Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María en el 40 Aniversario de la clausura del Vaticano II

+ Adolfo González Montes, Obispo de Almería y Administrador A. de Ávila

 

Lecturas: Gn 3,9-15.20, Sal 97. Ef 1,3-6.11-12, Lc 1,26-38 
“Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo; bendita tú entre las mujeres” (Lc 1,28).

Queridos sacerdotes y seminaristas; religiosas y fieles laicos:

La Concepción Inmaculada de la bienaventurada Virgen María ha sido motivo a lo largo de este año de gracia argumento de meditación y motivo de acción de gracias a Dios por el don de la presencia bienhechora en la historia de la humanidad pecadora y redimida por Cristo. Por María, en verdad, allí donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia, porque por medio de ella nos vino el Autor de la vida, Jesucristo nuestro Señor. De esta suerte, “así como por la desobediencia de un hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno todos serán constituidos justos”; y, por esto, “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rom 6,19.20).

Nacido de la inmaculada Virgen María, Jesucristo, el nuevo Adán es el hombre nuevo que regeneró la humanidad por su muerte y resurrección, cumpliendo un designio de salvación nacido del amor de Dios al mundo. María, la Madre del Redentor, es así la puerta que abre la humanidad a su recreación plena. Ella misma es el fruto logrado de la obra de su Hijo como Redentor del mundo, porque la Madre del Hijo de Dios no podía concebir en pecado la humanidad nueva del Enmanuel, del Dios hecho carne por nosotros y por nuestra salvación. María fue así preservada de todo pecado desde el primer instante de su purísimo ser natural. 

Verdad de fe que hemos profesado este año con particular énfasis y emoción, al contemplar en la Virgen María la figura de la nueva humanidad redimida por Cristo y la imagen de la Iglesia, Esposa del Cordero inmaculado nacido de las purísimas entrañas de María. Clausuramos hoy este año de gracia que ha sido el año de la Inmaculada, al haberse cumplido el CL aniversario de la declaración dogmática de ser este misterio de nuestra salvación contenido de la revelación que nos ha llegado por Cristo. Declaración que por inspiración divina quiso el beato Papa Pío IX elevar a definición solemne ex cathedra en 1854, haciéndose eco del sentir universal del Episcopado mundial y en correspondencia a la fe profesada por el pueblo de Dios desde los albores de la Iglesia antigua. Esta fe apoyada en la Sagrada Escritura confiesa con el ángel que la saludó de parte de Dios que María es la «llena de gracia» por designio divino para salvación de los hombres. Pues, tal como dice la bula definitoria de la declaración, “convenía absolutamente que brillara siempre adornada con el esplendor de la santidad más perfecta (...) esta madre que el mismo Hijo escogió para que fuese sustancialmente madre suya, y el Espíritu Santo quiso que por su operación fuese concebido y naciese aquél de quien él mismo [Espíritu Santo] procede” (Bula Ineffabilis Deus de 8 de didicembre de 1854: DH 2801).

El Catecismo de la Iglesia Católica recoge esta doctrina de fe y dice con palabras del Vaticano II: “María fue «dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante» (Const. Lumen gentium, n.56). El ángel Gabriel en el momento de la Anunciación la saluda como «llena de gracia» (Lc 1,28). En efecto, para pode dar el asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación era preciso que ella estuviese totalmente conducida por la gracia de Dios.” (n. 490).

Tal fue el misterio de su vida de santidad perfecta, motivo de singular admiración para todos los humanos. Redimida anticipadamente por los méritos de Cristo, María aparece como la Panagia, como la invocan los cristianos del Oriente, la «totalmente santa» ante el pueblo de Dios, que encuentra en ella la imagen de sí mismo como pueblo de santos y salvados por la redención de Cristo. Con palabras del Concilio, María por su propio destino en la historia de nuestra salvación “está unida al Hijo Redentor, y por sus singulares gracias y funciones, está también íntimamente unida a la Iglesia. La madre de Dios es figura de la Iglesia, como enseñaba san Ambrosio: en el orden de la fe, del amor y de la unión perfecta con Cristo.” (Const. Lumen gentium, n. 63).

Sobre María han recaído las bendiciones de Dios como nueva Eva, madre del nuevo Adán, al que somos asimilados por Dios Padre, que nos ha otorgado por él el don de la filiación divina. Elegidos en Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales estamos llamados a la santidad de vida que María, espejo en el que hemos de mirarnos. Por esta bendición que en María encuentra cumplida realización de la vocación universal a la santidad.

A ella acudimos como madre en la que descansar nuestras preocupaciones y depositar nuestra confianza en que ella sabrá cómo ayudarnos a salir de las dificultades de la vida que a todos nos sobrevienen y pueden turbar nuestra paz y apartarnos de Dios alejándonos del camino del Evangelio de Cristo.

Bajo el signo de la Inmaculada hace hoy cuarenta años, en el marco incomparable de la Plaza de San Pedro, el Papa Pablo VI, clausuraba el II Concilio del Vaticano que había sido convocado por Juan XXIII mediante Constitución apostólica del 25 de diciembre de 1961. El beato Juan XXIII inauguraba el Concilio el 11 de octubre de 1962 y en el discurso memorable de apertura decía: “Este Concilio ecuménico n. XXI quiere transmitir la doctrina católica en su integridad, sin atenuaciones ni deformaciones. Esta doctrina, a pesar de las dificultades y las luchas, ha llegado a ser patrimonio común de la humanidad. Esto, sin duda, no a todos les resulta agradable; sin embargo, a todos los hombres de buena voluntad se les ofrece como un gran tesoro”.

Se trataba, pues, de la transmisión de la doctrina, pero el Papa quería que el Concilio indagara el modo de hacerla presente a los hombres de nuestro tiempo, a una sociedad que había surgido de las transformaciones y convulsiones de la modernidad y de los desastres bélicos de dos siglos turbados por la revolución social y la implantación de ideología totalitarias, la expansión de filosofías agnósticas enteramente alejadas del Evangelio y que colocaban a los cristianos en una situación nueva, en un tiempo nuevo con sus propios signos. Por eso añadía: “Nuestra tarea no es únicamente guardar este tesoro, como si nos preocupáramos tan sólo de la antigüedad, sino también decididos, sin temor, a estudiar lo que exige nuestra época, continuando el camino que ha hecho la Iglesia durante veinte siglos (...) Sin embargo, en el momento presente, es necesario que todos en nuestro tiempo acojan la doctrina católica en su integridad con un nuevo esfuerzo sereno y tranquilo. Hay que pensarla y formularla en aquel modo tan cuidado y tradicional que muestran, sobre todo, las actas del Concilio de Trento y del Vaticano I (...) pero hay que investigarla y exponerla según las exigencias de nuestro tiempo”.

¿Quién puede hoy dudar del bien inmenso que el Vaticano II ha aportado a la comprensión de sí misma que ha adquirido la Iglesia en mirándose en los textos del Concilio? ¿Quién no dará gracias a Dios por el impulso misionero y evangelizador que la Iglesia recibió de aquella asamblea conciliar? El Concilió impulsó la versión de la liturgia de la Iglesia en las lenguas modernas y reformó el rito de la Misa, sin alterar su identidad, enriqueciendo con ello la vida cristiana y facilitando la comunión eclesial. El diálogo teológico y de la caridad con las otras confesiones cristianas impulsado por el Concilio ha dado cauce a la participación de los católicos en el movimiento ecuménico, siempre sobre la base de principios católicos para la reconstrucción de la unidad visible de la Iglesia. El diálogo, en fin, con el mundo actual y las sociedades contemporáneas ha respaldado el compromiso de los católicos con la búsqueda de una sociedad más justa y libre, al ofrecer a nuestro tiempo la visión cristiana de la solución que demandan los grandes problemas planteados al hombre de hoy. 

El Vaticano II, con toda verdad, ha sido el gran don de Dios a su Iglesia para la humanidad, experimentado como nuevo Pentecostés y vivido como criterio orientador de la presencia de la Iglesia en el mundo actual. Tal como lo han querido llevar a la práctica sus orientaciones y resoluciones los grandes Papas que han hecho del Concilio el programa de su pontificado, a los cuales hemos de rendir homenaje en este día: Pablo VI, que recogió la herencia de Juan XXIII y llevó a feliz término el Concilio, y Juan Pablo II, que culminó su vida introduciendo a la Iglesia en el siglo XXI. Ambos pontífices han afrontado un reto y una aventura de esperanza para los cristianos de nuestros días, llamados como estamos a entregar el depósito revelado a las generaciones futuras y a entregárselo en las condiciones del tiempo nuevo pero en entera fidelidad a la revelación recibida de la predicación apostólica.

Hoy queremos dar gracias sentidas a Dios nuestro Señor, creador y redentor del mundo por su Hijo Jesucristo, Esposo y Señor de la Iglesia bajo la acción del Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo y con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria. El Espíritu que mantiene unida a Cristo la Iglesia y obra por medio de ella la salvación de los hombres y la guía y consuela entre las dificultades del mundo y los consuelos de Dios.

La desorientación padecida por muchas personas e instituciones que se vieron ante una difícil encrucijada a la hora de aplicar las enseñanza conciliares, no ha podido perturbar la obra del Concilio, gracias a la providencia de Dios, que dirige los acontecimientos de la historia. Dios acompaña el camino de los hombres y por su Espíritu Santo los mueve a afrontar los acontecimientos de forma que puedan sacar de ellos el mayor bien para la salvación. 

Las desviaciones de años atrás han encontrado corrección en el magisterio de los sucesores de Pedro y en el ministerio apostólico de los Obispos, custodios del depósito de la fe y garantes de la sucesión apostólica de la comunidad cristiana en la doctrina y en la práctica de la fe. La Iglesia se mantendrá siempre en la verdad conforme a la promesa de Cristo. La Iglesia confesará siempre con Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt16,16); y la Iglesia siempre se sentirá reconfortada por la respuesta de su Señor a la confesión de fe: “Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16,18). La Iglesia pone su confianza en el Señor como forma única de conjurar los peligros que acechan a sus discípulos, y recuerda la promesa que le ha sido hecha: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). 

No tenemos miedo, porque Cristo está con su Iglesia. Impulsada por las enseñanzas conciliares, la Iglesia siente hoy la preocupación de su misión y cuenta con las orientaciones del Concilio como programa inmediato para responder a los grandes interrogantes: ¿cómo evangelizar a una sociedad cada día más alejada de la cultura cristiana?, ¿cómo transmitir la fe?, ¿cómo dar a conocer a Cristo como camino verdad y vida para el mundo? Hemos de realizar un esfuerzo evangelizador a la altura del tiempo, capaz de poner por obra la catequesis que nos urge y el testimonio al que estamos llamados. El acierto de nuestras acciones depende de que sepamos mantenernos en aquel sentido de la fe de los fieles que es resultado de la común permanencia en la verdad por obra del Espíritu que inhabita en la Iglesia y conduce a la santidad a los bautizados. 

María nos ofrece el ejemplo de su vida. Concebida sin pecado, María es la criatura en la que Dios nos ha ofrecido el camino del seguimiento de Cristo, la «mujer eucarística con toda su vida», como la contempló Juan Pablo II, que dejó dicho: “María concibió en la Anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor” (JUAN PABLO II, Carta encíclica Ecclesia de Eucharistia, n. 55).

A ella nos entregamos confiadamente, renovando hoy la consagración al Inmaculado Corazón de María de nuestra nuestra Iglesia diocesana, en plena y perfecta comunión con la Iglesia universal y con el Sucesor de Pedro el Papa Benedicto XVI.

(Sigue al final de la Misa la renovación de la consagración al Inmaculado Corazón de María, pronunciada por el Obispo en nombre de toda la Iglesia diocesana, según el texto de Juan Pablo II, adaptado para España e incluido en el mensaje de la LXXXIII Asamblea plenaria de la Conferencia Episcopal Española, el 25 de noviembre de 2004, ante el CL anivesario de la definición del dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María).

S. A. I. Catedral de la Encarnación
Almería, 8 de diciembre de 2005

+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería