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El servicio diaconal a la luz de la
Inmaculada + S.E.R. Mons. Héctor Aguer, Arzobispo de la
Plata, Argentina
Anticipamos
esta mañana
la celebración de la Inmaculada; de este modo hacemos de la jornada
una larga vigilia de la solemnidad. Podemos justificar esta
acomodación litúrgica recordando que la fiesta del 8 de diciembre,
precedida por el Mes de María, ha calado profundamente en el afecto
y la devoción de nuestro pueblo, con mayor intensidad que las
demás fiestas marianas. Procediendo así disponemos un escenario
espiritual propicio, dignísimo, muy bello, para la ordenación
diaconal que con el favor de Dios vamos a conferir.
Eres
toda hermosa, amada mía, y no tienes ningún defecto (Cantar
4,7). El elogio extasiado que el esposo dirige a la esposa en el
Cantar de los Cantares, asumido y transformado por la Iglesia, suena
así en la antífona Tota pulchra es: Toda hermosa eres, María,
y la mancha original no se halla en ti. En la concepción
inmaculada de la Madre del Señor reconocemos la prodigiosa eficacia
del amor de Dios, que ha preparado durante siglos y generaciones el
adviento del Salvador y le ofrece ahora una tierra incontaminada,
una raíz pura, un retoño de gracia, el paraíso adecuado al nuevo
Adán. El privilegio del que es objeto María se explica por su
funcionalidad respecto del plan salvífico de Dios, que en la
plenitud de los tiempos inicia la recapitulación de todas las cosas
en Cristo recreando la creación en el ser de la gracia y ofreciendo
su fresco despunte en la Virgen concebida sin pecado.
Probablemente,
el pasaje evangélico indicado en el leccionario litúrgico para la
Misa de la solemnidad, el que hemos escuchado hace un instante, ha
sido elegido con la intención de que resuene el saludo del ángel
Gabriel y de él la palabra insondable, misteriosa: kejaritoméne,
llena de gracia (Lucas 1, 28); la palabra que incesantemente
repetimos al ofrecer a nuestra Señora la cantilena cotidiana de
nuestras avemarías. Al decirle llena de gracia proclamamos
con toda la Iglesia nuestra fe católica en este misterio mariano,
fuente de esperanza, de gozo, de consuelo. Afirmamos sintéticamente
lo que el Beato Pío IX definió el 8 de diciembre de 1854 en
términos exactos y austeros: la bienaventurada Virgen María fue
preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer
instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios
omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, Salvador del
género humano. En la Inmaculada se adelanta, auroral, la gracia
de la redención; en ella el pueblo cristiano reconoce las arras de
la boda escatológica que Dios nuestro Salvador quiere celebrar con
nosotros; en la Purísima se descubre anticipadamente la meta de
nuestra dolorosa marcha hacia lo alto, lo que desea lleguemos a ser
Aquel que es poderoso para preservarnos de toda caída y hacernos
comparecer sin mancha y exultantes en la presencia de su gloria,
como dice el Apóstol San Judas en la doxología final de su carta (Jud.
24).
El
ministerio apostólico, que se transmite en la Iglesia por medio del
Sacramento del Orden, está al servicio del plan salvífico de Dios,
del designio del Padre que nos eligió en Cristo antes de la
creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables en
su presencia, por el amor (Efesios 1, 4). La condición
servicial del ministerio reluce especialmente en el carisma y el
oficio conferidos al diácono. Diaconía es, por cierto, también la
tarea pastoral que la Iglesia encomienda al obispo y al presbítero,
pero el diácono lleva el servicio grabado en su nombre. Diákonos
significa, en efecto, servidor. Al anunciar la Palabra de
Dios, al evangelizar a los que no creen, al catequizar a los
creyentes enseñándoles la doctrina de la fe, al preparar el
sacrificio de la Eucaristía, al administrar el bautismo, bendecir
los matrimonios y presidir las exequias, y cuando se prodiga en la
atención de las obras de caridad, el diácono ejerce un ministerio
sagrado, es decir, se dedica al servicio de Dios y de los
hombres.
La
tradición eclesial refirió siempre el servicio del diácono al de
Jesús, el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino
para servir y dar su vida en rescate por la multitud (Mateo 20,
28). El autor de la Didascalia Apostolorum, fundándose en
aquellas palabras del Señor, exhortaba a los diáconos: Así
también deben obrar ustedes, de manera que si la necesidad les
exigiere en el ejercicio del ministerio dar la vida por el hermano,
la entreguen de hecho; porque si el Señor del cielo y de la tierra
se puso a nuestro servicio y sufrió pacientemente por nosotros toda
suerte de dolores, ¿cómo no hemos de hacer esto por los hermanos,
nosotros que somos imitadores de Cristo y participamos de su misma
misión? (III, 13, 2–4). Y puesto que este servicio fue
interpretado como oficio de amor, se llamó justamente al diácono:
amigo de huérfanos, de quienes practican la piedad, de las viudas,
hombre de espíritu ferviente, amante de todo lo bueno ( Cf. Testamentum
D. N. Jesu Christi, I,
38).
¿Cómo se
hace posible a un cristiano abrazar con libertad generosa este
servicio y mantenerse indefectiblemente en él? Lo hace posible, sin
duda, la gracia de Dios: la gracia de la vocación que atrae y mueve
suavemente a decidirse; la gracia sacramental , que consagra y al
consagrar otorga con riqueza los carismas; las gracias de estado que
luego sostienen la fidelidad y custodian el fuego del amor. Si
observamos las fuentes subjetivas, la sinergia de gracia y libertad,
comprendemos que el servicio diaconal se alimenta de la castidad, la
pobreza y la oración; ellas purifican las intenciones, equilibran
sobrenaturalmente la personalidad, triunfan sobre la tenacidad del
egoísmo. Pero, por su parte, la castidad, la pobreza y la oración
germinan y florecen en el humus de la humildad; éste es el mantillo
de tierra fecunda que se forma por la negación de sí, que el
Señor reclama como rasgo indispensable y condición del
discipulado: el que quiera venir detrás de mí, que renuncie a
sí mismo... (Mt. 16, 24).
La
humildad del Hijo es la expresión clara y convincente del misterio
de la encarnación y del amor divino que en este misterio se revela:
la majestad hecha nada, puro esquema de hombre; la sabiduría en la
locura de la cruz; la santidad travestida en el cordero abrumado por
los pecados del mundo. En la bajeza de la humildad, la alteza de la
gloria; en el vacío de la kénosis, la plenitud de aquel que
llena completamente todas las cosas (cf. Ef. 1, 23).
La
humildad es ajena a la doctrina de las virtudes de la antigüedad
clásica. El jesuita toledano Diego Álvarez de Paz inicia su
encomio de la humildad previniendo al lector: Es una virtud
propia de los cristianos [...]; en Platón, en Aristóteles y en
otros antiguos filósofos no encontrarás ni una sola palabra sobre
la humildad (Opera, tomo IV, página 155). Original del
cristianismo, la humildad constituye el secreto del servicio
diaconal, réplica de la diaconía del Señor, del amor paciente y
entregado en favor de los hermanos: ¡ese hermano por el que
murió Cristo! (1 Corintios 8, 11).
Hoy, en
esta celebración, la realidad eclesial del diaconado es ilustrada y
como bendecida por la luz dulcísima de la Inmaculada. Al saludo del
ángel que la exalta con el título Llena de gracia, la
Virgen responde: Yo soy la servidora del Señor, y al
estremecerse de gozo en su cántico de alabanza confiesa la grandeza
del Señor porque él miró con bondad la pequeñez de su
servidora (Lc. 1, 38. 48). La integridad de su ser sin tacha,
total y originariamente dirigido hacia Dios y hacia el Reino, se
manifiesta en la pequeñez, en la dedicación humilde a la obra de
la salvación; ésa es la gloria de la Servidora del Señor. La
gracia que constituye a un cristiano en el orden diaconal se expresa
también en la sencillez de un servicio asumido para siempre,
ejercitado y vivido con alegría, mérito y premio a la vez, timbre
de gloria.
Querido
Hernán [Remundini]: recibo ahora tus promesas; por la imposición
de mis manos y la invocación del Espíritu Santo te transmito aquel
ministerio de la caridad para el cual los Apóstoles eligieron a
siete hombres de reconocida fama que los ayudaron en el cuidado de
la comunidad cristiana. Así te incorporo al clero de esta Iglesia
particular de La Plata. Medita asiduamente en estas realidades
santas, en el acontecimiento sagrado que hace para ti inolvidable
este día. Y que la contemplación y el amor de la Inmaculada te
sean siempre inspiración, refugio y guía.
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Héctor Aguer, Arzobispo
de La Plata
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