En
efecto, en el CL Aniversario de la proclamación del dogma, el 8 de
diciembre de 1854, el beato Pío IX definía la Inmaculada Concepción
de la Virgen María con estas palabras: “La doctrina que sostiene
que la bienaventurada Virgen María, en el primer instante de su
concepción, por singular gracia y privilegio de Dios todopoderoso,
en vista de los méritos de Jesucristo, salvador del género humano,
ha sido preservada inmune de toda mancha de pecado original, ha sido
revelada por Dios, y por lo tanto se debe creer de manera firme e
inviolable por todos los fieles”. No es ésta una verdad
devocional, marginal al centro del misterio cristiano, como para
ensalzar por obra de la piedad y el cariño de los fieles a la mujer
“bendita entre todas las mujeres”. Una verdad sin la cual uno
podría vivir, porque nada cambiaría en la vida sin esa proclamación.
No.
En María se proclama esa absoluta primacía de la gracia, del venir
del amor de Dios a nosotros del que hablaba S. Juan, que es esencial
al acontecimiento cristiano y a la experiencia cristiana, que
expresa la novedad cristiana frente a cualquier otra experiencia de
Dios en la historia.
En
el paganismo, o en otras experiencias religiosas, en efecto, siempre
ocupa el primer lugar el esfuerzo del hombre por alcanzar a Dios,
porque es la experiencia humana más inmediata, apenas el hombre
percibe –y es tal vez el primer ejercicio, el primer “uso” de
la razón humana– la desproporción entre su anhelo de absoluto y
la radical incapacidad de aferrarlo, de apropiarse de él. Por ello,
el temor define en gran medida la experiencia religiosa del hombre,
o lo que es lo mismo, la experiencia humana. Dios es un
interrogante, Dios es un desconocido. Todo apunta hacia Dios, pero
Dios está siempre más allá. Y, sin embargo, prescindir de él,
cesar en la búsqueda, matar el deseo, es al mismo tiempo matar lo
humano, renunciar a lo específicamente humano, a la naturaleza
“dramática” (en el sentido original) de la existencia. Tal vez
evitar el drama, pero a la vez renunciar a la razón y a la
libertad, y quedar así reducidos a la esclavitud de lo más
instintivo en nosotros, y al sometimiento al poder.
La
experiencia cristiana
“El
amor arroja fuera el temor”, decía también el autor de la
Primera Carta de S. Juan. La oración cristiana es ante todo
“Eucaristía”, acción de gracias. Y la experiencia cristiana es
ante todo una experiencia de gozo y de alegría: “dichosa tú que
has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc
1, 45). La experiencia cristiana es la experiencia del gozo, no de
haber alcanzado a Dios, sino de que Dios, en Cristo y desde Cristo,
sale a nuestro encuentro, como el padre de la parábola del Hijo Pródigo
corre al encuentro del hijo perdido. A la luz de esta experiencia,
que no puede expresarse sino como experiencia de la gracia, resulta
que todas nuestras búsquedas y todos nuestros anhelos son el
reflejo, la marca que ha dejado en nosotros el Amor originario que
nos ha llamado a la vida con el único motivo de hacernos partícipes
de su vida divina, de la vida de comunión del Dios que es Amor. Por
eso, la experiencia cristiana es la del amor a la vida humana, la de
la alegría por la realidad, la de la gratitud y el gozo por todo,
porque todo lo verdadero, bueno y bello de este mundo es un signo,
una señal, una indicación del camino hacia Dios, un reflejo de su
belleza y de su gloria, una participación en su Ser. “Todo es
gracia” para quien ha encontrado a Cristo. Y ningún mal de este
mundo, ninguna violencia, ningún poder, puede ya destruir esa
presencia buena del Amor infinito por el hombre, que se ha
introducido en la historia en la Encarnación del Hijo de Dios, y
que amaneció en María.
María
clave de esperanza
El
dogma de la Inmaculada Concepción, pues, que proclama en María,
madre de Cristo y modelo de la Iglesia, la primacía y el triunfo de
la gracia, no es en modo alguno una doctrina periférica en el
conjunto de la fe cristiana, sino que realiza ese nexo a la luz del
cual se entiende la antropología cristiana, la experiencia
cristiana de lo humano y de la realidad creada. Porque María es la
proclamación, existencialmente verificada, de la unión plena y
total entre el cielo y la tierra, entre Dios y su criatura, por obra
de la gracia y del amor de Dios. Ella es así como el espejo en que
se realiza la vocación y el destino del hombre, y en quien se
ilumina, sin suprimir el drama que suprimiría al mismo tiempo
nuestra humanidad, el misterio de nuestra existencia. En Ella brilla
la mirada de Dios sobre nosotros, la invencible fuerza del misterio
pascual, frente al cual “las puertas del infierno no prevalecerán”
(Mt 16, 18). Como Ella, nosotros hemos sido amados y elegidos en
Cristo, “para ser santos e inmaculados ante Él por el amor. Él
nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya,
a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan
generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en
alabanza suya. Por este Hijo, por su sangre, hemos recibido la
redención, el perdón de los pecados” (Ef 1, 4-7). S. Pablo, el
autor de este pasaje, habla un poco más adelante de un
“derroche” de gracia, en la revelación y en la redención. Ese
derroche de gracia, o si queréis de amor (es lo mismo), cumplido
plenamente en María, prometido y ofrecido a nosotros sea cual sea
nuestra condición y nuestras circunstancias, es lo que hoy
celebramos, junto con todo el pueblo cristiano.
El
dogma frente al dios popular de los filósofos
No
es casualidad que el dogma de la Inmaculada se proclamase sobre el
trasfondo de un contexto cultural que estaba caracterizado sobre
todo por la fragmentación y la negación de la experiencia
cristiana, y por un alejamiento tal de Dios de la realidad que la
afirmación del milagro y de la gracia se había vuelto, en la
percepción de muchos espíritus nobles, algo irracional e increíble.
En ese contexto, el mundo moderno proclamaba la antropología de la
suficiencia. Frente a toda dependencia, el hombre es el único dueño
de sí mismo, y el único llamado a poseer la tierra, por la fuerza
de su explotación de ella, por el dominio de la técnica. La
plenitud, la paz, un mundo sin guerras ni violencia, el dominio de
la inteligencia y la filosofía, todo eso sería realidad una vez
que se hubiese eliminado la superstición de la fe y del dogma
cristianos, que los ilustrados llamaban en ocasiones eufemísticamente
“la religión popular”. El hombre era autónomo y omnipotente.
“El hombre es desgraciado –escribía Holbach, uno de los
pensadores de la Ilustración, al comienzo de su Tratado sobre la
Naturaleza–, sólo porque no conoce la naturaleza”, y en lugar
de aplicarse a ese conocimiento, pierde su tiempo en correr tras
cosas “que están más allá del mundo visible”. En el mundo
moderno, además, y en la medida en que el nuestro es el heredero de
sus ruinas, también en nuestro mundo, la fractura de la experiencia
cristiana se ha traducido en otras muchas fracturas que han dominado
y en parte dominan aún el pensamiento, no sólo del mundo civil,
sino también de muchos cristianos: la oposición entre fe y razón,
entre fe y cultura, entre naturaleza (como algo cerrado en sí mismo
y absolutamente accesible y dominable por la razón humana) e
intervención divina, sea como revelación, como gracia o como
milagro. En el fondo de todas estas fracturas, se percibe una
oposición entre Dios y el mundo (de nuevo, el mundo como algo
cerrado, y Dios como un mal artesano que está fuera de su obra,
fuera de la realidad) que es específicamente moderna, y que
–repito– ha marcado no poco el lenguaje cristiano de los últimos
siglos, pero que no tiene ninguna carta de ciudadanía en la tradición
cristiana. Ese Dios, que es el “dios de los filósofos”, de
quienes se llamaban a sí mismos “ilustrados”, es el que es de
hecho el dios de una religión popular, demasiado pequeño para que
la razón humana pueda creer en él. A partir de semejante imagen de
Dios, Feuerbach tenía razón cuando decía que el absoluto no era
sino una proyección alienante de sí mismo. En la tradición
cristiana, sin embargo, gracia y libertad no se oponen, porque la
gracia no se opone a nada, sino que precede a todo. La gracia, como
el amor, es creadora, lo crea todo, y crea también la libertad como
respuesta y como don de sí al amor ofrecido.
María
“llena de gracia”
No
quisiera decir que el dogma de la Inmaculada ha sido formulado como
una reacción a las posiciones de la antropología moderna. No. En
la contraposición entre Eva y María que aparecen ya en S. Justino
y en S. Ireneo en el siglo II (y luego más desarrollada en S. Efrén)
se desarrolla ya la designación del ángel en la anunciación como
“llena de gracia” en el sentido de la doctrina de la Inmaculada,
y contiene ya el núcleo de lo que el magisterio pontificio
proclamará mucho más tarde. Los testimonios de los Padres de la
Iglesia son muy numerosos. En el siglo VII ya se celebraba en
Oriente la fiesta de la Concepción de la Virgen el día 8 de
diciembre. Lo que el Magisterio hará será sólo poner de relieve
un aspecto del acontecimiento cristiano que las circunstancias o el
contexto de la época tiende a dejar en la sombra, quebrando la
unidad de la revelación, y que por eso es particularmente
significativo en un momento determinado.
Nuestro
tiempo
Es
verdad que nuestro tiempo no es ya el de Prometeo y de los
superhombres, excepto en ciertos discursos “oficiales” y en la
ciencia ficción. Más bien es el de “los niños humillados”,
como escribía Bernanos. La preocupación dominante en nuestro
momento cultural no es tanto de hasta donde puede llegar el hombre
–ya sabemos perfectamente que podemos matarnos por millones, y
llegar a destruirnos del todo–, cuanto la de cómo lo humano
puede, a pesar de todo, sobrevivir a nuestro poder y a nuestra
ciencia. Y sin embargo, la sombra de Prometeo planea por entero
sobre nuestra cultura. Porque la rabia, la violencia, la depresión
del hombre contemporáneo es la de quien se ha creído Dios y
descubre que no lo es. La de quien ha querido la luna, como el Calígula
de Camus, y al descubrir que no la tiene, “llora porque las cosas
no son como uno quisiera que fuesen”. Es la de quien se creía que
el dominio de la naturaleza le iba a dar la felicidad, y de repente
se da cuenta que tanto el dominio de la naturaleza como su propia
felicidad se le escapan, y con ellos, la alegría y la razón para
vivir. Y en ese marco, permitidme decirlo, y decirlo hay, tal vez en
el corazón de Prometeo se abre una herida, una fisura, una grieta.
Y esa grieta tal vez permite de nuevo volver la mirada hacia otro
lugar, hacia un milagro posible. Y el falso dios pudiera volver a
ser verdaderamente grande, es decir, ser capaz de abrazar su propia
humanidad tal como es, tal como Dios la abraza. Tal como Dios la
abrazó por primera vez en María, para ya nunca dejarla de su mano.
María
en nuestros días
A
la luz de todo esto, ¿qué es lo que la verdad de la Inmaculada
significa para nosotros hoy? Subrayaré sólo dos aspectos que me
parecen esenciales. El primero es que la plenitud que anhelamos,
para la que nuestro corazón está hecho, la felicidad, el amor, la
unidad y la paz, no son algo que nos podemos dar a nosotros mismos.
El drama de nuestra vida no lo resolverá la técnica, ni el
“progreso”, ni instancia humana alguna, porque se juega a otro
nivel. El drama humano se juega en la presencia de Dios. Por ello,
lo verdaderamente racional, cuando uno percibe el espesor, la
densidad de lo real, la profundidad del misterio que llena todas las
cosas, y especialmente la vida humana, es volverse hacia Dios. Es
suplicar, es orar. Es buscar los signos de Aquél cuya gracia sale a
nuestro encuentro. Estoy hablando del amor de los esposos, o el de
los padres y los hijos, o el de los hermanos. Estoy hablando de las
relaciones en el trabajo, del clima de la vida, del mundo de la
convivencia cívica y social. Estoy hablando de todas las cosas que
amamos, que nos importan, que valen y que tienen que ver con nuestra
alegría y con nuestros sufrimientos. Estoy diciendo que todas esas
cosas tienen que ver con Dios, y que la plenitud y la alegría, como
la vida, como el amor mismo, sólo pueden obtenerse como una gracia
de Dios. Volverse a Él y suplicarle por esa plenitud no es una
dimisión de lo humano, ni una distracción, sino la realización
suma de la razón y de la libertad. El segundo aspecto –y el más
directamente implicado en el dogma de la Inmaculada Concepción–
es que esa plenitud no es una utopía, o un sueño, o una montaña
imposible que el hombre tuviese que escalar penosamente, y a la que
sólo llegarían los fuertes. La gracia y el amor de Dios ya están
en medio de nosotros, ya están en nuestra historia, y nunca jamás
se apartarán de nosotros. “¿Quién de vosotros, si vuestro hijo
le pide un pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pescado le
dará una serpiente? Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas
buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre del cielo no
dará el Espíritu Santo a quienes se lo piden?”. Dios nos ha dado
todo en Cristo. La plenitud ha sido ya realizada en una mujer, en
una muchacha sencilla de Nazaret, a quien Dios se ha dado de tal
modo que Él y Ella era uno, y Ella vino a ser su madre.
Y
Ella es la prenda de nuestra salvación. Sea cual sea nuestra
historia, nuestro temperamento, nuestras cualidades, nuestra situación.
Aunque esa situación fuera la más espantosa humanamente, la más
desesperanzada, la gracia de Dios está intacta para nosotros. Su
amor es invencible. Como para el buen ladrón en la cruz, los brazos
de Cristo están siempre abiertos para todos y para cada uno. No hay
mal en el mundo que pueda vencer la fuerza y la belleza de ese amor
que hemos conocido, porque ese prodigio de mujer, que es la Virgen,
nos lo ha entregado. Sólo me queda agradecer a la orquesta Ciudad
de Granada, y al Coro, y a los solistas –Victoria, Leticia, Carlos
y Pablo–, y a la directora de la orquesta, Gloria Isabel, y a la
del coro, y al gerente de la orquesta, así como al Ayuntamiento, su
colaboración a este momento de gracia, que nos ha permitido
celebrar la Eucaristía de este 150 aniversario del dogma de la
Inmaculada Concepción como corresponde al lugar que Granada ha
tenido en la defensa de esta verdad esencial de la fe católica,
permitiendo que el pueblo cristiano de Granada pueda vivir esta
Eucaristía ayudado por una de las obras maestras de la música
cristiana. Gracias a todos, y que el Señor, y la Virgen, os
recompense como sólo ellos saben hacerlo, y os colme a todos de
bendición, en vuestro trabajo y en la vida.