A
150 años del dogma de la Inmaculada Concepción y 45 años de su
patronato sobre la Arquidiócesis de La Plata
Tiene,
sin duda, la ciudad de La Plata muchos encantos. Pero nadie
negará que, por variados que sean, todos palidecen ante la
majestad imponente de su catedral. Admirable por su arquitectura,
no lo es menos por la calidad de sus vitrales y el valor de sus
tallas de madera, en las cuales los hermanos Mahlknecht y Leo
Moroder inmortalizaron su arte, en singular conjunción de
profunda religiosidad y refinada estética.
La
Crucifixión, la Inmaculada, San Ponciano y San José, obras de
Moroder, sobresalen en el conjunto por su magnitud y belleza.
Oigamos la voz autorizada de Osiris Chiérico:
Entre
ellas se destaca la estatua de Nuestra Señora, realizada con un
sentimiento de religiosidad que desborda la figura evocada, o
más, que la encarna más allá de la representación, que puede
encontrarse en el amor con que está modelada, el gesto de las
manos, la pura expresión del rostro, hasta los armoniosos
pliegues de su vestidura. Sin lugar a dudas, la Inmaculada de
Moroder es uno de los tesoros más preciados de la Catedral. En
ella pueden fundirse la oración y la admiración[1].
Coincidimos
plenamente con su juicio: “La
Virgen, a quien está dedicada la Catedral, es el más bello
encuentro que aguarda al fiel que ha recorrido naves y cruceros y
ha dialogado con vitrales y columnas” .
Allí provoca admiración desde 1967. El mismo Moroder juzgaba
esta obra suya entre las más importantes y decía:
La
imagen y sus manos unidas hacia el cielo confirman un gesto en el
que hallé, profundamente, el universo de la bondad (…) Plasmé
un rostro de perfil recto y austero, pero que reuniera en la
mirada el candor y la fe; y en la boca la inmensidad del existir,
en una vaga sonrisa[3].
El
21 de noviembre de 1959, el arzobispo de La Plata, Antonio José
Plaza, había consagrado solemnemente la arquidiócesis a la
Inmaculada Concepción, delante de una talla de madera, anterior a
la actual de Moroder, que hoy se conserva en el Seminario Mayor
San José. El patronato fue concedido por el papa Juan XXIII,
mediante el Breve del 10 de junio de ese mismo año, en el cual el
Sumo Pontífice “confirma,
constituye nuevamente y declara para siempre a la Bienaventurada
Virgen María, bajo la advocación de la Inmaculada Concepción,
como patrona principal de toda la Arquidiócesis de La Plata”
.
El
próximo 8 de diciembre se cumplirán los ciento cincuenta años
desde el día en que alcanzó su culminación un
movimiento ascendente y multisecular, secretamente impulsado por
el Espíritu Santo, cuando el Papa Pío IX, en la bula Ineffabilis
Deus, proclamó solemnemente desde la Basílica Vaticana de
San Pedro el dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen, en
los siguientes términos:
Para
honor de la Santa e individua Trinidad, para gloria y esplendor de
la Virgen Madre de Dios, para exaltación de la fe católica y
aumento de la religión cristiana, con la autoridad de nuestro
Señor Jesucristo, la de los santos apóstoles Pedro y Pablo y la
Nuestra, declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que
sostiene que la
bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha
de pecado original en el primer instante de su concepción, por
singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a
los méritos de Jesucristo Salvador del género humano, está
revelada por Dios; y, por consiguiente, ha de ser creída firme y
constantemente por todos los fieles[5].
Para
la Iglesia platense, es significativo recordar que
la columna coronada por una imagen de la Inmaculada, colocada
sobre el frente de la catedral, en la esquina de 14 y 53, fue
erigida para conmemorar los cincuenta años de la proclamación
del dogma, en diciembre de 1904, a instancias de la Congregación
de las Hijas de María de la Iglesia de San Ponciano, quienes
invitaron a todas las filiales del país a adherirse en la
construcción del primer monumento público del país en honor de
la Inmaculada. El mismo fue apadrinado por todos los obispos
argentinos, y bendecido al año siguiente para la misma fecha.
Así lo recuerdan cuatro placas colocadas en la base del
monumento.
Sirven
los aniversarios para mantener la vigencia de lo que recordamos.
Sirven también para ahondar en la conciencia de una identidad que
permanece y triunfa sobre la precariedad de las cosas temporales.
Cuando se trata de los misterios de nuestra fe, el recuerdo se
vuelve memorial objetivo y ocasión de gracia. Puedan estas
líneas contribuir a un mejor conocimiento y mayor gloria de
aquella que llamamos simplemente “la Purísima”.
I.
La Inmaculada en la historia del dogma
Desde
hacía varios siglos, España estaba a la vanguardia de este
movimiento mariano y concepcionista, sobre todo a partir del siglo
XVI y a lo largo del XVII, en los que se encontraba en el apogeo
de su irradiación cultural en todos los órdenes.
Pero
antes de mostrar el aporte específico de España en el desarrollo
del culto y de la doctrina sobre la Inmaculada, será preciso
retroceder muchos siglos para descubrir sus raíces más remotas.
Éstas se hunden en el humus fecundo de la fe de la Iglesia en la
era patrística, aunque su fruto maduro en conceptos y fórmulas
precisas, llegará tras una larga paciencia de siglos, luego de un
arduo ejercicio de la razón amante y contemplativa iluminada por
la fe, proceso en el cual la acción sobrenatural del “Espíritu
de la verdad” (Jn 16,13), respetará el modo de ser histórico
de nuestra naturaleza humana: valiéndose de verdades parciales,
las irá conduciendo a “la verdad total”, la verdad
“católica”.
Sucede
con el dogma mariano algo semejante a lo que acontece en nuestra
maduración intelectual: la experiencia vital precede al
razonamiento y la intuición se anticipa a la palabra. Sabe el
niño lo que significa el amor de sus padres sin hacer una
teoría, y el rudo puede, con sus actitudes y refranes, decir
verdades de a puño sin haber estudiado. El simple fiel que al
pasar ante la reserva del Santísimo Sacramento hace una
genuflexión, está confesando su profunda fe en la presencia
real. No obstante, a la hora de explicar, de desarrollar en
discurso organizado y racional aquello mismo que ellos bien
conocen en el nivel de la experiencia y de la vida, todos ellos
pueden asemejarse al infante, que balbucea y ensaya articular sus
sentimientos y percepciones, en vagidos que requieren la tarea
interpretativa de una madre.
La
santidad perfecta e inicial de María en los primeros siglos
En
el siglo II, el escrito apócrifo llamado Protoevangelio
de Santiago,
narra la milagrosa concepción de María en el seno de Ana,
durante la ausencia de Joaquín, tras un anuncio angélico a
éste. El texto parece afirmar la concepción virginal de María,
sin intervención de Joaquín. Se trata, sin duda, de un ejercicio
de la fantasía, que sin embargo refleja el deseo de extender la
pureza de la Virgen hasta sus mismos orígenes. Estamos ante “la
expresión falsa de una verdad confusamente sentida”.
En
el terreno sólido de la patrística, la Iglesia desde los
primeros siglos, percibe y celebra la fe de María y la perfecta
santidad de quien fue elegida como madre del Salvador. Ella es “panagía”
(¡toda santa!), dicen los Padres griegos. Nada que tenga que ver
con el pecado es compatible con ella. Es “inmaculada”, de
conducta irreprochable, exenta de toda culpa personal.
En
una homilía sobre la Asunción, que puede ser datada entre los
años 550 al 650, el obispo Theoteknos de Livias, en Palestina,
además de referirse a María como “santa y toda hermosa”,
“pura y sin mancha”, al hablar de su nacimiento afirma:
“Nace como los querubines, aquella que es de una arcilla pura e
inmaculada”.
La discreta alusión a Eva y la comparación con los querubines,
implican una santidad original.
San
Agustín y el planteo de la concepción de María
El
problema de una “concepción inmaculada” no podía plantearse
teológicamente antes de que se formulara en términos expresos y
formales la doctrina de la gracia y la del pecado original,
considerado éste como una condición de la naturaleza humana
desposeída de la gracia divina y en lejanía y enemistad respecto
de Dios, condición que afecta a todo hombre desde el origen mismo
de su existencia (pecado original originado); y que, además, el
hombre hereda de la culpa personal de Adán (pecado original
originante). Será San Agustín, en el siglo V, el primero en
desarrollar en occidente la doctrina de la gracia y del pecado
original.
Sabe
bien el obispo de Hipona, en polémica con Pelagio, que sin la
acción oculta de la gracia en el corazón y en la libertad misma
del hombre, no puede éste liberarse del pecado. Pelagio, fino
humanista, a quien dicha concepción de la gracia como una moción
divina que se ejerce sobre la voluntad, le parece un agravio a la
libertad del hombre, en su afán moralizante confiaba
excesivamente en el poder de la libertad, y se esforzará por
mostrar que cuando el hombre quiere, con su libre arbitrio puede
obrar el bien y evitar el mal. Argumentará presentando el caso de
María, a quien “la piedad exige que la confesemos exenta de
pecado”. Aun dentro de su error fundamental sobre la gracia,
Pelagio está atestiguando lo que confiesa la “piedad”, vale
decir la fe de la Iglesia o sensus
fidelium acerca de la santidad personal de María. A su vez,
San Agustín, plenamente convencido de que la eximia santidad
personal de María es obra de la misma gracia, responderá
magistralmente:
Exceptuando,
pues, a la santa Virgen María, acerca de la cual, por el honor
debido a nuestro Señor, cuando se trata de pecados, no quiero
mover absolutamente ninguna cuestión (porque sabemos que a ella
le fue conferida más gracia para vencer por todos sus flancos al
pecado, pues mereció concebir y dar a luz al que nos consta que
no tuvo pecado alguno)...[10]
Si
María no pecó, ello no se debe al mero ejercicio recto de su
libre albedrío, al margen del influjo de la gracia sobre ella,
sino precisamente a una sobreabundancia de la gracia en la Madre
del Señor.
Pero
Julián de Eclana, discípulo de Pelagio, al cuestionar la
doctrina agustiniana del pecado original, llevará las cosas más
a fondo. Según Pelagio y sus discípulos, el pecado de Adán es
sólo el primer pecado entre los muchos que cometemos los hombres;
de este modo, nuestro primer padre ejerce un mal ejemplo que se
difunde. Si, en cambio, como quiere Agustín, éste fuera una
condición con la cual nacemos, “tú adscribes a María al poder
del diablo por la condición misma de su nacimiento”, objeta
Julián. Una vez más, como vemos, aparece María en esta
controversia como punto crítico de verificación o contradicción
de una doctrina. Sin ser la concepción de María el centro de la
discusión, Julián invoca este aspecto para poner en aprietos a
San Agustín. Nuevamente, el error pelagiano nos transmite de paso
el común sentir de la Iglesia acerca de la santidad perfecta y
original de María. Si la enseñanza de Agustín sobre el pecado
original, como condición heredada o contraída por nacimiento,
fuese correcta, esto implicaría proyectar sobre María una sombra
de pecado, lo cual va contra el sentir de la piedad y de la fe.
La
respuesta del santo obispo consistirá en destacar el triunfo de
la gracia de Cristo sobre María, mediante un renacimiento que la
libra del poder del demonio:
“No
atribuimos al diablo poder alguno sobre María en virtud de su
nacimiento, pero sólo porque la gracia del renacimiento vino a
deshacer la condición de su nacimiento”[11].
Esta
respuesta encierra una objetiva ambigüedad: ¿debemos pensar,
entonces, que la gracia de Cristo libera a María de la conditio
nascendi con la cual todos venimos al mundo, y que ella –aun
siendo santísima en su vida personal-, la habría igualmente
contraído como todos nosotros? Si unimos este texto a otro pasaje
de la misma obra, donde San Agustín señala como factor
transmisor del pecado original al desorden de la concupiscencia en
la unión sexual, entonces tenemos base objetiva para concluir,
dentro de estos supuestos, que María, “nacida de la carnal
concupiscencia de sus padres”, a diferencia de Cristo, lo ha
efectivamente contraído.
A
primera vista, parecería que Julián de Eclana y los pelagianos
se encuentran en este punto más próximos al dogma definido por
la Iglesia muchos siglos más tarde, que el mismo San Agustín.
Sin embargo, se trata sólo de una apariencia superficial. En
efecto, según la doctrina pelagiana todos somos concebidos sin
contraer el pecado original, con lo cual su defensa de la santidad
original de María se convierte en una afirmación banal. Si algo
significa el dogma de la Inmaculada, es precisamente el triunfo
más radical de la gracia redentora de Cristo sobre una creatura:
su Madre. Y esto, aun con imperfecciones, está más asegurado en
San Agustín y resulta negado en los pelagianos.
En
este punto, la respuesta del gran padre y doctor de occidente,
condicionará por siglos la búsqueda de un lenguaje sobre la
santidad perfecta y original de María, intuida y celebrada en
oriente y occidente. Al mismo tiempo, en el occidente latino ha
obligado a un gran esfuerzo de confrontación fatigosa y secular
entre la intuición y el razonamiento. Por un lado, la conciencia
gozosa de la santidad sin par de María; por otro, la necesidad de
integrar el influjo de la gracia redentora de Cristo y la
reflexión sobre el modo de transmisión del pecado original.
El
oriente bizantino y la fiesta de la concepción de María
No
es la reflexión teológica, como hemos visto, la única vía por
donde busca expresarse la intuición de los fieles sobre la
santidad inicial y perfecta de María. En el siglo VIII (o quizá
hacia fines del siglo VII), se introdujo en oriente la fiesta de
la concepción de María, también conocida bajo el nombre de
concepción de Ana, sin precisión dogmática, con fecha 9 de
diciembre.
Así como existían sendas fiestas para la concepción de Jesús y
del Bautista, se celebran ahora los inicios de la existencia de
María, cuya fiesta de la Natividad ya se festejaba nueve meses
después, en septiembre. La fiesta dará oportunidad para que San
Andrés de Creta, entre otros, cante la santidad original de
aquella que aparece como una nueva creación.
Respecto
del oriente bizantino, menos analítico y más doxológico que la
tradición latina, podemos decir que desde Éfeso hasta el siglo
XV, los Padres y los teólogos han formulado la doctrina de la
Inmaculada Concepción, preferentemente en su versión positiva,
como lo han mostrado con claridad pacientes estudios sobre la
patrística griega. María ha estado llena de gracia desde su
aparición en el seno materno. Ella es una nueva creatura hecha a
semejanza de Adán inocente.
Bajo
el influjo del oriente, la fiesta es celebrada en el siglo IX en
la Italia bizantina, con idéntica fecha, como lo atestigua un
antiguo calendario marmóreo de Nápoles. En el siglo XI es
introducida en Inglaterra donde se celebra el 8 de diciembre,
y desde allí pasará al continente en el siglo XII.
Eadmero
y los teólogos medievales
Hacia
1140, el monje Eadmero,
discípulo y antiguo secretario de San Anselmo en su sede de
Canterbury, escribe el primer tratado propiamente dicho sobre la
Inmaculada Concepción.
En él toma clara posición a favor de la fiesta, aceptada
gozosamente por el pueblo más sencillo y cuestionada por los
teólogos. Emociona leer su amplia defensa de la pura simplicidad
y devoción de los pobres y de los humildes que tienen el sentido
de la fe, en este tratado donde elabora con maestría
razonamientos de conveniencia para entender el significado de la
fiesta y donde llegamos a leer palabras semejantes a las que más
tarde empleará un franciscano escosés, el beato Juan Duns
Escoto. En atención a la que habría de ser sagrario de su Hijo,
Dios libera a María con su divino poder de las consecuencias
negativas de la unión carnal de los padres (presupuesto
agustiniano), evitando que contrajera el contagio de la culpa de
Adán:
Si
Dios otorga a la castaña poder ser concebida, alimentada y
formada debajo de las espinas y a salvo de ellas, ¿no pudo dar a
un cuerpo humano –que él mismo se preparaba como templo donde
habitaría corporalmente y del cual se haría perfecto hombre en
la unidad de su persona- que fuese concebido entre las espinas de
los pecados, pero que sin embargo resultara totalmente exento de
los mismos aguijones de las espinas. Lo pudo, por cierto. Si pues
lo quiso, lo hizo?[20]
Se
trata de un avance muy significativo, aunque aún la gracia
redentora de Cristo, que hace de María la primera redimida, no
juega en su presentación del privilegio mariano, todo el papel
que sería de desear.
En
los siglos XII y XIII, no obstante, la doctrina encontrará
resistencias entre los más grandes y santos teólogos (Anselmo,
Bernardo, Alberto Magno, Buenaventura, Tomás de Aquino), todos
por igual imbuidos de sólida piedad hacia la Virgen y conscientes
de su santidad sin par. Desde San Anselmo, y más claramente en
Santo Tomás, queda superada la vinculación agustiniana entre
acto procreador y transmisión del pecado original. Pero son
conscientes de la verdadera dificultad que resta despejar: no
puede haber excepción alguna en cuanto al alcance universal de la
mediación redentora de Cristo, afirmación claramente revelada en
la Escritura. Si por puro privilegio divino María ha sido
concebida sin pecado, Cristo no sería su Redentor.
El
beato Duns Escoto
Será
mérito grande de los franciscanos Guillermo de Ware y sobre todo
de su discípulo Duns Escoto, afirmar el privilegio de la
Inmaculada Concepción como la actuación más radical de la
gracia redentora de Cristo, por preservación y no por curación
de la enfermedad o contagio del pecado original. Así, lejos de
ser una excepción a la mediación redentora universal de su Hijo
es su verificación más excelente:
Cristo
ejerció el grado más perfecto posible de mediación
relativamente a una persona para la cual era mediador. Ahora bien,
para ninguna persona ejerció un grado más excelente que para
María... Pero esto no hubiera ocurrido si no hubiese merecido
preservarla del pecado original[22].
Seguirá
un período de controversias teológicas, que confrontará a
franciscanos y dominicos, mientras la “piadosa creencia” se
irá imponiendo más y más en la conciencia de la Iglesia y en el
culto.
Al
término de este largo recorrido, mencionemos aún brevemente dos
hechos significativos. El primero es el intento de definición en
el concilio de Basilea, en su sesión 36ª de 1439, frustrado a
raíz de la falta de legitimidad de dicha sesión, perdida por
retiro de los legados papales.
El segundo es la postura del concilio de Trento, que al final del
decreto sobre el pecado original, en la sesión V de 1546, afirma:
Declara,
sin embargo, este mismo santo concilio, que no es intención suya
incluir en este decreto, en el que se trata del pecado original, a
la bienaventurada e inmaculada Virgen María, Madre de Dios...[24]
II.
España y la Inmaculada
La
posición de los teólogos
En
la península, el culto litúrgico a la concepción de María
está presente desde el siglo XII, y contará con la defensa e
impulso de los reyes. Hacia fines del siglo XIII, el beato
Raimundo Lulio, terciario franciscano y precursor, junto con
Guillermo de Ware de la doctrina de Duns Escoto, se convertirá
con sus escritos y mediante su docencia en un caluroso defensor de
la doctrina inmaculista, con lo que iniciará una controversia con
los tomistas.
Mientras
en las aulas universitarias de Europa está en curso la polémica
teológica acerca de la Inmaculada Concepción, en España, desde
el siglo XVI, la doctrina inmaculista se abrirá amplio camino
entre los teólogos, con la excepción de los dominicos y el apoyo
entusiasta y generalizado de los franciscanos y jesuitas.
La
ciencia teológica irá despejando cada vez más sus
perplejidades, desde el Pro
Immaculata conceptione del jesuita Fernando Quirino de
Salazar, publicado en 1618, que constituye el primer gran tratado
sobre el dogma.
Las universidades españolas, comenzando por la de Granada en
1617, y otras en Europa, se comprometerán bajo juramento a
defender la doctrina de la Inmaculada hasta derramar la sangre. Se
trata del votum sanguinis,
que se propagará entre las diversas órdenes religiosas, las
archicofradías y los fieles.
La
victoria de los artistas y la fe de los sencillos
La
devoción a la Inmaculada cuenta, además, con el mayor fervor
popular. Las cofradías de la Concepción de Nuestra Señora,
fundadas por el cardenal Cisneros, se multiplicarán por toda
España, y en 1484 Beatriz de Silva, dama portuguesa, funda la
Orden de la Concepción y viste a sus monjas con escapulario
blanco y manto azul. Cofradías de la Concepción y monjas
concepcionistas, bien pronto tendrán fuerte presencia en toda
América.
Los
grandes genios de la pintura y la escultura, con el prodigio de su
arte, se alinearán claramente junto al pueblo más sencillo, en
la defensa entusiasta de lo que ya se había convertido en el
sentir virtualmente universal de la fe católica.
Las
portentosas pinturas del Greco, Ribera, Velázquez, Zurbarán y
sobre todo de Murillo, paradigma de inspiración sobre este tema
al que dedicó varias decenas de sus telas; y el arte consumado de
las tallas polícromas de Alonso Cano y Juan Martínez el
Montañés, -por mencionar tan sólo algunos de entre los nombres
más sobresalientes en la estética de estos siglos pródigos en
belleza-, son suficientes para mostrar el arraigo de la “piadosa
creencia” y el triunfo por caminos de intuición, piedad y
éxtasis artístico y religioso a la vez, de aquello mismo que se
trababa en el complicado balbuceo de la ciencia teológica más
genuina.
Siendo
el misterio de la Concepción Inmaculada una realidad que, por un
lado aconteció en este mundo, y que por otro escapa a toda
constatación empírica, ¿cómo es posible plasmar en figura,
color, materia y sentimiento una idea que tánta complicación
teológica había traído a los sabios?
Hacia
fines del siglo XV, o principios del XVI, se introduce en Francia
la representación artística de la Inmaculada, en composiciones
variadas (esculturas, vitrales, pinturas, miniaturas), presididas
con frecuencia por la exclamación admirativa del esposo del libro
del Cantar: Tota pulchra
es! (Cant 4,7). La Virgen aparece en el centro, entre la
tierra y el cielo, desde el cual Dios la mira como la mejor de sus
obras. Diversos símbolos bíblicos suelen completar la escena: el
jardín cerrado, la fuente sellada, el pozo de agua viva, las
rosas.
Los
artistas españoles de los siglos de oro, al recibir el tema, lo
simplifican al máximo, aligerándolo de la sobrecarga de
símbolos y haciendo valer por sí misma la belleza radiante e
insuperable de la Virgen. No cabe duda de que su producción
artística sobre la Inmaculada eclipsa, en calidad y número, a la
que se produce en otros países. Se trata de decir, en el lenguaje
del arte, que la Virgen Inmaculada pertenece plenamente a las
realidades de este mundo, pero que ya desde el primer instante
ella es “la Purísima”. Por eso, aparece como bañada en una
luz sobrenatural, joven y candorosa, de cabellos largos, las manos
juntas o cruzadas sobre el pecho, o también con los brazos
extendidos; la luna creciente bajo sus pies, o bien ángeles
niños que le sirven de base, y otras veces la serpiente
derrotada. Está vestida de blanco y cubierta de un manto celeste.
Pero su principal característica será una actitud y una mirada,
que más que su belleza física quieren destacar la irradiación
luminosa de la plenitud de su gracia. Aquí “la limpia y pura
Concepción” trasciende toda controversia; su mera
contemplación eleva el espíritu invitando a la plegaria, y
conmueve y persuade más que mil razonamientos y conceptos.
El
Magisterio y el influjo de la corona española
La
corona española, por su parte, en el siglo XVII, haciéndose eco
de la fe inmaculista, ya triunfante en sus dominios, dejará
sentir el peso de su influencia sobre la Sede Apostólica,
mediante tres solemnes misiones diplomáticas, encargadas de
obtener una definición dogmática.
Ésta tardará aún en llegar, pero el 6 de julio de 1616 Paulo V,
en la Constitución Regis
Pacifici, renueva y enfatiza las decisiones de Sixto IV
y San Pío V,
quienes habían alentado la celebración de la Inmaculada, aunque
prohibían tratar de herejes a los maculistas. Un año después,
en la bula Sanctissimus,
del 12 de septiembre de 1617, bajo el influjo de San Roberto
Bellarmino y de la embajada española, prohibe sostener en
público la tesis maculista.
El papa Gregorio XV, extenderá la prohibición incluso al ámbito
de las discusiones privadas; esto será en la bula Sanctissimus
del 24 de mayo de 1622.
La
nueva victoria de la fe ibérica, se manifestará en la bula Sollicitudo,
promulgada por el papa Alejandro VII, a instancias del rey de
España, Felipe IV, el 8 de diciembre de 1661. Desde 1658, el
embajador extraordinario del rey ante la Santa Sede, el obispo
Luis Crespi, había iniciado su gestión de pedir que fuese
declarado “con especial decreto ser el motivo de la fiesta de la
Inmaculada Concepción, el primer instante en que fue infundida el
alma”.
El papa organiza una amplia consulta preguntando al Santo Oficio,
a diversas Facultades de Teología y a los teólogos más
eminentes de Europa. Tras lo cual promulgará su “breve”, en
el cual traza una historia de la cuestión, haciendo notar la
antigüedad y el arraigo en la fe de los fieles (fidelium
pietas), el culto litúrgico, así como las decisiones
progresivas del Magisterio (Sixto IV, Trento, Paulo V, Gregorio XV),
para concluir con una declaración donde se emplean términos que
preparan los que usará Pío IX en Ineffabilis
Deus:
“Considerando
que la santa Iglesia Romana celebra solemnemente la fiesta de la
Concepción de la pura y siempre Virgen María y que ya de antiguo
estableció un Oficio especial y propio sobre esta fiesta... y
queriendo favorecer... esta piadosa y encomiable devoción y esta
celebración y culto... renovamos [los decretos] publicados a
favor de la opinión que afirma: que
el alma de la bienaventurada Virgen María fue enriquecida con la
gracia del Espíritu Santo y preservada del pecado original, en el
momento de su creación e infusión en el cuerpo”.
III.
La Inmaculada en América
“En
nuestros pueblos, el Evangelio ha sido anunciado presentando a la
Virgen María como su realización más alta”.
Estas palabras de los obispos latinoamericanos reunidos en Puebla,
nos sirven de punto de partida para ilustrar, en algunos rápidos
apuntes, la impronta mariana y concepcionista de la “madre
patria” en nuestro continente, a lo largo y a lo ancho de su
dilatada geografía y de su historia. Era natural que el clima
espiritual de la península se transladara a las tierras recién
descubiertas e impregnara, de diversas formas, todo el proceso
evangelizador durante siglos.
En
el amanecer mismo del Nuevo Mundo, para los ojos maravillados de
Cristóbal Colón, la segunda de las islas descubiertas por el
almirante, será por él bautizada con el nombre de Concepción,
nombre con el cual fundará también, en la isla de Santo Domingo,
la ciudad de Concepción de la Vega.
Desde
entonces, durante todo el período colonial y la etapa de
independencia hasta el día de hoy, innumerable cantidad de
ciudades, diócesis y templos, de norte a sur y del Atántico al
Pacífico, cuya lista excedería en mucho los límites de este
modesto aporte, proclaman el misterio de la Concepción
Inmaculada.
También
lo proclaman un inmenso número de imágenes y advocaciones de la
Virgen que celebran su “Purísima Concepción”, siendo este
misterio y el de la maternidad divina los dos más representados
en la profusa iconografía que competirá en esplendor con la de
España.
Especial
mención merece la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe,
aparecida milagrosamente en 1531 en la tilma del indio Juan Diego.
El color azul del manto, las manos juntas, la luna bajo sus pies,
la representan en el misterio de su Inmaculada Concepción.
Franciscanos
y jesuitas tomarán la vanguardia de su culto. Los franciscanos,
herederos del pensamiento teológico del beato Duns Escoto y de la
tradición mariana de la orden, se convertirán en fervientes
propagadores del culto a la Inmaculada, por doquier en el
continente. Como regla general, en sus iglesias le erigen un altar
o le dedican una capilla. Algo semejante puede afirmarse de los
jesuitas.
La
Inmaculada se convertirá en un tema de inagotable inspiración
para el arte en sus diversos géneros: tallas, pinturas, retablos,
música, poesía, letrillas; como ésta que citamos, entonada por
el fervor popular en 1623 en Lima, con ocasión de una procesión
organizada, esta vez por los dominicos, tras ciertas reticencias
previas de los mismos frailes que motivaron la reacción popular:
Fue
concebida María,
remedio
de nuestro mal,
más
pura que el sol del día,
sin
pecado original[43].
El
saludo habitual, desde México a las tierras del Plata y a todo lo
ancho del continente, será el consabido: “Ave María Purísima.
Sin pecado concebida”.
Ya
hemos hablado de la sólida presencia de las Cofradías de la
Concepción y de las monjas de la Orden de la Concepción,
difundidas muy pronto en América.
El
III Concilio Provincial de Lima, convocado por Santo Toribio de
Mogrovejo en 1582, al que asistieron, entre otros, los obispos del
Río de la Plata, Fray Alonso Guerra, y el del Tucumán, Fray
Francisco de Victoria, estableció como fiesta de precepto para
los españoles el 8 de diciembre. Idéntica medida toma el III
Concilio Provincial de México, celebrado en 1585.
Las
crónicas del alborozo generalizado con que eran recibidas en toda
América las decisiones papales ya reseñadas a favor de la
doctrina y culto de la Inmaculada, constituyen páginas de
entrañable emotividad. No se trataba de simple algarabía. Los
eventos brindaban la ocasión para la expresión religiosa y
festiva de las diversas corporaciones y para vincular el festejo
popular con la catequesis más profunda, como la representación
de un Auto Sacramental.
Entre las decisiones papales debemos recordar la de Clemente XIII,
quien a pedido del rey Carlos III concedió el patronato de la
Inmaculada para España e Indias, el 25 de diciembre de 1760.
Las
universidades americanas, al igual que las de España, tomaron la
resolución de defender la fe en la Concepción Inmaculada hasta
con la propia vida, de ser preciso. Esta costumbre se extendió a
las ciudades por medio de sus cabildos y tribunales del consulado.
Es grato recordar que entre estos últimos, los de Lima y de
Buenos Aires llevaban en su escudo, como divisa, las palabras:
“María Concebida sin pecado”.
En
cuanto a nuestra patria, Argentina, resulta altamente
significativo el hecho de que los principales santuarios marianos
celebren en sus imágenes patronales a la Inmaculada. Debemos
mencionar en tierras de Catamarca, a los misioneros franciscanos
vinculados con los orígenes del culto a la Virgen del Valle
(1620),
y en Corrientes a Fray Luis de Bolaños, quien trajo la imagen de
la Virgen de Itatí (1615).
Ambas advocaciones celebran, como se sabe “la limpia y pura
concepción” de la Santísima Virgen, lo mismo que la imagen
mariana de Luján (1630)
y la Virgen del Milagro en Salta (1692).
Además
de nuestra patria, celebran a la Inmaculada las imágenes
patronales de Paraguay, Nuestra Señora de Caacupé (1603);
del Brasil, Nuestra Señora Aparecida (1717);
de Honduras, Nuestra Señora de Suyapa (1747);
así como del Uruguay, la Virgen de los Treinta y Tres (1779).
Sin mencionar el sinnúmero de capillas, templos y santuarios que
en el interior de esas mismas naciones recuerdan el misterio de su
Concepción.
Poco
antes de nuestra vida independiente, en 1806, durante las
invasiones inglesas, los criollos decidirán “poner la empresa
(de la reconquista) bajo el patrocinio de Nuestra Señora de la
Concepción”.
Durante la gesta emancipadora, los colores celeste y blanco de la
bandera argentina creada por Belgrano, ferviente devoto de la
Inmaculada, quien como abogado ya había jurado defenderla, se han
inspirado en los de su manto, según el testimonio de su hermano
Carlos.
Luego
de este extenso fresco, apenas esbozado, y que podría
enriquecerse con inmensa cantidad de otros datos de interés, no
resultará extraño saber que ante la consulta realizada por Pío
IX al episcopado universal, antes de la definición dogmática, la
respuesta favorable de los obispos latinoamericanos haya sido
unánime.
IV.
La Inmaculada y la Iglesia en el plan de salvación
En
las páginas previas hemos contemplado el desarrollo de la
conciencia eclesial, tal como se ha manifestado en la percepción
intuitiva del pueblo de Dios desde el principio, en la lenta
maduración de la doctrina, en el culto litúrgico, en las
numerosas, variadas e imponentes manifestaciones del arte y de la
piedad, la toponimia, las intervenciones progresivas del supremo
Magisterio.
En
este apartado, buscamos entender el mensaje de la Inmaculada
procurando captar su sentido profundo sobre el trasfondo del
Misterio de la salvación. Así, al mismo tiempo, se mostrará su
significado para la Iglesia.
No
se trata de brindar “pruebas” del misterio de la Concepción
Inmaculada a partir de la Escritura, por vías de un razonamiento
de tipo deductivo, sino más bien de mostrar la continuidad y la
positiva armonía que existe entre la imagen bíblica de María y
la comprensión eclesial de su santidad perfecta. La garantía
definitiva de que el dogma mariano definido por la Iglesia se
contiene implícitamente en la revelación bíblica, con la
consiguiente certeza de los creyentes, descansa en última
instancia en la explícita promesa de la permanente e infalible
asistencia del Espíritu Santo hecha por Cristo a los suyos (Jn
16,12-15). Es el Espíritu de Cristo quien, más allá de
conceptos y razonamientos, tiene en la Iglesia la misión de abrir
la mente de los fieles con la luz de su gracia, para entender en
profundidad el contenido revelado.
La
liturgia de la misa del 8 de diciembre, constituye el mejor camino
para adentrarnos en el significado histórico-salvífico de la
Inmaculada. Ateniéndonos a sus oraciones propias, sus lecturas
bíblicas y su prefacio, la Concepción Inmaculada de María
aparece iluminada por su carácter de “Nueva Eva”, de “Hija
de Sión”, modelo de la esponsalidad de la Iglesia, y por el
hecho de haber sido elegida como digna morada o templo para la
Encarnación del Verbo.
La
nueva Eva
La
primera lectura (Gn 3,9-15.20) nos trae el relato del diálogo
tenso entre Dios y nuestros primeros padres luego de la caída,
seguido del anuncio de la victoria de la descendencia de la mujer
sobre la serpiente (v.15). Este versículo 15, será conocido en
la Tradición eclesial como el Protoevangelio,
cuyas palabras, junto con otros textos del Antiguo Testamento,
“tal como se leen en la Iglesia y tal como se interpretan a la
luz de una revelación ulterior y plena (...) evidencian la figura
de la mujer Madre del Redentor” (LG 55).
Desde
la luz definitiva del Nuevo Testamento, es Cristo quien quebranta
el poder del demonio,
mediante su perfecta obediencia al Padre. Pero esa misma luz hace
que quede objetivamente fundado el paralelismo entre Eva y María.
En efecto, en el relato de la Anunciación del Señor, que
escuchamos como evangelio de ese día (Lc 1,26-38), María aparece
como antítesis de Eva, mediante su obediencia, su libre
consentimiento y su fe.
Así
lo entendió la patrística desde el siglo II.
Reflexionando sobre el rol de María en la Anunciación, el
Concilio Vaticano II enseña:
Por
eso, no pocos Padres antiguos afirman gustosamente con él (San
Ireneo) en su predicación, que “el nudo de la desobediencia de
Eva fue desatado por la obediencia de María; que lo atado por la
virgen Eva con su incredulidad, fue destado por la Virgen María
mediante su fe”; y comparándola con Eva, llaman a María
“Madre de los vivientes”, afirmando aún con mayor frecuencia
que “la muerte vino por Eva, la vida por María”[62].
Esta
antítesis entre Eva y María está en paralelo con la de Adán y
Cristo. Por ser la madre de aquel que aplastará la cabeza de la
serpiente, “María está situada en
el centro mismo de aquella «enemistad», de aquella lucha que
acompaña la historia de la humanidad en la tierra y en la
historia misma de la salvación”.
De este modo, desde la lectura neotestamentaria, la mujer y su
descendencia, María y Cristo, comparten las “mismísimas
enemistades”
respecto del demonio.
La
reflexión secular de la Iglesia fue descubriendo que esta
enemistad con el demonio debía ser plena y total, en aquella que
fue saludada por el ángel como “llena de gracia” (Lc 1,28),
la agraciada por
excelencia con el don de la maternidad del mesías redentor. El
participio pasivo perfecto con que es saludada (kecharitômenè),
ocupa el lugar del nombre civil e indica un estado permanente en
María, previo a la salutación del ángel, y es fruto de la
acción santificante de la gracia de Cristo, en orden a la digna
realización de su función maternal.
Es el efecto más radical de aquella bendición con la cual Dios
Padre nos ha bendecido en los cielos en Cristo (cf. segunda
lectura Ef 1,3).
De
este modo, entendemos que ella ha sido “redimida de un modo
eminente, en previsión de los méritos de su Hijo, y unida a él
con un vínculo estrecho e indisoluble” (LG 53); y que ha sido
...
plasmada y hecha una nueva creatura por el Espíritu Santo.
Enriquecida desde el primer instante de su concepción con el
resplandor de una santidad enteramente singular, la Virgen
Nazarena, por orden de Dios, es saludada por el ángel de la
Anunciación como llena de
gracia (cf. Lc 1,28), a la vez que ella responde al mensajero
celestial: He aquí la
esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc
1,38). Así María, hija de Adán, al aceptar el mensaje divino,
se convirtió en Madre de Jesús, y al abrazar de todo corazón y
sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad salvífica de
Dios, se consagró totalmente como esclava del Señor a la persona
y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la
redención, con Él y bajo Él, con la gracia de Dios omnipotente[66].
Merece
ser destacado un aspecto dentro de la variada riqueza teológica
de este texto conciliar: aquí se vincula la santidad original de
María, su concepción inmaculada, con la obra santificadora del
Espíritu Santo. La Purísima, desde el instante inicial de su
existencia es la obra maestra del Espíritu.
La
Hija de Sión, modelo de la Iglesia santa e inmaculada
El
plan de salvación se fue desarrollando, bajo la iniciativa
divina, como el cumplimiento de una Alianza entre Dios y el pueblo
elegido. Desde el siglo VIII, con el profeta Oseas, esta Alianza
es presentada como un matrimonio entre Yahweh e Israel (Os 2). En
adelante, los grandes profetas hablarán de Israel como de la
esposa bienamada, elegida por Dios por puro beneplácito y
misericordia. Sin embargo, ésta es infiel y adúltera, provocando
así el celo del Señor, quien la castiga una y otra vez para
purificarla y conquistar su corazón. Pese a su enojo, Él es
inmutablemente fiel a la Alianza esponsal. En el horizonte,
siempre aparece el anuncio de una victoria final del amor
apasionado de Dios, quien terminará por convertir a Israel en una
esposa perfectamente fiel, dotada de una belleza deslumbrante.
El
Cantar de los Cantares ha celebrado, como ningún otro libro, con
abundantes imágenes de insuperable belleza, el amor entre el
esposo y la esposa. La tradición rabínica, desde antiguo, lo
interpretó en la línea profética ya reseñada, como expresión
del amor de Yahweh por su pueblo. Es notable que en el libro, el
esposo ya no encuentra defecto ni ocasión alguna de reproche por
su amada. Sólo admiración extasiada: “¡Qué hermosa eres, mi
amada, qué hermosa eres! ... ¡Toda hermosa eres, amada mía, y
no hay en ti defecto!” (4,1.7).
Los
profetas Sofonías (3,14-18), Zacarías (2,14; 9,9-10) y Joel
(2,21-27), en nombre de Dios se dirigen a la ciudad de Jerusalén,
la “hija de Sión”, símbolo de todo el pueblo y depositaria
de las promesas divinas de salvación, invitándola a la alegría
mesiánica (“¡alégrate!” Sof 3,14; Zac 2,14), con la
exclusión de todo temor (“no temas” Sof 3,16; Jl 2,21), pues
el Señor Dios viene a morar “en medio” de ella (Sof 3,15b y
17a; Zac 2,14a y 15b), como Rey (Sof 3,15b; Zac 9,9) y Salvador (Sof
3,17a; Zac 9,9); encuentra en ella su gozo y le renueva su amor de
antaño. Resuena aquí el lenguaje de la esponsalidad.
La
exégesis contemporánea ha destacado los múltiples puntos de
contacto entre estos textos, sobre todo el de Sofonías, y el
relato de la Anunciación en San Lucas. De hecho, todos los
elementos antes mencionados en los anuncios proféticos están
aquí presentes. Pero con dos trasposiciones: la “hija de Sión”
es ahora María, llamada con su nombre de gracia (kecharitômenè);
y el Rey y Salvador es Jesús, quien viene a habitar en ella.
Interpretar
a María como “Hija de Sión” que Dios renueva por su amor,
implica poner de relieve su aspecto eclesial, la realización
perfecta del misterio de nupcialidad y de Alianza. Según el
designio benevolente y misericordioso de Dios, del que nos habla
la segunda lectura, tomada de la Carta a los Efesios, hemos sido
elegidos desde la eternidad en Cristo para ser “santos e
inmaculados en su presencia por el amor” (1,4). En esta misma
carta el Apóstol presenta la redención como un misterio nupcial:
“(Cristo) quiso para sí una Iglesia resplandeciente, sin mancha
ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada”
(5,27). Cuando la Iglesia proclama el misterio de la Inmaculada,
proclama su propio misterio y descubre admirada su propia
vocación al contemplar a “la Madre digna de tu Hijo, símbolo y
principio de la Iglesia, su hermosa Esposa sin mancha ni arruga”
(Prefacio). “La Inmaculada prefigura así a la Iglesia
inmaculada”.
Digna
morada del Verbo
La
oración inicial de la Misa, data del siglo XV, y comienza
invocando al Padre con estas palabras: “Dios, que por la
concepción inmaculada de la Virgen María, preparaste una digna
morada para tu Hijo...”. De este modo, la Iglesia declara que en
el misterio de la Inmaculada Concepción está celebrando la
consagración de María como templo donde habitaría el Verbo.
En
cuanto casa de Dios, donde él habita, al templo “corresponde la
santidad” (Sal 93[92],5). Ésta es atributo exclusivo del Dios
de Israel y le designa en cuanto misterio inaccesible para el
hombre. Pero Dios que es el único santo comunica su santidad a
las creaturas cuando las elige para una misión o las segrega para
su culto. Son su pertenencia, y en este sentido objetivo, previo a
la calificación moral, es santo el templo de Jerusalén, el arca
de la Alianza y las cosas relativas al culto, la tierra de la
promesa, determinados tiempos, lugares y personas, como los
sacerdotes, el rey y el mismo pueblo de Israel.
Respecto
de las personas, el “Santo de Israel” exige una segregación
más profunda que la significada por la circuncisión, la unción
y las purificaciones rituales. Exige la observancia de su Ley y la
pureza de conciencia mediante la segregación del pecado.
San
Pablo hablará del cristiano (1Co 6,19-20) y de la misma Iglesia
(1Co 3,10-17) como de un templo del Espíritu Santo, con las
peculiares exigencias morales de vida santa correspondientes a tal
condición. Esta presencia operante, fruitiva y santificadora del
Espíritu de Cristo por la gracia, hace del cristiano y de la
Iglesia un templo más calificado que el de Jerusalén, con la
prerrogativa de una santidad diversa, cualitativamente superior a
la meramente jurídica o litúrgica.
En
el mismo instante en que la Virgen María brinda su consentimiento
a la voluntad de Dios anunciada por el ángel, el Espíritu Santo
obra en su seno la Encarnación del Hijo eterno del Padre, y se
convierte por nueve meses en un sagrario viviente. ¡Es “Madre
de Dios”! ¿Puede pensarse una cercanía, una presencia de Dios
más intensa en una creatura? Y a esta presencia divina del Verbo
Encarnado en sus entrañas virginales, cualitativamente superior a
la presencia divina protectora que se experimenta en el templo y a
la misma presencia de inhabitación por la gracia, ¿no habrá de
corresponder en la “llena de gracia” una santidad más radical
aún que la exigida en un templo material y en los mismos templos
espirituales? A esta radical santidad, intuida y celebrada por los
fieles, la Iglesia le puso un nombre: Inmaculada Concepción.
V.
Estrella de la nueva evangelización
Deseamos,
por último, proyectar la luz del misterio de la Inmaculada sobre
nuestra hora providencial en los inicios del tercer milenio,
urgidos por la responsabilidad de la inmensa tarea evangelizadora.
En
varias oportunidades, la Iglesia latinoamericana ha tomado
conciencia de los desafíos que debía enfrentar en el aquí y
ahora de su misión. Pensemos en el Concilio Plenario para la
América Latina (1899),
y en los acontecimientos eclesiales que significaron las asambleas
del episcopado latinoamericano en Río de Janeiro (1955),
Medellín (1968), Puebla (1979), Santo Domingo (1992).
En
cada ocasión, la Iglesia ha podido experimentar la desproporción
manifiesta entre las fuerzas humanas de que dispone y la magnitud
de la obra misionera impuesta por su Fundador. De allí la
necesidad sentida de implorar la gracia y de acudir al ejemplo
inspirador y a la intercesión maternal de María. Bella y
acertadamente lo expresaba el Documento de Puebla:
Ante
tal desafío, la Iglesia se sabe limitada y pequeña, pero se
siente animada por el Espíritu y protegida por María...
Esa Iglesia, que con nueva lucidez y decisión quiere evangelizar
en lo hondo, en la raíz, en la cultura del pueblo, se vuelve a
María para que el Evangelio se haga más carne, más corazón de
América Latina. Esta es la hora de María, tiempo de un nuevo
Pentecostés que ella preside con su oración, cuando bajo el
influjo del Espíritu Santo, inicia la Iglesia un nuevo tramo de
su peregrinar. Que María sea en este camino “estrella de la
Evangelización siempre renovada” (EN 82).
La
misma conciencia eclesial se ha manifestado en el primer Sínodo
de América, celebrado en Roma entre el 16 de noviembre y el 12 de
diciembre de 1997. Haciéndose eco de la Propositio
5 de los obispos, el papa Juan Pablo II, en la exhortación
postsinodal Ecclesia in
America dice:
¿Cómo
no poner de relieve el papel que la Virgen tiene respecto a la
Iglesia peregrina en América, en camino al encuentro con el
Señor? En efecto, la Santísima Virgen, “de manera especial,
está ligada al nacimiento de la Iglesia en la historia de [...]
los pueblos de América, que por María llegaron al encuentro con
el Señor”[74].
Podemos
preguntarnos acerca de los rasgos específicos del misterio de la
Inmaculada Concepción en orden a iluminar el camino evangelizador
de la Iglesia.
Ni
presunción ni pasividad
Digamos,
ante todo, que ella nos obliga a mantenernos siempre en un
difícil equilibrio para no caer ni en la presunción de nuestras
propias fuerzas ni en la mera pasividad ni en una visión
pesimista del hombre. Esto es de gran importancia, dado que los
desvíos doctrinales del pelagianismo, del quietismo o del
agustinismo exagerado y tergiversado de los Reformadores, son
errores y tentaciones que tienden a reiterarse en formas no
siempre conscientes en la historia de la espiritualidad y en la
pastoral de la Iglesia. Los vemos encarnarse, de hecho, en
actitudes vitales, más que en una teoría.
Ante
toda forma de pelagianismo y de vano esfuerzo del hombre por
construir con sus solas fuerzas el Reino de Dios o de encontrar la
liberación de sus males más profundos por su crispada tenacidad,
el misterio de la Purísima proclama muy alto: “¡todo es
gracia!” ¿Qué mérito antecedente puede invocar la simple
creatura para alcanzar la salvación, o a través de qué obras
quedará al abrigo del mal y de sus consecuencias? La misma gracia
que hizo de María la “redimida de modo eminente, en previsión
de los méritos de su Hijo”,
es la que redime a la Iglesia y a la humanidad anticipándose a la
obra de los hombres.
Es
bueno recordar esta verdad situados en los inicios del tercer
milenio. La Iglesia, que existe para evangelizar, no puede olvidar
el paradigma mariano de su fecundidad. Ella misma no tiene
consistencia sino en cuanto prevenida, fundada y acompañada por
la gracia de la elección.
Pero
ante toda actitud “pasivista”, de los que “creen no poder o
no deber intervenir, esperando que Dios solo actúe y libere”,
la Inmaculada les recuerda el misterio de la Alianza. En efecto,
la gracia de la Concepción Inmaculada está en estrecha conexión
de significado con el misterio de su maternidad divina y, por
tanto, con su activa cooperación en “la obra de los siglos”,
que es la encarnación redentora, mediante su consentimiento libre
y responsable, sostenido a lo largo de toda su vida hasta la hora
de la cruz. La plenitud de la gracia le es concedida en orden a un
servicio diligente sin entorpecimiento de pecado alguno, a la
voluntad salvífica de Dios, que ha querido asociarla a la obra
redentora de su Hijo Jesucristo, en perfecta subordinación a él.
La
libertad y el servicio
La
Concepción Inmaculada enseña también a la Iglesia a poner en su
justa luz uno de los valores fundamentales del hombre, quizá el
más apreciado y determinante en la sociedad contemporánea: la
libertad. ¿En qué época de la historia se declamó con mayor
fuerza el derecho a la libertad? ¿Cuándo se extendió a niveles
masivos como hoy la conciencia y el clamor por una liberación de
injustas opresiones estructurales?
El
dogma de la Inmaculada viene a recordarnos la genuina esencia de
la libertad “que se presenta como obediencia convencida y
cordial a la «verdad» del propio ser, al significado de la
propia existencia, o sea, al «don sincero de sí mismo», como
camino y contenido fundamental de la auténtica realización
personal”.
En efecto, después de Cristo, y en dependencia de él, María es
la mujer libre por excelencia, pero con una libertad que es
gracia. Porque ha sido radicalmente liberada desde el primer
instante de su existencia de toda solidaridad con el pecado, es
radicalmente libre para decir sí a la voluntad salvífica de
Dios, siempre y a cada instante.
Las
palabras de la constitución Lumen
gentium 56, ya citadas, conectan el dogma de la Inmaculada con
el hecho de “abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento de
pecado alguno la voluntad salvífica de Dios” y con su
condición de “esclava del Señor”, que “se consagró
totalmente ... a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con
diligencia al misterio de la redención, con Él y bajo Él, con
la gracia de Dios omnipotente”.
¡Paradojas
de la fe cristiana! La más humilde “esclava del Señor” es la
mujer más libre de la historia, y por eso mismo consagrada
totalmente a la obra de su Hijo en el servicio de los hombres.
Escuchemos
esta otra página convergente del Magisterio:
“Dependiendo
totalmente de Dios y plenamente orientada hacia él por el empuje
de su fe, María, al lado de su Hijo, es la
imagen más perfecta de la libertad y de la liberación de la
humanidad y del cosmos. La Iglesia debe mirar hacia ella, madre y
modelo, para comprender en su integridad el sentido de su
misión”[79].
Con
sensibilidad de mujer y de madre, desde la gloria continúa la
búsqueda de caminos y soluciones para los hombres, sus hijos,
como un día en Caná de Galilea. Sus prerrogativas de gracia y
toda su excelsa santidad no la alejan de nosotros, antes bien la
acercan: los dones singulares de gracia que le han sido concedidos
ensanchan su corazón misericordioso.
***
Las
páginas precedentes, no aspiran sino a alimentar la
contemplación amante del misterio de aquella en quien “todo un
Dios se recrea”. Como canta el prefacio de la Misa de la
Inmaculada, ella es “principio de la Iglesia, la hermosa esposa
de Cristo, sin mancha ni arruga”. En cuanto tal, será en esta
hora del camino de la Iglesia por la historia, “estrella de la
Evangelización siempre renovada”. Puedan estas reflexiones
inducir al lector a recuperar la simplicidad del niño que desea
repetir ante ella, la oración aprendida quizá en años ya
lejanos: “¡Bendita sea tu pureza... !”
+
Antonio Marino
Obispo
Auxiliar de La Plata