El Santo Rosario

Padre Jesús Martínez García

 

La oración vocal es muy importante. No podemos despreciarla pensando que la única oración buena es la que se nos ocurre a nosotros. Es importante la oración mental, pero también lo es la oración vocal, la repetición -aunque sea mentalmente- de unas fórmulas hechas. Entre ellas está el Santo Rosario, que nos lo ha pedido personalmente la Santísima Virgen cuando apareció en Fátima.

En él se repiten el Padrenuestro y el Avemaría, y «¿qué oraciones más aptas y más divinas podremos hallar? La primera es aquella plegaria que brotó de los labios del mismo Redentor cuando sus discípulos le pidieron: enséñanos a orar; es la súplica que contiene todo lo referente a la gloria de Dios y que resuelve todas nuestras necesidades corporales y espirituales. La otra oración es la salutación angélica que se inicia con el elogio del Arcángel Gabriel y de Santa Isabel y termina con la piadosísima imploración de la Beatísima Virgen ahora y en la hora de nuestra muerte» (Pío XI, Enc. Ingravescentibus malis, 29-IX-1937).

La recitación de los quince misterios, divididos en tres partes -misterios gozosos, dolorosos y gloriosos- «es el modo más excelente de oración meditada, constituida a manera de mística corona en donde la salutación angélica, la oración dominical y la doxología de la Augusta Trinidad se entrelazan con la consideración de los más altos misterios de nuestra fe: en él, por medio de muchas escenas, la mente contempla el drama de la Encarnación y de la Redención de Nuestro Señor» (León XIII, Enc. Magnae Dei Matris, 8-IX-1892).

Es un ejercicio sencillo, pero no simplón. Juan Pablo II afirma que «es nuestra oración predilecta, que le dirigimos a Ella, a María. Ciertamente; pero no olvidemos que, al mismo tiempo, el Rosario es nuestra oración con María. Es la oración de María con nosotros, con los sucesores de los Apóstoles, que han constituido el comienzo del nuevo Israel, del nuevo Pueblo de Dios. Venimos, por tanto, aquí, para rezar con María; para meditar, junto con Ella, los misterios que Ella, como Madre, meditaba en su corazón (cfr. Lc 2,19) y sigue meditando, sigue considerando. Porque ésos son los misterios de la vida eterna» (Juan Pablo II, Hom. en el Santuario de Pompeya, 21-X-1979).

«La Iglesia nos propone una oración muy sencilla, el Rosario, ese Rosario que puede tranquilamente desgranarse al ritmo de nuestras jornadas. El Rosario, lentamente rezado y meditado, en familia, en comunidad, individualmente, os hará entrar poco a poco en los sentimientos de Cristo y de su madre, evocando todos los acontecimientos que son la clave de nuestra salvación» (Juan Pablo II, Hom. en Zaire, 5-V-1980).

Es una oración muy recomendada por los Romanos Pontífices. «Vuestro Rosario -son palabras de Pablo VI- es una escalera, y vosotros la subís en común, escalón a escalón, acercándoos al encuentro con la Señora, que quiere decir al encuentro con Cristo. Porque ésta es una de las características del Rosario, la más importante y la más hermosa de todas: una devoción que a través de la Virgen nos lleva a Cristo. Cristo es el término de esta larga y repetida invocación a María. Se habla a María para llegar a Cristo. Ella lo trajo al mundo: es la Madre del Señor. Nos introduce hasta El si somos devotos suyos» (Alocución, 10-V-1964).

El origen de esta devoción parece que se encuentra en la cartuja de Tréveris (Alemanasia) en el siglo XIV, donde se rezaba al modo litánico (frases con prerrogativas de María dirigidas a ella, y respuesta breve de los asistentes pidiendo su intercesión). Más adelante, ese conjunto o corona de frases (de "rosas") marianas llegó a constituir una unidad de 150 oraciones, denominándose «salterio de María», en correspondencia con el número de los Salmos. En el siglo XV, y ya con la oración del Avemaría que hoy conocemos, el dominico bretó Alain de la Roche fue el gran propagador del Rosario, y el primero en afirmar que santo Domingo de Guzmán fuera el autor de esta devoción (Cfr. P. Thurston, voz Chapelet en "Dictionaire d’ archéologie crétienne et de liturgie").

¿Cuánto tiempo se tarda en rezar una parte del Santo Rosario? ¿Media hora? Eso es si uno es tartamudo, porque si no bastan quince o veinte minutos. Si queremos encontraremos tiempo. Sacaremos tiempo cuando nos demos cuenta que el amor a la Señora es importante en nuestra vida, y también cuando descubramos que tenemos necesidades. ¿No tenemos nada que pedir? Y no sólo cosas materiales. Sobre todo hemos de pedir aquellas cosas que realmente necesitamos, que necesitamos para ir al Cielo: la gracia, las virtudes sobrenaturales y humanas...; para nosotros y para aquellos que amamos. «No dejéis de inculcar -decía Pablo VI- con todo cuidado el rezo del Santo Rosario, la oración tan querida a la Virgen y tan recomendada por los Sumos Pontífices, por medio de la cual los fieles pueden cumplir de la manera más suave y eficaz el mandato del Divino Maestro: "Pedid y recibiréis, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá" (Pablo VI, Enc. Mense maio, 29-IV-1965). «El Santo Rosario es arma poderosa. Empléala con confianza y te maravillarás del resultado» (San Josemaría, Camino).

Pero hemos de procurar rezarlo bien. Fue un chico a casa de su hermana casada y se puso a jugar con el sobrinito. El niño pequeño empezó a impacientarse y repetía: bla, ga..., bla, gu. «¿Qué dice?», le preguntó a la madre. «Quiere galletas». El chico se las dio y el niño pequeño se quedó feliz mientras las devoraba.

Nuestra Madre del cielo sabe siempre qué es lo que le estamos diciendo aunque estemos despistados y repitamos las frases de las oraciones sin darnos cuenta, pero hemos de poner esfuerzo para que nuestras oraciones vocales las digamos enteras, no a medias. Poner los cinco sentidos... y, si a pesar de todo nos despistamos, no hemos de preocuparnos si volvemos a poner empeño: Ella traduce y entiende. Jacinta, la menor de los pastorcitos de Fátima, decía a veces el Avemaría entera deteniéndose en cada palabra hasta que el eco de la anterior se había apagado entre las montañas.


Hablemos de la Fe
10. La Virgen María Jesús Martínez García
Ed. Rialp. Madrid, 1992 

Fuente: Jesusmartinezgarcia.org