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Fiesta de la Inmaculada Concepción
+ Mons. José Luis Mollaghan, Arzobispo de Rosario, Argentina
1. Llena de
gracia.
La solemnidad de la Inmaculada Concepción de María, el 8 de
diciembre, es una fiesta de la Santísima Virgen, y de todo el Pueblo
de Dios. El día de precepto con el que la Iglesia quiere significar
su importancia, también nos permite descubrir lo arraigada que esta
fiesta estuvo siempre en el corazón de los fieles.
Si bien la declaración solemne de esta verdad la hizo el Papa Pío IX
en el año 1854, una época relativamente reciente; tenemos constancia
histórica de que desde muchos siglos antes, se celebraba con
devoción primero en oriente y después en occidente.
María, la Madre de Jesús, ha gozado de la plenitud de la gracia
desde el primer instante de su concepción y de su existencia. Dios
la eligió anticipadamente, y en previsión de los méritos de la vida
y de la muerte de su Hijo, fue liberada de todo pecado desde antes
de ser concebida. Ella fue enriquecida por Dios con toda clase de
dones y carismas, sobre todos los ángeles y los santos. Convenía al
plan de Dios que Ella brillara con el esplendor de la santidad más
perfecta, la que Dios Padre dio a su Hijo único, a quien ama como a
sí mismo, engendrado en su seno virginal, de tal manera que fuera
Hijo de Dios y de la Virgen. Por esto «En ella, la Iglesia admira y
ensalza el fruto más espléndido de la Redención, y contempla con
gozo, como en una purísima imagen, lo que ella, toda entera ansía y
espera ser» (Sacrosanctum Concilium, 103).
Por ello, la primera en beneficiarse de la obra de la salvación fue
María, elegida para ser la Madre de Dios, que con su sí cambió el
rumbo de la historia. Su fiesta nos permite celebrar también, la
preparación más profunda a la venida del Redentor y el feliz
preámbulo de la Iglesia sin mancha ni arruga (cfr. Prefacio de la
Misa).
2. Su existencia se contrapone a todo mal.
Juan Pablo II nos decía que desde el comienzo de la historia, el
Maligno trata de poner a Dios «en estado de sospecha e incluso en
estado de acusación, en la conciencia de la criatura» (Dominum et
vivificantem nº. 37). Buscando a quien devorar, procura presentar a
Dios como quien nos limita en nuestra libertad, a la que es tan
sensible nuestro tiempo, y a la vez como quien nos expropia nuestra
dignidad. Esta forma de seducirnos, quiere alejarnos de su plan de
amor y de verdad, en el que fuimos creados y redimidos.
El verdadero mal del mundo es el pecado. La Inmaculada nos permite
anhelar un mundo nuevo sin pecado, y sin mal. Un mundo donde cada
hombre y mujer sean inmaculados como María. Un mundo que no esté
guiado por intereses egoístas, ni por deseos desordenados, ni por la
mentira, ni por la soberbia, ni por la sexualidad desenfrenada.
Ver a María sin mancha ni rastro alguno de pecado, nos mueve a
imitarla y hace más profundo el deseo de seguir a su Hijo.
Precisamente su existencia se contrapone a todo mal; el mal que
padecemos, y está presente en el mundo.
Aunque todo el bien no lo alcanzaremos en esta vida, y siempre
esperamos "un cielo nuevo y una tierra nueva", Dios sale en busca de
cada uno para indicarle el camino del bien y de su felicidad. Tener
ante nosotros la figura tierna de la Inmaculada, que brilla con la
luz de Jesucristo, nos ayuda a buscarlo y colocarlo en el centro de
nuestra vida. Sólo así, podremos recuperar el sentido profundo de la
dignidad de la persona humana, que es la dignidad de los hijos de
Dios.
Ella nos muestra, gracias a la acción redentora de su Hijo, la
belleza de ser de Dios. Ella también es guía para ofrecer un
consentimiento confiado, y nos acerca al sol de Justicia y de
verdad, que es Jesucristo.
3. Una meta a alcanzar.
La santidad de María brilla de un modo extraordinario y para
nosotros es una meta a alcanzar con la ayuda de la gracia; y nos
compromete a crecer en los valores fundamentales, no solo en el
ámbito de lo personal, sino también en la vida pública y social.
Aquí precisamente percibimos que la ruptura entre el Evangelio y la
cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo…
Tenemos que procurar a la luz de estas enseñanzas el bien común, y a
la vez cooperar en forma solidaria en la edificación de una sociedad
cada vez más justa, más libre del mal, que ame y defienda la vida
desde el seno materno, que se deje guiar por el conocimiento y
respeto de los valores inscritos naturalmente en cada ser humano, y
los heredados en nuestra cultura.
En esta tarea es necesaria también una constante mirada a los
valores últimos y a la verdad que orienten la acción pública, y que
a la vez sostengan las leyes. De lo contrario, como nos enseñaba el
Papa Juan Pablo II: "Las ideas y las convicciones humanas pueden ser
instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia
sin valores se convierte con facilidad en totalitarismo visible o
encubierto, como demuestra la historia" (Centesimus annus, nº 46).
Pidamos a María, que en este nuevo milenio, podamos asumir el
desafío de reconstruir la nación desde el conjunto de valores en los
que nuestra cultura hunde sus cimientos (cfr. NMA, nº24).
4. Súplica.
Virgen María, te saludamos en este día, repitiendo con el Arcángel
Gabriel: Ave María, llena de gracia.
"Tu has dado al mundo la verdadera luz, Jesús tu Hijo, el Hijo de
Dios. Te has entregado por completo a la llamada de Dios, y te has
convertido en fuente de bondad, que brota de Él" (Benedicto XVI,
Dios es amor, nº 42), enséñanos a vivir fieles a la voluntad del
Padre y protégenos de todo mal y de todo pecado.
Nos presentamos ante Ti, guiados por el Espíritu, porque Tú eres la
gloria, la alegría, y el honor de nuestro pueblo.
Mons. José Luis Mollaghan
Arzobispo de Rosario
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