Solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María.

Homilía pronunciada por el Cardenal Norberto Rivera Carrera, Arzobispo Primado de México, en la Catedral Metropolitana de México, 15 de agosto de 2003



"Cristo resucitó como la primicia de todos los muertos... Así en Cristo todos volverán a la vida; pero cada uno en su orden: Primero Cristo, como primicia; después, a la hora de su advenimiento, los que son de Cristo". Sin duda alguna, entre aquellos que son de Cristo, hay una persona que lo es de una manera única e irrepetible, María, su Madre, la que lo engendró como hombre, lo acarició, lo alimentó y lo llenó de toda clase de cuidados, la que compartió con Él los gozos y la penas de la vida cotidiana, la que lo acompañó en el cumplimiento de su misión, y sobretodo, la que supo estar al pie de la cruz en el momento supremo de su vida. Por esta pertenencia original y única a Cristo, María Santísima, fue llevada a la gloria en cuerpo y alma. Cristo no permitió que el cuerpo de su Madre sufriera la corrupción y se la llevó consigo. Esta es una convicción de la fe de la Iglesia que hoy celebramos con una fiesta antiquísima, que se hizo más solemne, desde el primero de noviembre de 1950, cuando Pío XII declaró como dogma de fe la Asunción de Nuestra Señora a los cielos. 
Para nosotros que la celebramos como la Santa Patrona y Protectora de nuestra Catedral y de nuestra Arquidiócesis, María, es como una primicia y un anuncio del destino de nuestra Iglesia, que al final, será santa e inmaculada y será llevada a los cielos. Esta seguridad es cantada en el libro del Apocalipsis que hoy hemos escuchado: "Apareció entonces en el cielo una figura prodigiosa: una mujer envuelta por el sol, con la luna bajo sus pies y con una corona de doce estrellas en la cabeza... La mujer dio a luz un hijo varón... y su hijo fue llevado hasta Dios y hasta su trono. Y la mujer huyó al desierto, a un lugar preparado por Dios". La tradición cristiana siempre ha aplicado esta hermosa página de San Juan, al mismo tiempo, a María y a la Iglesia, porque en María, Dios ha querido mostrar la profundidad y la grandeza de la Redención realizada por Cristo y en ella ha querido mostrar a su Iglesia la gloria que le espera si se deja conducir y penetrar por su Espíritu. 

Esto es lo que han querido plasmar miles de artistas como el magnífico autor de esta imagen que preside nuestra celebración eucarística: María glorificada, María llevada a los cielos; una mujer, una criatura ha sido llevada a la esfera de lo divino, ha participado de la glorificación de Cristo. Dios no ha permitido que su elegida conociese la corrupción y se la ha llevado a participar de su gloria. 

María es, de manera distinta pero unida a Cristo, primicia y modelo de la Iglesia. En ella, Dios ha anticipado y ha anunciado lo que será la Iglesia y lo que seremos nosotros si pertenecemos y permanecemos en Cristo. Por esto San Juan nos ha hablado, en la primera lectura, de la Iglesia celeste con la imagen de la mujer vestida de sol y por esto la tradición de la Iglesia ha entendido esta imagen al mismo tiempo de sí misma y de María que anuncia el destino de la Iglesia. 

María no es sólo un símbolo y un anuncio de la esperanza de la Iglesia, María, como lo proclama el Evangelio de hoy, nos enseña el camino por el cual podemos llegar a la gloria en la cual ella ahora está: la fe y la humildad. "Dichosa tú, que has creído, le dice su prima Isabel, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor". María de verdad supo creer en la Anunciación y por su "sí", por su "fíat", el Verbo de Dios se hizo carne. Supo creer en el valor del largo silencio de Nazareth y sobre todo, supo creer en el Calvario cuando todo era obscuridad y contrariedad, dejándose conducir dócilmente por Dios, como oveja que sigue al Cordero que debía ser inmolado. "Dios puso sus ojos en la humildad de su esclava". Por esto, todas las generaciones la llamarán bienaventurada, por esto, María explota hoy con su canto del Magnificat: "Glorifica mi alma al Señor y mi espíritu se llena de júbilo en Dios mi salvador, porque puso sus ojos en la humildad de su esclava". La humildad es la explicación del misterio de María y de su elección. Ella fue "llena de gracia", porque supo vaciarse de sí misma. Para llegar a la gloria de Cristo, es necesario que aniden en nuestro corazón la fe y la humildad al estilo de María. 

Todos los que estamos aquí presentes en esta Santa Iglesia Catedral Primada, la Arquidiócesis entera con sus ocho Vicarías Episcopales de alguna manera representadas, nos unimos al canto de María, porque de verdad nos alegramos en la fiesta de nuestra Madre, en la fiesta de nuestra Santa Patrona: "Glorifica mi alma al Señor y se alegra mi espíritu en Dios mi salvador". Alegrarse por la madre es el primer impulso de todo hijo bien nacido. Porque Dios ha hecho maravillas en su Madre y nuestra Madre, llamándola a la maternidad divina y privilegiándola desde su Concepción Inmaculada hasta la meta final de su Asunción a los cielos en cuerpo y alma, que hoy celebramos. 

En nuestra tradición cristiana quizá comprendamos más la glorificación del alma y menos la glorificación del cuerpo de María. La Asunción nos ayuda a comprender cómo la fe cristiana no sólo no se opone al cultivo de nuestros cuerpos sino que nos ayuda a superar y a perfeccionar el cuidado del cuerpo que proclama la sociedad actual. Cuando la civilización contemporánea termina su culto al cuerpo en el deporte, el placer y la belleza anatómica, la fe cristiana nos lleva a un interés por el cuerpo humano más allá del exterior de la carne joven y de los mitos de los anuncios de la sociedad de consumo. Nuestra fe en la resurrección de Cristo y en la glorificación del cuerpo de María, nos conduce a glorificar el cuerpo humano ya durante el tiempo, convirtiendo el cuerpo del recién bautizado en templo vivo del Espíritu Santo, alimentando la carne de los creyentes con el cuerpo y sangre de Cristo, transformando el matrimonio del amor carnal entre un hombre y una mujer en sacramento del amor de Cristo y de su Iglesia y consagrando con la unción final el cuerpo enfermo o viejo de los cristianos. Y todo esto, como prólogo de la glorificación final que todos esperamos alcanzar después de la aduana de la muerte. 

Al escuchar cómo la primera lectura describe la glorificación de María: "Una mujer envuelta por el sol, con la luna bajo sus pies y con una corona de doce estrellas en la cabeza. Estaba encinta y a punto de dar a luz y gemía con los dolores de parto", nosotros, los moradores de estas tierras, no podemos menos que pensar en nuestra Morenita del Tepeyac, en la Señora del Cielo, que preside no sólo nuestra Arquidiócesis sino todo el Continente, en cuya imagen vemos esos signos apocalípticos no sólo plasmados sino presentados en forma inculturada y cercana a nuestra concepción del cielo y la tierra. 

La fiesta de hoy nos lleva a contemplar la obra maravillosa de nuestra redención realizada por Cristo. Nos invita a reconocer y admirar las maravillas que hizo en nuestra Madre la Virgen María. Nos hace ver cuál es nuestra vocación y nuestro destino si permanecemos con Cristo. Nos indica el camino para encontrar nuestra plena realización humana y nos hace pensar cuán cercano está nuestro Dios de nuestra historia al enviarnos a Santa María de Guadalupe y revelárnosla a través de nuestro primer indígena Santo: San Juan Diego Cuauhtlatoatzin.