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Ad Iesum per Mariam
+ Felipe Bacarreza Rodríguez. Obispo de Santa María de Los
Ángeles
Homilia. Domingo 18 diciembre
2005
Jn 2, 1-11
La Iglesia celebra hoy la fiesta de la Virgen del Carmen y, puesto
que ella es la Patrona de Chile, en nuestra patria adquiere rango de
solemnidad. Por eso, no obstante ser domingo, celebramos hoy la Misa
de la Virgen del Carmen. El Evangelio nos relata el milagro de la
conversión del agua en vino en las bodas de Caná.
El relato de lo ocurrido concluye con esta observación del
evangelista: “Así, en Caná de Galilea, dio inicio Jesús a los
signos”. ¿Por qué llama “signo” a lo que nosotros llamamos
“milagro”? Porque es un milagro, que, al mismo tiempo, es un signo y
para el evangelista es más importante su valor de signo. Lo
milagroso es lo inmediatamente verificable por los sentidos: el agua
se convirtió en vino, lo que tenía sabor de agua, ahora tiene sabor
de excelente vino, como verificó el maestresala. Lo significado, en
cambio, es una realidad que va mucho más allá de lo verificable por
los sentidos. Por eso el evangelista agrega a esa conclusión: Jesús
“manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos”.
Los discípulos no creyeron en Jesús porque hubiera convertido el
agua en vino, sino porque ese hecho fue una manifestación de su
gloria. Lo que ellos creyeron es lo que dice el mismo evangelista en
el Prólogo de su Evangelio: “La Palabra es Dios... nosotros hemos
contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único”
(Jn 1,1.14).
Pero, ¿qué es la gloria? ¿Qué es eso que Jesús manifestó por medio
de este milagro? La gloria es un concepto abstracto. No podemos
decir que es esto o aquello. No podemos formarnos una imagen de ella
ni compararla con nada visible. La gloria es lo que corresponde a
Dios por ser Dios. Al ángel que anunció a los pastores el nacimiento
del Salvador se “juntó una multitud del ejército celestial que
alababa a Dios diciendo: ‘Gloria a Dios en las alturas y en la
tierra paz a los hombres en quienes él se complace’” (Lc 2,13-14). Y
San Pablo concluye su himno de alabanza a la sabiduría de Dios
exclamando: “Porque de él, por él y para él son todas las cosas. ¡A
él la gloria por los siglos! Amén” (Rom 11,35). Ahora comprendemos
que el milagro de las bodas de Caná fue un signo que permitió a los
discípulos discernir la divinidad de Cristo y a esto se refiere el
evangelista cuando afirma: “Creyeron en él”.
La madre de Jesús dijo a los sirvientes: “Haced lo que él os diga”.
Y Jesús les dijo: “Llenad las tinajas de agua”. ¿A quién obedecieron
ellos, a él o a ella? En realidad, la orden de Jesús era
incomprensible: ¿para qué sirve el agua, si es vino lo que falta?
¿Habrían obedecido esta orden, si no hubiera mediado la orden de la
madre? Ellos obedecieron a la madre y por eso, aunque no entendían,
hicieron lo que Jesús les dijo. En este hecho milagroso se conjugan
el poder de Jesús, ciertamente, la intervención oportuna de su madre
y el inmenso respeto y la confianza que tienen los sirvientes por
ella. Ellos llegan a Jesús, pues es en él en quien creen; pero lo
hacen por medio de María. Se cumple en este episodio el aforismo
cristiano, que todo hijo de la Virgen María suscribe: “Ad Iesum per
Mariam” (A Jesús por María).
+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de Los Ángeles
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