bien en castellano. La mujer llamó a su marido y le dijo: "Juan ayer tarde dimos licencia a este niño para que fuera a Coromoto a visitar a su madre y ha amanecido aquí, contando que anoche una mujer muy linda llegó a la casa de su tío, el cual la quiso tirar con su flecha, y que la cogió y la escondió en su casa". Juan sonrió y no dio crédito a lo que decía el indiecito. Volvió el niño a narrar la prodigiosa historia y viendo que todavía no se daba fe a lo que relataba, dijo con vehemencia: "Vayan a Coromoto ahora mismo y lo verán".

El pequeñuelo insistió en que fueran con él a cerciorarse de la verdad del hecho. Al fin, Juan Sánchez, para despachar al importuno, le contestó: "Ve a buscar dos mulas e iremos contigo". Es de saber que estos dos animales, sueltos en la sabana, eran en extremo ariscos y montaraces; sólo se les podía coger con un lazo o en corral y a veces se tardaban hasta dos horas para traerlos.

El niño cogió los cabestros, cruzándoselos a la espalda, se dirigió presuroso a la sabana, donde halló las dos bestias juntas y muy quietas, como si estuvieran sumidas en un profundo sueño; con la mayor facilidad les puso el lazo, las ató y trajo a casa, sin que opusiesen la menor resistencia.

Juan Sánchez al verle llegar trayendo las dos mulas en tan breve tiempo, quedó maravillado y principió a dar crédito a lo que decía. Bartolomé Sánchez y Juan Sibrián, Juan Sánchez y el indiecito se pusieron sin demora en camino para Coromoto. Al llegar cerca del poblado los tres españoles se quedaron escondidos en un zanjón a tres cuadras de la casa, mientras el muchacho iba a la choza de su tío en busca de la mujer que él decía. Dichosamente para el niño, el cacique, su tía y su mamá estaban juntos, fuera, y a un lado de la casa.

Sin ser visto de nadie, entró el niño en la choza; con el corazón palpitante de júbilo, se adueñó de la milagrosa imagen, que aún estaba en el mismo sitio donde la había puesto su tío y la trajo a Juan Sánchez, el cual, al recibirla de manos del niño, sintió profunda emoción, pues reconoció en ella la efigie de la augusta Madre de Dios, María Santísima, y con respeto la colocó en un relicario de plata que acostumbraba llevar al cuello.

De regreso a su casa de Soropo, Juan Sánchez colocó la imagencita, que desde entonces llamaron Nuestra Señora de Coromoto, en un altarcito; y no teniendo sino un cabo de vela de cera negra, alumbró con ella la milagrosa imagen. Esta humilde luminaria ardió día y noche, sin consumirse desde las doce del domingo hasta el martes por la tarde. Este hecho que declararon los testigos es milagroso, pues el pedazo de vela hubiera debido arder, a lo sumo, una media hora.

Las nubes del cielo extendieron su manto de luto sobre las montañas y llanuras y, a porfía, vertieron sobre la tierra su copioso llanto; parecía que con sus aguas torrenciales quisieran lavar la afrenta irrogada a la Reina del Universo. Debido a estas lluvias, el Guanaguanare creció con abundancia y Juan Sánchez para ir a la Villa, tuvo que esperar que menguaran sus aguas. El martes por la tarde pudo vadear el río a caballo y pasar a la ciudad, donde refirió al cura, Licenciado Don Diego Lozano, todo cuanto sabía de la imagen; pero éste no le dio crédito, diciendo que la estampa de que le hablaba sería obra de algún pajarero.

Juan Sánchez, sin apenarse por eso, regresó muy contento para Soropo, pues había comprado lo necesario para tener una lamparita prendida delante de la imagen, la cual estuvo en su casa hasta el primero de febrero de 1654, es decir, un año y cuatro meses. El domingo, 9 de septiembre, el cacique dispuso la huida rápida hacia los montes; previno a los demás indios, quienes se prepararon al punto para acompañar a su "Capitán" éste apenas entrado en el bosque, fue mordido por una culebra ponzoñosa. Viéndose mortalmente herido y reconociendo en esto un castigo del Cielo por la pésima conducta que había observado con la excelsa Señora, principió a arrepentirse, clamando a grandes voces que le administrasen el santo Bautismo. La Divina María, que tanto había hecho por la conversión de los indios y de su Capitán: Ella, la fuente de toda gracia, concedió al moribundo indio que su alma se regenerara en las saludables aguas bautismales y no fuera presa del espíritu de perdición. Por especial providencia a Dios, transitaba a la sazón por este lugar un moreno, criollo de la ciudad de Barinas, buen cristiano... éste al punto fue y lo bautizó.

El cacique recomendó a los indios que se mantuvieran con los blancos; y, resignado, en medio de acerbos dolores, rindió el último suspiro, volando su alma ya purificada en la espiritual piscina de la gracia, a contemplar a aquella criatura incomparable, de cuya vista el ojo nunca se cansa y en cuyo amor el corazón siempre se deleita.

Fuente: iglesia.org.ve