El Rosario. La rosa de todas nuestras devociones 

Padre Antonio Izquierdo, L.C.

 

En los casi veinticinco años de pontificado, Juan Pablo II ha sorprendido a los católicos, a los cristianos y a los no cristianos con acciones, gestos, posiciones y documentos que dejarán fuerte huella en la historia de la Iglesia y hasta de la misma humanidad de tercer milenio. En la larga cadena de hechos diversamente significativos del actual pontificado, no puede dejar de colocarse la convocación del Año del Rosario (octubre de 2002 a octubre de 2003). La Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae ha sido firmada el 16 de octubre del año 2002, inicio del vigésimo quinto de su pontificado, y escrita con ocasión del 120o aniversario de la encíclica Supremi apostolatus officii de León XIII, un Papa apasionado devoto de María santísima y que emanó numerosos documentos para promover la piedad mariana en la Iglesia. A la sorpresa del Año del Rosario el Pontífice añade una segunda: la inclusión de cinco nuevos misterios en los quince tradicionales. Junto a los misterios gozosos, dolorosos y gloriosos, los cristianos podrán ahora contemplar también los “misterios luminosos”, que constituyen una “sorprendente y magnífica potenciación del Rosario”, “una plegaria luminosa en su ternura” (K. O. CHARAMSA, Il Rosario, un tesoro da riscoprire, en: “Studi Cattolici 502 (2002), 870).

Razones para la introducción de los nuevos misterios 

Dos son, a mi entender, las razones de fondo para la introducción de estos nuevos misterios en la recitación del Rosario. La primera y principal es el carácter cristológico y cristocéntrico de que goza el Rosario en la piedad cristiana. Jesucristo es el icono en quien se concentra nuestra contemplación cuando recitamos el Rosario. Escribe el Papa: “Fijar los ojos en el rostro de Cristo, descubrir su misterio en el camino ordinario y doloroso de su humanidad hasta percibir su fulgor divino manifestado definitivamente en el Resucitado, glorificado a la derecha del Padre, es la tarea de todos los discípulos de Cristo” (Rosarium Virginis Mariae 9; de ahora en adelante RVM). Para poder contemplar el rostro de Cristo en el conjunto de su vida, y no sólo en los eventos de sus principios y de su fase final, era necesario proponer a la contemplación cristiana los misterios luminosos. Así pues, rezar el Rosario es contemplar el rostro de Cristo, en el conjunto de su vida, teniendo en los labios y en el corazón la alabanza de su Madre. 

Pero el Rosario es más, nos dice Juan Pablo II. Para dar un sentido auténticamente cristiano al Rosario, además de alabar a María, hay que contemplar el rostro de Cristo como María, teniéndola a Ella como guía, porque “la contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable” (RVM 10), y porque “los recuerdos de Jesús, impresos en su alma...han constituido, en cierto sentido, “el rosario” que ella rezó constantemente en los días de su vida terrena” (RVM 11). Somos invitados por el Santo Padre a entrar en el alma contemplativa de María, a captar su “manera” de ver a Jesús con amor y gozo, con dolor y serenidad, con fe y luminosidad, con la esperanza de su gloria. Somos invitados, incluso, a participar de esa contemplación de María teniendo sus mismos sentimientos, sus mismas actitudes, la misma profundidad de su mirada materna y creyente. 

María es la mujer más cercana a la vida de Jesús, pero ni siquiera ella estuvo presente en todos los misterios de su existencia terrena. Ella debió escuchar del mismo Jesús o de alguno de sus apóstoles muchos de los episodios de la vida pública, de los cuales estuvo ausente. Enciende en el alma luz y calor el evocar con María y como Ella, en su vida después de Pentecostés, los diversos misterios de la vida de su Hijo, una evocación saludable que condujo a María a una asimilación más profunda de los misterios y a forjar su propia existencia enteramente en Jesucristo, desde la experiencia de la fe. Evocando también nosotros ahora los misterios de la vida de Jesús, busquemos repetir la experiencia espiritual de María para, con Ella y como Ella, asimilar más profundamente el poder salvífico que en ellos se encierra y en ellos actúa. 

Misterios luminosos

Toda la vida de Cristo es luminosa, porque la luz es ante todo un atributo de Dios y Jesús es “la luz del mundo” (Jn 9,5), , la Luz que nos visita de lo Alto (cf Lc 1, 78), la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (cf Jn. 1, ). El Dios trascendente y eterno brilla con fulgor inusitado en el Niño de Belén, en el Maestro que proclama el Reino de Dios, en el Crucificado que muere en la ignominia de los hombres y en el Cristo glorioso que mora en el Reino celestial. Siendo todos luminosos y esplendentes como el sol, los misterios de la infancia se llaman gozosos porque “se caracterizan por el gozo que produce el acontecimiento de la Encarnación” (RVM 20). Los misterios dolorosos llevan al creyente a revivir la pasión y muerte de Jesús, para sentir toda su fuerza regeneradora. Los misterios gloriosos le invitan a superar la oscuridad de la Pasión para fijarse en la gloria de Cristo en su Resurrección y en su Ascensión (cf RVM 22.23). Durante la vida pública es cuando el misterio de Cristo se manifiesta de manera especial como misterio de luz: en los misterios luminosos Jesucristo se muestra como revelador definitivo de Dios al anunciar el Evangelio del Reino (cf RVM 19.21), como lámpara que brilla en las tinieblas y alumbra con singular fulgor las conciencias de los hombres. 

Cada uno de los misterios de Cristo sacude y compromete seriamente las facultades y capacidades de todo ser humano, pero cada uno con matices diferentes. Los misterios gozosos de la vida de Jesús hablan al corazón, y ponen de relieve uno de los sentimientos fundamentales de Jesús, de María y de José. Porque no cabe duda que los misterios del nacimiento, de los primeros pasos en la vida y del desarrollo psicofísico de un ser humano están envueltos, tanto para los padres como para los hijos, en un cierto halo de alegría y hasta de exultación. En los misterios gozosos, la ternura y el gozo natural del corazón son elevados a fuente de regeneración y de vida en el Niño Dios. Los misterios dolorosos entablan una especie de diálogo silencioso con las experiencias duras y sangrantes de nuestra sensibilidad. Por ser el dolor, tal vez el sentimiento más universal de la vida humana, los misterios dolorosos de la vida de Cristo tocan fuertemente las fibras más sensibles del alma, y nos hacen vibrar de emoción y de compasión. Los misterios gloriosos nos remiten a un mundo nuevo, al mundo del poder de Dios más allá de los límites del espacio y del tiempo. Y el poder de Dios brilla con todo su esplendor sólo ante los ojos del hombre que vive de fe y en alas del amor teologal. La gloria de Cristo, contemplada en los misterios de su resurrección y exaltación a los cielos, nos eleva a la experiencia espiritual y mística del eterno señorío de Dios. Finalmente, en el conjunto de la vida de Jesús, los misterios luminosos hablan, sobre todo, de la verdad de Dios, esa verdad que va del corazón a la mente y de la mente al corazón. Esa verdad-luz, que disipa las tinieblas de la razón humana, a veces sumamente densas, y hace resplandecer extraordinariamente ante la inteligencia del hombre el misterio de Dios y de sus designios para el universo y para la humanidad. “Cada uno de estos cinco misterios revela el Reino ya presente en la persona misma de Jesús” (RVM 21). 

Sólo la totalidad de los misterios abarca la totalidad del hombre: la sensibilidad y el corazón para compartir con María y como María los sentimientos de gozo y de dolor, la inteligencia que se abre al misterio luminoso de Dios y a su revelación salvadora con la misma disponibilidad del alma de María; y la voluntad que se decide a acoger el misterio y vivir dirigida por él, con los ojos puestos en el rostro del Glorificado, como hizo con conmoción interior la Santísima Virgen, especialmente en los últimos años de su vida sobre la tierra. La fe extraordinaria de María ilumine nuestra fe en la contemplación del rostro de Cristo a lo largo de estos misterios, síntesis del Evangelio. 


Los cinco misterios luminosos

Leemos en la Carta Apostólica del Santo Padre: “Deseando indicar a la comunidad cristiana cinco momentos significativos de esta fase de la vida de Cristo, pienso que se pueden señalar: 1. su bautismo en el Jordán; 2. su autorrevelación en las bonda de Caná; 3. el anuncio del Reino de Dios invitando a la conversión; 4. su Transfiguración; 5. la institución de la Eucaristía, expresión sacramental del misterio pascual” (RVM 21). Hagamos unas sencillas reflexiones sobre cada uno de estos misterios, primero mediante una meditación del mismo, y luego indicando brevemente cómo el misterio ilumina la vida presente del cristiano y de todo hombre de buena voluntad.

Primer misterio: El bautismo de Jesús en el Jordán

“Misterio de luz es ante todo el bautismo en el Jordán. En él, mientras Cristo, como inocente que se hace “pecado” por nosotros (cf 2 Co 5, 21), entra en el agua del río, el cielo se abre y la voz del Padre lo proclama Hijo predilecto (cf Mt 3, 17 par.), y el Espíritu desciende sobre él para investirlo de la misión que le espera” (RVM 21).

Meditación sobre el Misterio

Jesús, santo y consagrado por el Padre desde su concepción y nacimiento, consagra a su vez las aguas del Jordán al ser en ellas bautizado por Juan, su precursor en la misión y en el destino. Siendo Jesús la pureza misma, al entrar en las aguas para ser bautizado, las bendice y las purifica para que, sacramentalmente renovadas, purifiquen las conciencias de los hombres y obtengan su anhelada redención. Sale Jesús del agua y consigo lleva levantado el mundo, dice bellamente san Gregorio Nacianceno (Sermones, 39, 16); el mundo ahora más leve, por haber quedado aligerado del peso del pecado. El Padre, al contemplar a su Hijo saliendo exultante y victorioso de las aguas, siente que su corazón rebosa de complacencia amorosa, y la comunica a quienes presencian la escena junto al Jordán. Por su parte, El Espíritu, presente bajo figura de paloma, renueva, como después del diluvio, la nueva humanidad en Cristo, su regenerador y modelo. Juan Bautista obedece, sin entender el misterio que lo envuelve, y María santísima, al enterarse del suceso en Nazaret, medita con amor, sencillez y constancia el sentido de este gesto en los planes de Dios y en el curso de la obra redentora de su hijo. 

Luz para la vida

Por el bautismo hemos sido consagrados para Dios, somos sus hijos. ¡Para siempre! Los años pasan, pero nuestro título de consagrados permanece. Es, debe ser nuestro título de identidad y de gloria allí donde estemos y con las personas con las que nos crucemos en el camino de la vida. Es el título que Jesucristo nos ha adquirido en su bautismo consagrando las aguas del Jordán. Es el título que nos remite al bautismo de sangre, con que Él fue bautizado y con el que nosotros estamos dispuestos también a ser bautizados, como los hijos del Zebedeo: Santiago y Juan, en favor de nuestros hermanos: “¿Podéis ser bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado? Ellos le dijeron: ‘Sí, podemos’” (Mc 10, 38-399.
Con el bautismo Jesús inicia su vida pública, y se hace manifiesta a los hombres su identidad y misión. Para los cristianos, identidad y misión son dos aspectos clave de la espiritualidad bautismal: despojo del hombre viejo, revestimiento del hombre nuevo, vida configurada con Cristo sufriente y sangrante en los avatares y tareas diarias de la oficina y de la casa. Forjado por esta espiritualidad, el cristiano no puede no lanzarse a la gran aventura de llevar la luz de Cristo por los caminos del mundo en medio de los hombres. En la luz de Cristo, de la que los cristianos somos portadores, los hombres verán la luz de Dios (cf Sal 36, 10).

Segundo misterio: la autorrevelación de Jesús en las bodas de Caná

“Misterio de luz es el comienzo de los signos en Caná (cf En 2, 1-12), cuando Cristo transformando el agua en vino, abre el corazón de los discípulos a la fe, gracias a la intervención de María, la primera creyente” (RVM 21)

Meditación del misterio

En el Jordán el Padre revela el misterio divino de Jesús, en Caná Jesús mismo se autorrevela a sus discípulos, gracias a la intervención discreta y delicada de María, su Madre. En el Jordán Cristo santifica las aguas, en Caná las transforma en vino: el vino del amor y de la alegría esponsales, el vino de la nueva Alianza entre Dios y su pueblo Israel, entre Dios y el pueblo cristiano. En el Jordán, Jesús se humilla, realiza un gesto sorprendente de penitencia, en Caná deja ver su gloria, en un hermoso juego de luz que se vela y desvela, y sabe compartir y colaborar a la alegría humana en un banquete de bodas. En el Jordán están presentes las personas de la Trinidad, para valorar la trascendencia del momento en la vida de Jesús y en la historia de la salvación; Caná es, más bien, un misterio de verdadera humanidad: están los nuevos esposos, los invitados, Jesús, su madre y sus discípulos; la humanidad de una boda es elevada por Jesús a misterio de revelación. Con el bautismo de Jesús en el Jordán comienza su vida pública, con la conversión del agua en vino, en Caná de Galilea, comienzan los milagros y signos eficaces de Jesús en favor de los hombres. En el Jordán se oye la voz del Padre que dice: “¡Escuchadle!”, en Caná se oye quedamente la voz de la madre, que dice: “Haced lo que él os diga”. En el Jordán brilla anticipadamente la luz redentora del bautismo de sangre, en Caná resplandece por adelantado la luz fulgurante de la gloria de Pascua. En Caná está presente María, la Madre de Jesús. La voz de la madre a los sirvientes: “Haced lo que él os diga” prepara y prefigura la voz del Padre sobre el Tabor: “¡Escuchadle!”. María conoce intuitivamente el corazón de su hijo y sabe que no le negará lo que le pida. María conoce mediante la fe la misión de su hijo, y le ofrece la ocasión para que revele su poder y su gloria.

Luz para la vida

Ver el rostro de Jesús, como nos invita Juan Pablo II, ver su rostro de señor de los elementos, del agua y del vino, es ver la gloria de Dios. Tenemos que habituarnos a contemplar el rostro de Jesús no sólo en los misterios de su vida terrena, sino en los misterios de su presencia espiritual y mística en el mundo, y en los acontecimientos, tanto sublimes como ordinarios, en la marcha de la historia. Hemos de aprender a ver con una fe iluminada, como los discípulos en Caná de Galilea, las hazañas grandiosas de Dios, las grandes figuras de santos, los pecadores tanto arrepentidos como empedernidos, los necesitados de pan, de afecto, de perdón, de fe, de Dios. 
En Caná Jesús revela el verdadero humanismo cristiano: Comulgar con las alegrías humanas de los demás, comulgar con sus necesidades, como María, y tratar de encontrar la manera de satisfacerlas. Intuición materna de María y comunión de entendimiento con su hijo Jesús, que evocan la maravillosa y creativa relación entre los padres y los hijos. La transformación del agua en vino, o sea la transformación del amor egoísta en amor altruista, y esponsal, del que el vino en aquellos tiempos era símbolo, sumamente expresivo y lleno de contenido humano y espiritual. 

Tercer misterio: Jesús anuncia el Reino de Dios invitando a la conversión

“Misterio de luz es la predicación con la cual Jesús anuncia la llegada del Reino de Dios e invita a la conversión (cf Mc 1, 15), perdonando los pecados de quien se acerca a él con humilde fe (cf Mc 2, 3-12; Lc 7, 47-48), iniciando así el ministerio de misericordia que él seguirá ejerciendo hasta el fin del mundo, especialmente a través del sacramento de la reconciliación confiado a la Iglesia” (RVM 21).

Meditación del misterio

La predicación del Reino de Dios es la actividad absorbente de toda la vida pública de Jesús. Jesús anuncia el Reino de Dios como un acontecimiento ya presente entre los hombres, pero que se proyecta hacia la eternidad, donde el Reino tendrá finalmente su consumación y plenitud. Jesús nos enseña que el Reino de Dios es como la semilla sembrada en el campo y que requiere de un largo proceso para llegar a maduración, o como un grano de mostaza que con el paso del tiempo se convierte en un árbol frondoso bajo el que se cobijan las aves del cielo (cf Mt 13). El Reino de Dios no sólo está entre los hombres, sino también dentro de los hombres. “El Reino de Dios, en efecto, no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rm 14, 17). El Reino de Dios se hace presente no en unos límites geográficos, sino en el espíritu de todo ser humano que acoge la llamada de Dios a la conversión y acepta pertenecer al Reino del perdón y de la misericordia, con la libertad propia de un hijo de Dios. El Reino de Dios adquiere carácter corporativo y comunitario en la Iglesia, a la que somos convocados por el Espíritu Santo, promotor de la comunión en la fe, en la esperanza y en el amor, y mediante la cual Dios nos ofrece toda la riqueza de su amor misericordioso y santificador. La personificación del Reino es Jesucristo, que es a la vez el predicador y la encarnación visible y corpórea del Reino invisible del Padre celestial. El gran exegeta Orígenes no dejó de insistir en que Jesucristo es la autobasileia de Dios en persona. María de Nazaret fue la primera que recibió de labios de Jesús, su hijo, el anuncio del Reino, y fue también la primera en ser iluminada por la seductora belleza del Reino meditando, a lo largo de su vida terrena, en las riquezas insondables del Reino de los cielos. Podemos, en efecto, tener por cierto que el misterio del Reino es una de esas cosas que el Padre ha ocultado a sabios e inteligentes , y ha revelado a los pequeños (cf Mt 11, 25), a los sencillos de corazón, que tienen en María de Nazaret un fúlgido modelo.

Luz para la vida

El hecho de pertenecer al Reino de Dios llena de alegría el alma de todo ser humano. Los discípulos e hijos del Reino somos hombres alegres y felices, porque hemos experimentado el amor misericordioso de Dios. Somos pecadores, sí, pero el pecado no nos hunde en el pozo oscuro de la tristeza, de la angustia o de la desesperación, porque el perdón de Dios vence nuestro pecado y nos infunde paz y gozo nuevos. Por la mediación de la Iglesia, Dios Padre nos concede el sacramento de la reconciliación para encender de nuevo en nosotros la luz de la alegría y de la amistad renovada, virtudes propias de quien pertenece al Reino de Dios y de Cristo. De tal manera la misericordia de Dios nos inunda de felicidad, que sentimos la urgencia de gritarla a quienes no la comparten, la desconocen, no se sienten dignos de ella o han perdido la ilusión y la esperanza de obtenerla. Mientras dure la vida, hay posibilidad de conversión y de arrepentimiento, de perdón y de acogida en los brazos abiertos de Dios Padre. En el Reino de Dios no tiene cabida el temor, sólo hay espacio para el amor verdadero, faro de luz que ilumina a quienes navegan por el mar de la vida.

Cuarto misterio: La Transfiguración del Señor

“Misterio de luz por excelencia es la Transfiguración, que según la tradición tuvo lugar en el monte Tabor. La gloria de la divinidad resplandece en el rostro de Cristo, mientras el Padre lo acredita ante los apóstoles extasiados para que lo “escuchen” (cf Lc 9, 35 par) y se dispongan a vivir con él el momento doloroso de la Pasión, a fin de llegar con él a la alegría de la Resurrección y a una vida transfigurada por el Espíritu Santo” (RVM 21).

Meditación del misterio

En la vida de Jesús se suceden cuatro epifanías, cuatro momentos de gran relieve, en que muestra a los hombres su divinidad. La primera, a poco tiempo de nacer, es la epifanía a los Magos, representantes de los pueblos paganos, alejados de Dios. Para ellos también, el recién nacido es epifanía de salvación. Al comenzar la vida pública, los evangelistas nos presentan la epifanía “trinitaria” en el bautismo de Jesús. La última epifanía tiene lugar en la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, como una flecha radiante de luz y de vida. La tercera es la epifanía sobre el monte Tabor, donde Jesús muestra su divinidad transfigurándose ante Pedro, Santiago y Juan. 
Para los tres discípulos, Jesús es Otro, siendo el mismo. Su persona y su figura resplandecen de luz divina, jamás vista y experimentada, que les hace pregustar la belleza y el gozo del mundo de Dios. A los lados de Jesús están Moisés y Elías, el Antiguo Testamento sintetizado en la Ley y la Profecía, que se pone al servicio de Jesús en el nuevo Reino y en la nueva Alianza que él ha venido a instaurar en la tierra para los hombres. La voz del Padre interviene desde la nube: “Este es mi Hijo, mi Elegido. Escuchadle”. El Padre reconoce a Jesús como Hijo predilecto ante las dos grandes figuras del Antiguo Testamento y ante los tres discípulos preferidos. Luego añade: “¡Escuchadle!”, y esta palabra que es deseo, exhortación y mandato, ondea en los espacios del tiempo como una bandera de luz y de verdad divinas. Escuchar a Jesús, la voz de sus palabras y de sus hechos, es como ver la luz y quedar radiantes, algo muy necesario para los tres discípulos sobre todo de cara a la pasión y a la muerte de cruz de Jesucristo. Escuchar lo que hizo María en su existencia terrena, y por ello su vida entera ha quedado transfigurada e irradia belleza, resplandor y luz celestiales.

Luz para la vida

¡Experimentar a Dios contemplando a Jesús de Nazaret!, he aquí un programa de vida para todo cristiano. Una contemplación del rostro transfigurado de Cristo que brilla en tantos niños inocentes, en tantas miradas luminosas y puras, en tantos cristianos santos, auténticos luceros en el firmamento de la humanidad. Una contemplación que nos hace experimentar la presencia, la cercanía, la belleza y la misma santidad de nuestro Dios. ¡Cuánta luz hay en nuestro mundo, entre las personas que nos rodean, y a veces no la vemos!
Pero el resplandor de Jesucristo en el Tabor está estrechamente unido en el texto evangélico a la transfiguración del Gólgota, tan diversa, tan conmovedora, tan inolvidable. Por eso, no podemos dejar de contemplar el Cristo transfigurado en los rostros macilentos y deplorables de un drogadicto, de un enfermo de sida, de un niño consumido por el hambre, de un hombre destruido por la calumnia y la perversidad de sus semejantes. La transfiguración del Gólgota es la otra cara de la transfiguración del Tabor. Y Cristo hoy sigue transfigurándose ante los hombres en la cumbre de ambas montañas, e iluminándonos como una lámpara colocada sobre un candelero (cf Mt 5, 15).

Quinto misterio: La institución de la Eucaristía 

“Misterio de luz es, por último, la institución de la Eucaristía, en la cual Cristo se hace alimento con su Cuerpo y su Sangre bajo las especies del pan y del vino, dando testimonio de su amor por la humanidad “hasta el extremo” (En 13, 1), y por cuya salvación se ofrecerá en sacrificio” (RVM 21).

Meditación del misterio

Misterio de vida renovada, vigorizada y alimentada por el pan y el vino sagrados, transformados en cuerpo y sangre de Cristo. “Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí, y yo en él” (Jn.6, 55-56). Misterio de comunión y unidad entre los miembros que se alimentan de la Eucaristía. La Eucaristía es comunión con la Trinidad Santísima: sustancial con Jesucristo, y espiritual al mismo tiempo con el Padre y el Espíritu Santo. Comunión entre los hermanos de fe, unidos, como los granos de trigo, en un mismo Pan, y en una única Iglesia que nos lo ofrece. Misterio de revelación del amor de Dios, que se nos da transubstanciado en el Pan y en el Vino, concentrando en el Sacramento todo el gran misterio de la Pascua cristiana. Misterio de relación interpersonal con la divinidad: con Jesucristo, hombre e Hijo de Dios, que nos hace partícipe de su misma vida; con el Padre que en Jesucristo nos ofrece la salvación del pecado y la victoria sobre la muerte; con el Espíritu Santo que lleva en nosotros a consumación la obra salvífica del Padre y del Hijo y nos introduce en el banquete celeste del Reino (cf Mc 14, 25), del que pregustamos en la Eucaristía durante el curso de nuestra vida terrena. Misterio de fe y de esperanza, porque en la Eucaristía “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, hasta que vuelvas”, como respondemos después de la consagración en la liturgia eucarística. María no estuvo en la sala alta de la casa en que Jesús celebró la última cena con sus discípulos e instituyó la Eucaristía. Pero María es mujer eucarística, porque ella, en los últimos años de su vida, participó sin duda ninguna a la “fracción del Pan” en compañía de Juan y de los apóstoles y discípulos de su Hijo. Para María la fracción del Pan era como un canto de agradecimiento al maravilloso designio de Dios celebrado en la Eucaristía, y en el que ella por providencia divina ocupaba un lugar privilegiado. 

Luz para la vida

Desde la primera Eucaristía, la Iglesia ha celebrado ininterrumpidamente este maravilloso misterio de amor y de fe, que provocó el estupor de los apóstoles en el Cenáculo, de los primeros cristianos en las “iglesias domésticas”, y de los cristianos de todos los tiempos hasta nuestros días. Participar a la Eucaristía es como entrar en el espacio sagrado del asombro, de la admiración, del milagro constantemente repetido y siempre nuevo, que apunta hacia la fuente misma de la Vida y del Amor hasta el extremo de una entrega sin límites. Un estupor y un asombro que brillará en nuestros ojos, y en nuestro comportamiento, a lo largo de la jornada o durante la semana entera. Un asombro que poco a poco crea en el creyente una conciencia viva de la cercanía de Jesucristo, de su presencia amorosa a nuestro lado, de una intimidad a la que dulcemente nos llama y nos atrae.
En nuestro tiempo, la Eucaristía se celebra diariamente en todos los rincones del planeta y en miles y miles de iglesias, santuarios, capillas y oratorios. La única y definitiva Eucaristía instituida por Jesucristo en el Cenáculo se hace plural, se repite incesantemente mediante los sacerdotes esparcidos por el mundo. La Eucaristía es un momento fundamental para vivir la unión fraterna entre los cristianos y la unión eclesial, pues “formamos un solo cuerpo, los que participamos del mismo pan” (1Co 10,17). La Eucaristía de esta manera pide a los cristianos condivisión de bienes espirituales y materiales, de modo que los bienes recibidos de Dios sean puestos al servicio de los demás. 

Conclusión

En sus orígenes, la corona del Rosario comenzó siendo el “salterio de la Virgen” y el “breviario de los pobres”, un modo sencillo de ensalzar a Dios alabando a María, mientras los monjes y letrados cantaban la alabanza divina en el “Breviario de las Horas”. Con el tiempo ha pasado a ser una devoción de todos los cristianos, sin distinción entre clérigos y laicos, letrados e ignorantes, santos y pecadores. Los cristianos atribuyeron la victoria de Lepanto sobre el ejército turco a la intercesión de la Virgen, invocada mediante el rosario. El beato Bartolo Longo, es considerado el “apóstol del Rosario”, y logró se construyera el santuario dedicado a Nuestra Señora de Pompeya: la Virgen, sentada en su trono, y el Niño a su derecha, entregan el rosario a san Domingo y a santa Catalina de Siena. A Santa Bernardita se le apareció la Virgen con el rosario en el brazo y la invitó a recitarlo. Manzoni, la figura más sobresaliente de la literatura italiana, lo recitaba habitualmente. 

El Papa León XIII llamó al rosario “la cadena dulce que nos enlaza a Dios”, y Miguel Ángel en el Juicio Final de la Capilla Sixtina ha pintado un resucitado que ayuda a una mujer y a un hombre a subir al cielo mediante la cadena del rosario. En un bello texto de Juan XXIII se habla del rosario con estos términos apasionados: “¡Oh rosario bendito de María: cuánta dulzura al verte en las manos de los inocentes, de los sacerdotes santos, de las almas puras, de los jóvenes y de los ancianos, de cuantos aprecian el valor y la eficacia de la oración; en manos de innumerables y piadosas multitudes, como emblema y bandera de paz en los corazones y de paz para todos los pueblos!” (Citado en Breviario di Papa Giovanni, Garzanti, Milano 1975, 305). Pablo VI, en la exhortación apostólica Marialis cultus, recoge la estupenda definición que Pío XII da del rosario como compendio de todo el Evangelio, y resalta la “índole evangélica del Rosario, en cuanto saca del Evangelio el enunciado de los misterios y las fórmulas principales; y en cuanto se inspira en el Evangelio para sugerir, partiendo del gozoso saludo del Ángel y del religioso consentimiento de la Virgen, la actitud con que debe recitarlo el fiel” (nos. 42.44). Juan Pablo I, en una homilía dedicada al Rosario, dijo que “los misterios del Rosario meditados y saboreados son Biblia profundamente contemplada, hecha jugo y sangre espiritual” (Opera omnia, Vol. VI, Edizioni Messaggero, Padova 1989, 200). Finalmente, para Juan Pablo II, el rosario “es mi oración preferida. ¡Oración maravillosa! Maravillosa en su sencillez y en su profundidad” (Angelus, 29 octubre 1978).

Al introducir en la estructura del rosario los misterios luminosos, Juan Pablo II, además de innovar una práctica tradicional de devoción cristiana, ha subrayado uno de los aspectos más nobles y grandiosos de su pontificado: la centralidad de Jesucristo en la teología y espiritualidad, al igual que en la praxis de la vida cristiana. Ha dado, además, forma concreta y original a la estrecha relación que existe entre la vida de Jesús y de María, entre el Evangelio y el Rosario, entre la contemplación del rostro de Cristo por María y, con Ella, por nosotros los cristianos. entre la alabanza a María santísima y la gloria eterna de la Trinidad adorable. El Rosario, “una oración tan fácil y al mismo tiempo tan rica” (RVM 43), constituye un magnífico servicio a la nueva evangelización, a fin de que “el único programa del Evangelio siga introduciéndose en la historia de cada comunidad eclesial” y “el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura” (NMI 29). El Rosario deja tras de sí una estela luminosa de Evangelio, que guía a millones de hombres y mujeres hacia Jesucristo y hacia la santa y adorable Trinidad.


Fuente:  L’Osservatore romano, edición española