El salterio de María

Emilio Cárdenas S.M. 


Al rosario se le llamó también «salterio de la Virgen». Desde el principio del cristianismo la oración más tradicional de la Iglesia era el salterio. Se trata simplemente del libro de la Biblia que recoge la colección de los 150 salmos. Salterio es la colección de los salmos. El pueblo judío rezaba con salmos. María lo hizo. Jesús los rezaba y cantaba. Los primeros cristianos vieron reflejados en ellos el misterio pascual de Jesús y su vida entera. Por eso el salterio gozó desde el principio de una honda veneración entre los cristianos.
Después los monjes los recitaban regularmente a lo largo de las horas del día en los diversos oficios. Incluso había monjes que se habían propuesto recitar diariamente de la mañana a la noche los ciento cincuenta salmos. Lo que pasaba es que en aquella época los libros eran muy caros, y si era difícil que cada monje pudiera poseer ni siquiera un libro de oraciones, cuánto más una Biblia. Procuraban entonces llegar a saberlos de memoria. En realidad es así como se recitan las poesías o los cantos. Pero ciento cincuenta salmos son muchísimos. Son además muy distintos unos de otros, con frecuencia complejos y de lenguaje oscuro. Tienen expresiones chocantes, o los hay de ritmos raros o demasiado repetitivos. No todos tienen la misma calidad literaria o musical, ni la misma hondura espiritual. Los hay de alegría y de dolor, de desconcierto y de esperanza. Habría que poder agruparlos por temas, por usos, por ocasiones en que conviene recitarlos... En fin, no son siempre fáciles. Por eso con frecuencia los mismos monjes solían en ocasión sustituirlos por fórmulas más breves. Aquellos ermitaños o monjes que no sabían bien leer preferían incluso aquellas sencillas fórmulas.
Debemos intentar volver a los salmos y encontrar en ellos la fuente de nuestra oración. Así oró el Señor y ésta es la principal oración de la Iglesia. Todo el mundo debe aprender de memoria por lo menos los principales salmos para poder recitarlos regularmente. Son riquezas que deben hallarse en el corazón de todo cristiano. Mediante la catequesis y en la celebración litúrgica hay que hacer que el Pueblo de Dios entero y cada creyente los pueda poseer y recitar. Por eso no es del todo sano sustituir sin más los salmos por otras breves fórmulas, aunque sean de la dignidad del padrenuestro o de la belleza y santidad del avemaría. Pero no es injusto el concentrar el valor de un salmo entero en una breve fórmula evangélica. Con frecuencia el aprender los salmos y el recitarlos con regularidad no es ni físicamente ni psicológicamente posible.
Por eso es más importante el rezo cotidiano del Breviario, que reparte a lo largo del día una docena de salmos por lo menos, en la Liturgia de las Horas. Hay que reconocer que aunque los salmos tuvieran más valor que las avemarías, unos y otras se complementan muy armoniosamente. Todo ello es Palabra de Dios, y de este modo vivimos a lo largo del día rodeados de su Palabra. No es del todo justo el oponer salmos y avemarías cuando de lo que se trata es de vivir el mandamiento de la oración continua. Además el sustituir salmos por avemarías se hizo para ayudar a los que no sabían leer o no tenían tiempo para ponerse, ni dinero para comprarse un breviario, ni posibilidad de participar en el rezo de la Liturgia de las Horas.
Tanto la repetición del avemaría como la del padrenuestro se puso también en relación con la recitación de los ciento cincuenta salmos del salterio. Sucedió entonces que empezó a recitarse un «salterio» de ciento cincuenta padrenuestros o ciento cincuenta avemarías. A éste último se le llamó el «salterio de la Virgen». El nombre más venerable del rosario es por tanto «salterio de la Virgen», esto es, la recitación de ciento cincuenta avemarías, en recuerdo de los ciento cincuenta salmos. Es nuestro actual rosario, dividido ahora en quince misterios. El nombre tradicional fue poco a poco sustituido por el más popular de «rosario» en recuerdo de la leyenda del caballero. El actual rosario está formado por tres coronas de cincuenta avemarías, en total ciento cincuenta avemarías. El nombre popular, rosario, es más poético y cariñoso.
Pero el primero, salterio de la Virgen, es más importante, pues nos vincula más directamente a la Sagrada Escritura, fuente de toda oración. No está mal utilizar ocasionalmente el nombre original como lo hace por ejemplo el Papa Pablo VI en su más importante carta dedicada a la Virgen María, la llamada «Marialis cultus». Con ello subrayamos el hondo contenido de fe que tiene este modo de oración. El Papa Juan Pablo II comentaba la semejanza interna entre el Salterio bíblico y el salterio de la Virgen: la recitación de los Salmos siempre fue un ejercicio de la memoria de los prodigios que hizo el Señor desde la salida de Egipto del Pueblo de Israel. Por ello mismo era una invitación al cumplimiento de la alianza. El salterio de la Virgen es también un ejercicio de la memoria de los prodigios que el Señor hizo en Jesucristo, a la vez que nos evita a ser fieles a las promesas de nuestro bautismo.

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