Virgen de San Lorenzo

 

Braulio Rodríguez Plaza, Arzobispo de Valladolid

 

11 de septiembre de 2004

Una fiesta como la de nuestra Señora de san Lorenzo nos llena de gozo: es nuestra Patrona, bajo esa advocación, y su imagen pequeña ocupa un lugar en muchísimos vallisoletanos; es ocasión propicia para vernos y sentirnos en la Iglesia madre de Valladolid, después que han pasado los meses de julio y agosto; pero sobre todo porque es fiesta de nuestra Señora, en ambiente de familia, que nos da un empujón para volver a nuestras actividades normales de la mayoría de nosotros. Como Iglesia de Valladolid pronto comenzaremos el nuevo curso pastoral, en el que estrenaremos nuevo Plan diocesano de Pastoral, que ya ponemos a la intercesión poderosa de María, la Madre del Señor.

La Misa que celebramos corresponde a la fiesta de la Natividad de la Virgen en el hogar de sus padres, una familia de verdaderos israelitas que acogen a María como bendición del Señor, en realidad como tantos padres que, al nacerles un hijo, miran la futuro con confianza y cuidado pensando qué será de ese hijo o hija, qué mundo le espera, qué condiciones existen para la crianza. En el caso de María, ¡cuántas esperanzas y alegrías para Joaquín y Ana!

La fiesta de hoy, en efecto, toca de lleno temas muy queridos por nuestro Señor, que Él ha revelado a los seres humanos, que se refieren al hombre y a la mujer, al padre y a la madre, a los hijos y a la familia. Impresiona ver la enorme literatura que el Santo Padre ha dedicado a estos temas, señal inequívoca de su importancia para la vida de la humanidad en estos inicios del nuevo milenio.

La Liturgia de la Iglesia así lo refleja también en sus textos de la Misa de hoy: celebramos el nacimiento de María (antífona de entrada); somos hijos de la gracia de Dios, que hemos recibido las primicias de la salvación por la maternidad de la Virgen María (oración colecta); el tiempo en que la madre dé a luz será un signo de liberación para los que retornen (1ª lectura); se nos narra, tras la genealogía de Cristo, cómo fue su nacimiento, según lo ve san Mateo (Evangelio). Lo importante es que la Virgen que hoy nace dará a luz un hijo que salvará a su pueblo de los pecados. Este es el marco litúrgico de nuestra celebración.

En realidad, la Madre Iglesia está siempre poniendo de relieve que su camino es el ser humano, hombre y mujer, que poseen una dignidad única, hasta el punto de entregar por ellos, por nosotros, su vida el Hijo de María. Una recta comprensión, pues, de la colaboración activa del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo, en el reconocimiento de su propia diferencia, es un asunto importante y urgente. Da un poco de vergüenza que los cristianos conozcamos tan poco de lo que somos como hombres y mujeres, y que, cuando otros que no se consideran tales, sino todo lo contrario, exponen sus puntos de vista, con frecuencia muy pobres, no sepamos qué responder más que nada por desconocimiento y por un cierto complejo de inferioridad, como si nuestra fe no tuviera dentro de ella una riquísima doctrina, que en nada tiene que envidiar a las que pomposamente se dicen progresistas.

Por ejemplo, en los últimos años han aparecido nuevas tendencias para afrontar la recta comprensión de la mujer. Una de ellas subraya fuertemente la condición de subordinación en la que se encuentra la mujer a fin de suscitar una reacción de contestación. Se dice, así, que la mujer, para ser ella misma, debe ser antagonista del hombre. Esa subordinación de la mujer al hombre no corresponde al designio de Dios, pero a esos abusos de poder no se debe responder con crear una rivalidad tal entre los sexos que estropee la estructura de la familia. 

Una segunda tendencia quiere, para evitar cualquier supremacía de uno u otro sexo, cancelar todas diferencias entre ellos, que son consideradas como simple efecto de un condicionamiento histórico-cultural. La diferencia corpórea, llamada sexo, se minimiza, mientras la dimensión estrictamente cultural, llamada género, se eleva la máximo y se considera primaria y primera. El problema está en que, al oscurecerse la diferencia de los sexos, se producen enormes diferencias de diverso tipo: se cuestiona la familia por estar compuesta de padre y madre con sus hijos; se equipara la homosexualidad a la heterosexualidad; se intenta que la persona se libere de condicionamientos biológicos masculinos o femeninos, pues toda persona podría o debería configurarse hombre o mujer según sus propios deseos y elección.

El problema está en que, desde esta perspectiva, la Iglesia y la Sagrada Escritura son tachadas de tener una concepción patriarcal de Dios, alimentada por una cultura esencialmente machista. También tal tendencia consideraría sin importancia el hecho de que el Hijo de Dios haya asumido la naturaleza humana en su forma masculina.

La antropología cristiana va por otro camino, y por eso recibe todo tipo de vituperios y de tener ideas trasnochadas. El problema no es que seamos tachados de ésta o aquélla tendencia anticuada, claro está, sino que se impide que las jóvenes generaciones acepten el mensaje de Jesucristo y la vida del Señor que fluye en su Iglesia. Así que debemos despertar los cristianos y saber qué está en juego. 

En realidad, de lo que habla la Iglesia, o la verdad que predica reflexionando, pero también iluminada por la fe en Jesucristo, es de colaboración activa entre el hombre y la mujer, precisamente en el reconocimiento de la diferencia misma entre ellos. La Biblia dice claramente que el ser humano, hombre y mujer, Dios los creó a su imagen y semejanza y que los creó hombre y mujer. La humanidad es descrita, desde su primer origen, como articulada en la relación de lo femenino con lo masculino. Es esa humanidad sexuada la que se declara explícitamente “imagen de Dios”. Cuando en el segundo relato de la creación es creado el varón es necesario que entre en relación con otro ser, la mujer, que se halle a su nivel. Solamente la mujer, creada de su misma “carne” y envuelta en su mismo misterio, ofrece a la vida del hombre un porvenir. “La mujer es otro yo en la humanidad común” (MD 6).

Sólo el pecado original altera el modo con que el hombre y la mujer acogen y viven la Palabra de Dios, su relación con el Creador y su misma relación recíproca. La sexualidad, que caracteriza al hombre y al mujer no sólo en el plano físico, sino también en el psicológico y espiritual, es ciertamente un modo propio de manifestarse, de comunicarse, de sentir y expresar el amor humano; pero se altera por la desarmonía entre Dios y la humanidad, surgida con el pecado. Tal alteración, sin embargo, no corresponde ni al proyecto inicial de Dios sobre el hombre y la mujer, ni a la verdad sobre la relación de los sexos. Es esa relación, buena pero herida, la que necesita ser sanada.

La Iglesia no negocia con estas verdades: las podrán defender o no los hombres y las sociedades. Esta verdad no depende de consensos, como método para determinar lo que es o no es correcto en el orden moral. Recuerden que la democracia es una forma de gobierno, tal vez el mejor, pero no un método científico ni un criterio de moralidad. Por eso la mayoría no tiene necesariamente siempre la razón.

La Iglesia no impone a sus hijos cosas imposibles, como lo demuestra la historia bíblica en su sentido profundo. Según una larga y paciente pedagogía, se encuentra repetido el tema de la alianza entre el hombre y la mujer, y siempre entra en ella la participación de lo masculino y lo femenino. Los términos “esposo/esposa” son en la Biblia más que simples metáforas. Toca a la naturaleza misma de la relación que Dios establece con su Pueblo.

Nuestra Señora, como hija elegida de Sión, recapitula y transfigura en su femineidad la condición de Israel/Esposa. Y en la escena de las bodas de Caná, por ejemplo, María, a la que su Hijo llama “mujer”, pide a Jesús que ofrezca como señal el vino nuevo de las bodas futuras con la humanidad. Estas bodas mesiánicas se realizarán en la cruz, donde, en presencia nuevamente de su madre, indicada también aquí como “mujer”, brotará del corazón abierto del crucificado la sangre/vino de la Nueva Alianza. 

Todo eso significa que los esposos cristianos, injertados en el misterio pascual y convertidos en signos vivientes del amor de Cristo y la Iglesia, son renovados en su corazón y pueden así huir de las relaciones marcadas por la concupiscencia y la tendencia a la sumisión, que la ruptura con Dios, a causa del pecado, había introducido en la pareja primitiva. Para ellos, hoy, la bondad del amor, del cual la voluntad humana herida ha conservada la nostalgia, se revela con acentos y posibilidades nuevas.

Pedimos a la Virgen que la capacidad de acogida del otro, que hombres y mujeres tenemos, así como la identidad femenina y masculina sea garantía de felicidad para nuestro tiempo, tan confuso en muchas. Vosotros, esposos cristianos, vosotros, religiosos y consagrados, cuantos vivimos las distintas vocaciones cristianas, en el matrimonio o en el celibato, mucho tenemos que aportar a nuestra sociedad. Que Ella nos ayude, cuando hoy la honramos como nuestra Patrona. Madre del Amor Hermoso, ruega por nosotros.