María en el arte: Los iconos de las fiestas de la Virgen

 


Luis Silvestre Casas, Capuchino

 

 

LA FIESTA DE PENTECOSTÉS

La fiesta de Pentecostés, de origen estrictamente agrícola, era para los judíos la fiesta de las primicias de la mies del trigo y la fiesta de la cosecha al transcurrir del año. A los cincuenta días de la ofrenda debían ofrecer una nueva oblación, en memoria de la Alianza del Sinaí. 

La Iglesia cristiana primitiva tuvo su propia experiencia de esta Cincuentena, pues pasados cincuenta días de la Pascua de Resurrección tuvo lugar la efusión del Espíritu Santo sobre los Apóstoles. Pentecostés, día del nacimiento de la Iglesia, es el momento en el que el verdadero significado de la Cruz y Resurrección de Cristo se hace manifiesto, y una nueva humanidad retorna a la comunión con Dios. 

El icono de esta fiesta representa el cenáculo, con la presencia de la Madre de Dios en el centro de la reunión de los Apóstoles. María, aunque llena de Espíritu Santo desde la Anunciación, está situada entre el grupo de los Doce, quizás de una manera simbólica, para darle al hecho un sentido más acorde con el resto de la Escritura y la liturgia. El libro de los Hechos nos narra como “los Apóstoles perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María, la Madre de Jesús, y con sus hermanos”. María se convierte en madre y modelo de oración. Su presencia se hace imprescindible entre los Doce, afirmando y consolidando la nueva Iglesia.

Los doce apóstoles sustituyen a las doce tribus de Israel. Están sentados en un banco con forma de herradura, similar al de las antiguas iglesias desde donde se predicaba la Palabra y tomaban asiento los celebrantes. El sentido es que a partir de Pentecostés es cuando los apóstoles comienzan a anunciar la Palabra y juntos dan forma a una unión espiritual, a un sínodo en el que Pedro será cabeza de la Iglesia, según el mandato del Señor. Pedro y Pablo se encuentran junto a María, y llevan en la mano el libro de las Escrituras, donde la Trinidad se manifiesta claramente. 

Sobre todos ellos se sitúan las lenguas de fuego de las que habla la narración del libro de los Hechos. Estas lenguas proceden del Espíritu Santo, representado en forma de paloma y situado en lo alto de la sala y rodeado de nubes para afirmar su naturaleza. La casa y cada uno de los presentes reciben un fuego que no quema pero salva, un bautizo del Espíritu que purifica y lava sus mentes y los reviste de fuerza. 

Abajo, en el centro aparece un hombre anciano, con ropajes de rey, que sostiene en las manos un lienzo blanco. Este anciano representa simbólicamente al mundo, al conjunto de pueblos y naciones que está llamado a participar de la promesa divina a través del Evangelio. Está rodeado de las “tinieblas y sombras de muerte” del pecado, y aspira a la luz apostólica del Evangelio. La figura representa el contraste entre el mundo del Espíritu, y el mundo que anhela la liberación de todo mal. 

El misterio de Pentecostés no es la encarnación del Espíritu, sino la efusión de sus dones a cada miembro del Cuerpo de Cristo. Cada Pentecostés renueva en el cristiano la confirmación de su crecimiento en Cristo en una consciente y personal experiencia del Espíritu Santo como fin supremo de vida.

María, presente ya en los comienzos de la Iglesia, y presente ahora entre nosotros en los comienzos del nuevo milenio, nos ayuda, conforta y eleva su oración para que el Señor derrame su Espíritu sobre los hijos de Dios, que también son sus hijos. 

Fuente: El Propagador, Capuchinos, Valencia, España