Homilía
en la solemnidad de la Asunción Santuario de Schönstatt – La
Plata en el inicio del año 40°
I.
Alabanza
“Un
gran signo apareció en el cielo: una mujer, vestida de sol, y la
luna bajo sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce
estrellas”
(Ap 12,1). Estas palabras de Juan, el Vidente del Apocalipsis,
sirven de introducción al gozo de este día.
Para
poder expresarlo como es debido, habría que pedir en préstamo el
corazón y los labios de los Santos Padres de la Iglesia de
oriente y de occidente. Desearíamos ahora convertirnos en puro
eco de la alabanza incomparable
que la voz de la Tradición eclesial ha entonado, a lo largo de
los siglos, en honor del triunfo de la Madre de Dios. Pretendemos
la armonía con el amor que le profesa el pueblo cristiano, la
concordia con el coro de los ángeles, y de los redimidos del
cielo y de la tierra, pues en comunión con ellos la admiramos “como
la criatura más alta después de Dios” [1].
En
esta Eucaristía nos asociamos a la gloria de aquella a la que
confesamos como “la
Inmaculada Madre de Dios, la siempre Virgen María, (quien)
cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y
alma a la gloria celestial” [2].
Celebramos
su pascua personal, la corona de todos sus privilegios de gracia.
La contemplamos plenamente asociada a su Hijo Jesucristo en su
triunfo sobre el pecado y sobre la muerte. Extasiados en su gloria
imperecedera, nos miramos en ella como en un espejo sin mancha,
para descubrir allí nuestra identidad profunda: ser la Iglesia
querida por Cristo, su mística esposa, madre de los hombres con
vocación de cielo.
Contemplamos
un misterio de infinita alegría. Hoy vale más admirar que
discurrir, amar y cantar más que razonar. Nos ayudan las
elevaciones de los místicos y las intuiciones de los poetas, el
estremecimiento del arte y la belleza del canto. Nuestras
reflexiones sólo balbucean.
Pero
la caridad pastoral nos lleva a poner un poco de orden en nuestra
contemplación y en nuestro gozo, y para ello fijamos nuestra
mirada en algunos aspectos de su misterio.
II.
Corona de sus privilegios
En
su condición de intérprete fiel y autorizado del depósito de la
Revelación, conservado en la Tradición de la Iglesia como tesoro
y alimento, el Papa Pío XII, al definir el dogma destaca la íntima
conexión de la Asunción de María en cuerpo y alma a los cielos,
con sus otros privilegios de gracia. El sujeto de la definición
es por eso “la Inmaculada
Madre de Dios, la siempre Virgen María”.
De
este modo, la Asunción aparece como corona de todos los otros
signos de predilección con que el amor del Padre quiso colmarla,
como a su hija predilecta. Estos giran en torno a su misión de
Madre de aquel que es Dios y Redentor del género humano. En
efecto, es en orden a albergar al Altísimo en persona, como digno
templo y Arca de la Nueva Alianza, que la gracia envuelve su
existencia desde el primer instante, haciéndola inmaculada. Es
para convertirla en signo de la divinidad de su propio Hijo, al
que engendra según la carne, y en señal de la gratuidad de la
salvación, que el Espíritu Santo la volvió virginalmente
fecunda, sin concurso de varón.
La
glorificación corporal aparecerá también en su íntima conexión
con la exención del desorden de la concupiscencia y en armonía
con la gloriosa permanencia del signo de su virginidad. Lo cual
equivale a afirmar la redundancia y transparencia en la carne de
las realidades escatológicas y sobrenaturales.
Oigamos
a San Juan Damasceno en su contemplación sobre el misterio: “Convenía
que aquella que en el parto había conservado intacta su
virginidad conservara su cuerpo también después de la muerte
libre de la corrupción. Convenía que aquella que había llevado
al Creador como un niño en su seno tuviera después su mansión
en el cielo. Convenía que la esposa que el Padre había desposado
habitara en el tálamo celestial. Convenía que aquella que había
visto a su Hijo en la cruz y cuya alma había sido atravesada por
la espada del dolor, del que se había visto libre en el momento
del parto, lo contemplara sentado a la derecha del Padre. Convenía
que la Madre de Dios poseyera lo mismo que su Hijo y que fuera
venerada por toda criatura como Madre y esclava de Dios”[3].
III.
Asociada a Cristo
Todos
sus privilegios de gracia constituyen, en última instancia, la
expresión de su privilegio fundamental: ella es la mujer
asociada, a título de Madre y como nueva Eva, a la obra redentora
de su Hijo, con quien estará íntimamente vinculada en plena
disponibilidad de alma y cuerpo.
Así
nos la muestra la Escritura. Desde su consentimiento pronunciado
en la anunciación, ella se ha hecho “una
sola carne” con su Hijo. Madre del Verbo y su mística
esposa, mantendrá fielmente su consentimiento hasta la cruz,
manifestándose como su perfecta seguidora y discípula,
precediendo a la Iglesia “en
la peregrinación de la fe” (LG 58). Este vínculo se perpetúa
ahora en la gloria del cielo, al compartir con su Hijo la plena
victoria sobre la muerte.
Como
nos enseña el Concilio Vaticano II: “Pues
asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que
con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones
de la salvación eterna. Con su amor materno se cuida de los
hermanos de su Hijo, que aún peregrinan y se hallan en peligros y
ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada”
(LG 62).
Por
eso, con palabras tomadas de la liturgia romana primitiva,
exclamamos: “Digna de
veneración es, Señor, para nosotros la solemnidad de este día,
en que la santa Madre de Dios pasó la muerte temporal; más no
pudo ser apresada con las ataduras de la muerte la que de sí
engendró en carne humana a tu Hijo, Señor nuestro” [4].
Sabemos
que al morir y resucitar, Jesucristo ha transformado nuestra
muerte y ha vencido su poder. Después de Cristo, nadie como ella
podrá exclamar: “¿Dónde
está, muerte, tu victoria? ¿Dónde esta tu aguijón?”
(1Cor 15,55).
IV.
Imagen gloriosa de la Iglesia
peregrina
En
la visión del capítulo 12 del Apocalipsis, el autor sagrado
contempla el signo glorioso de la Mujer, contrapuesto al signo
infernal del Dragón. Perseguida por éste, “la
Mujer huyó al desierto, donde Dios le había preparado un
refugio” (Ap 12,6).
Muchos
son los indicios que nos hacen percibir resonancias entre esta
Mujer y Eva[5],
así como trae ecos de la figura de Israel presentada como madre (Is
66,7-15) y convertida en la Iglesia del Nuevo Testamento que
alumbra al Mesías. Eva, Israel y la Iglesia, están asociadas a
la misma misión de engendrar al descendiente que debía
quebrantar la cabeza de la serpiente. Pero, en definitiva, es en
María donde esta misión se cumple en plenitud.
El
Concilio nos ha presentado esta dimensión eclesial de su Asunción
gloriosa: “Mientras
tanto, la Madre de Jesús, de la misma manera que, glorificada ya
en los cielos en cuerpo y en alma, es imagen y principio de la
Iglesia que habrá de tener su cumplimiento en la vida futura, así
en la tierra precede con su luz al peregrinante Pueblo de Dios
como signo de esperanza cierta y de consuelo, hasta que llegue el
día del Señor” (LG 68). Son estas mismas palabras las que
pronto escucharemos convertidas en oración, en el solemne
Prefacio de la Plegaria eucarística.
V.
Comunión para una patria nueva
Muy
queridos hermanos, nosotros no podemos separar el culto a Dios del
compromiso por un mundo nuevo, más conforme con su voluntad, más
digno del hombre y de Dios. No podemos cantar nuestro entusiasmo y
nuestra alabanza a la que es la “Madre tres veces admirable”,
si nos desentendemos del cuidado fraterno y solidario de cada uno
de sus hijos.
Este
santuario de Schönstatt, inicia hoy la celebración de su cuadragésimo
año de existencia. En el momento de su erección, vivía aún
sobre esta tierra esa notable figura de educador y de apóstol que
fue el Padre Josef Kentenich, quien fue consciente de ese hecho.
Sus hijos espirituales anhelan verlo un día reconocido
oficialmente por la Iglesia como modelo a seguir y como intercesor
a quien invocar.
Si
ustedes desean honrar a la Madre Admirable, viviendo “en alianza
con ella”, renueven hoy el propósito de hacer presente en sus
vidas el Reino de su Hijo, en el fragmento de mundo que la
Providencia les ha otorgado, como escenario donde se continúa
esta lucha entre Jesús y el Príncipe de este mundo, entre la
Mujer y el Dragón, entre Miguel con sus ángeles y el Demonio con
los espíritus del mal. “En
comunión construyamos una patria nueva”.
Pronto
toda nuestra patria Argentina vibrará en forma especial en torno
al misterio del altar, con ocasión de los días del Congreso
Eucarístico próximo a celebrarse en la ciudad de Corrientes. María,
mujer eucarística por excelencia, nos ayude con su ejemplo a
convertirnos en ofrenda, y con su intercesión nos conceda ser
instrumentos de una patria mejor.
En
estas horas de desconcierto, ante el avance arrollador del
secularismo y de leyes inicuas que degradan al ser humano, sepan
ustedes tener la frescura de un movimiento de renovación eclesial
y social al mismo tiempo. Sean fieles a la Iglesia y trabajen
unidos a sus pastores. No cedan nunca a la tentación de
encerrarse sobre sí mismos. La Iglesia que es Madre los ama, los
bendice, necesita de la riqueza de su carisma y de sus energías
puestas al servicio de la totalidad del Cuerpo Místico de Cristo.
Virgen
gloriosa, Madre de Dios y Madre nuestra, una vez más te pedimos: “vuelve
a nosotros esos tus ojos misericordiosos, y después de este
destierro muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre”.
+
Antonio Marino
Ob.
Aux. de La Plata