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La
Inmaculada Concepción + D. Braulio Rodríguez Plaza. Arzobispo de
Valladolid, España
8
de diciembre de 2004
1.
En el CL Aniversario de la proclamación del dogma de la Concepción
Inmaculada de la Virgen María, los obispos españoles hemos hecho
llegar a nuestros hermanos, los hijos de la Iglesia en España, un
mensaje sobre el sentido de este dogma en nuestra vida de fe y una
invitación a renovar nuestra consagración, personal y comunitaria,
a nuestra Madre, la Virgen Inmaculada. Muchos de nosotros fuimos
ofrecidos a María ya el día de nuestro Bautismo. De este modo, os
convocamos a la celebración de un Año de la Inmaculada,
que, comenzando hoy, concluirá el 8 de diciembre de 2005.
2.
El dogma de la Inmaculada Concepción, proclamado el 8 de diciembre
de 1854 por el Papa Pío IX, confiesa: «…la bienaventurada
Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado
original en el primer instante de su concepción por singular gracia
y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de
Jesucristo Salvador del género humano» (Bula Ineffabilis
Deus). Con la definición de este dogma culminó un largo
proceso de reflexión eclesial, bajo el impulso del Espíritu Santo.
Tres
aspectos de nuestra fe católica han sido subrayados de modo
singular con la proclamación del dogma de la Inmaculada: la
estrecha relación que existe entre la Virgen María y el misterio
de Cristo y de la Iglesia; la plenitud de la obra redentora cumplida
en María; y la absoluta enemistad entre María y el pecado.
3.
Elegida para ser la Madre del Salvador, la Santísima Virgen ha sido
«dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan
importante» (LG, 56). En el momento de la Anunciación, el ángel
Gabriel la saluda como «llena de gracia» (Lc 1,28) y Ella
responde: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según
tu palabra» (Lc 1,38). Para poder dar el asentimiento libre de
su fe al anuncio de su vocación era preciso que Ella estuviese
totalmente conducida por la gracia de Dios (CEC, 490). Preservada
inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su
concepción, María es la “digna morada” escogida por el Señor
para ser la Madre de su Hijo.
4.
Abrazando la voluntad salvadora de Dios con toda su vida, María «colaboró
de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su fe,
esperanza y ardiente amor, para restablecer la vida sobrenatural de
los hombres. Por esta razón es nuestra madre en el orden de la
gracia» (LG, 61). Madre de Dios y Madre nuestra, María ha sido
asociada para siempre a la obra de la redención, de modo que «continúa
(Ella) procurándonos con su múltiple intercesión los dones de la
salvación eterna» (LG, 62). En Santa María la Iglesia ha
llegado ya a la perfección, sin mancha ni arruga; por eso acudimos
a Ella como “modelo perenne”, en quien se realiza ya la
esperanza final y plena.
5.
¿De dónde le viene a María su santidad del todo singular con que
ha sido enriquecida? De Cristo, pues ha sido «redimida de la
manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo» (LG,
53). Por eso ha sido bendecida por el Padre de los cielos más que
ninguna otra persona creada y ha sido elegida «antes de la
creación del mundo para ser santa e inmaculada en su presencia, en
el amor» (Ef 1,4). Confesar que María, Nuestra Madre, es la
Toda Santa —como la proclama la tradición oriental— significa
acoger con todas sus consecuencias el compromiso que ha de dirigir
toda la vida cristiana: «Todos los cristianos, de cualquier
clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida
cristiana y a la perfección del amor» (LG, 40). La “llena de
gracia” nos impulsa a «trabajar con mayor confianza en una
pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria»,
respetando lo que ya anuncia nuestro Plan diocesano de Pastoral «un
principio esencial de la visión cristiana de la vida: la “primacía
de la gracia”» (Novo millennio ineunte, 38).
6.
María Inmaculada está situada en el centro mismo de aquella
enemistad que acompaña la historia de la humanidad en la tierra y
la historia misma de la salvación. «Por su pecado, Adán, en
cuanto primer hombre, perdió la santidad y la justicia originales
que había recibido de Dios no solamente para él, sino para todos
los seres humanos» (CEC, 416). Sabemos por la Revelación que
el pecado personal de nuestros primeros padres ha afectado a toda la
naturaleza humana: todo ser humano, en efecto, está afectado en su
naturaleza humana por el pecado original.
Pero
la Purísima Concepción — tal como llamamos con fe
sencilla y certera a la bienaventurada Virgen María—, al haber
sido preservada inmune de toda mancha de pecado original, permanece
ante Dios, y también ante la humanidad entera, como signo inmutable
e inviolable de la elección por parte de Dios. Por eso esta elección,
en la que también entramos nosotros, es más fuerte que toda la
fuerza del mal y del pecado que ha marcado la historia del hombre.
En
María contemplamos la belleza de una vida sin mancha entregada al
Señor. En Ella resplandece la santidad de la Iglesia que Dios
quiere para todos sus hijos. En Ella recuperamos el ánimo cuando la
fealdad del pecado nos introduce en la tristeza de una vida que se
proyecta al margen de Dios. En Ella reconocemos que es Dios quien
nos salva, inspirando, sosteniendo y acompañando nuestras buenas
obras.
En
Ella encuentra el niño la protección materna que le acompaña y guía
para crecer como su Hijo, «en sabiduría, en estatura y en
gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,52). En Ella
encuentra el joven el modelo de una pureza que abre al amor
verdadero. En Ella encuentran los esposos refugio y modelo para
hacer de su unión una comunidad de vida y amor. En Ella encuentran
las vírgenes y los consagrados la señal cierta del ciento por uno
prometido ya en esta vida a todo el que se entrega con corazón
indiviso al Señor. En Ella encuentra todo cristiano y toda persona
de buena voluntad el signo luminoso de la esperanza. En particular, «desde
que Dios la mirara con amor, María se ha vuelto signo de esperanza
para la muchedumbre de los pobres, de los últimos de la tierra que
han de ser los primeros en el Reino de Dios» (Juan Pablo II,
audiencia general del 21-3-2001).
7.
Todos sabemos el arraigo de esta fiesta de la Inmaculada en España
y, por supuesto, en nuestra Iglesia de Valladolid: institutos de
vida consagrada, nuestro mismo Seminario para la formación de
futuros sacerdotes están bajo el patronazgo de la Purísima Virgen
María; pero también instituciones académicas y militares.
Nuestros pueblos hicieron y renovaron en el pasado repetidas veces
el voto de defender la Concepción Inmaculada de María, y todavía
se repiten los vítores entusiastas en la parroquia de Nava de Rey.
Ahí está todavía el “Ave María Purísima” como un saludo
cristiano. Ahí está nuestra imaginería y nuestra pintura
inspiradas para cantar la gloria de María en su Concepción
inmaculada: son las Inmaculadas, tesoros escondidos en nuestras
iglesias y ermitas. No se olvide que la fiesta del 8 de diciembre
viene celebrándose en España desde el siglo XI.
8.
En este Año de la Eucaristía se ajusta bien que desde este 8 de
diciembre hasta el del año próximo tengamos los cristianos un
especial recuerdo y devoción a nuestra Señora, la Inmaculada. Como
centro de la celebración de este año, las Iglesias diocesanas de
España, pastores, laicos y consagrados, adultos, jóvenes y niños,
peregrinaremos a la Basílica del Pilar, en Zaragoza, los días 21 y
22 de mayo de 2005 para honrar a nuestra Madre y consagrarnos de
nuevo a su Corazón Inmaculado.
9.
Al inicio del Año litúrgico, en el tiempo del Adviento, la
celebración de la Inmaculada nos permite entrar con María en la
celebración de los Misterios de la Vida de Cristo, recordándonos
la poderosa intercesión de Nuestra Madre para obtener del Espíritu
Santo la capacidad de engendrar a Cristo en nuestra propia alma,
como pidiera ya en el siglo VII san Ildefonso de Toledo en una oración
de gran hondura interior:
«Te
pido, oh Virgen Santa, obtener a Jesús por mediación del mismo Espíritu,
por el que tú has engendrado a Jesús. Reciba mi alma a Jesús por
obra del Espíritu, por el cual tu carne ha concebido al mismo Jesús
(…). Que yo ame a Jesús en el mismo Espíritu, en el cual tú lo
adoras como Señor y lo contemplas como Hijo»
(De perpetua virginitate sanctae Mariae, XII, PL 96, 106).
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Braulio Rodríguez Plaza, Arzobispo de Valladolid
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