|
La hermosura del Carmelo
+ S.E.R.
Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata,
Argentina
Homilía de monseñor
Héctor Aguer, arzobispo de La Plata, en la solemnidad de Nuestra
Señora del Carmen (Monasterio “Regina Martyrum y San José”, 16 de
julio de 2007)
La Sagrada Escritura elogia repetidamente el esplendor del Carmelo;
su hermosura era proverbial. La sierra que lleva este nombre se
extiende entre el mar y la llanura y descuella en una cima de 550
metros. Tu cabeza se yergue como el Carmelo; así requiebra el esposo
a su amada en el Cantar de los Cantares (Cant. 7, 6). El nombre de
este monte lo dice todo: Karmel significa jardín de árboles; en
invierno se cubría de verdor: pinos, olivos silvestres, matas de
encina y maravillosas flores.
Al parecer, el lugar era habitado ya en la edad de piedra y
reconocido desde antiguo como sagrado. Se guardaba allí la memoria
del profeta Elías, que lo consagró mediante un sacrificio para
purificarlo del culto idolátrico. Fue el escenario de aquella
tremenda ordalía que se narra en el Primer Libro de los Reyes, el
juicio de Dios que recondujo al pueblo de Israel, tentado por la
idolatría, a la obediencia al único Señor (cf. 1 Re. 18, 20 ss.). Se
tiene por cierto que en los siglos IV y V ya vivían en el Carmelo
monjes griegos junto al manantial llamado la fuente de Elías.
Registros del tiempo de las Cruzadas señalan que además de los
griegos había por entonces ermitaños latinos, instalados junto a una
iglesita de Nuestra Señora. Es la primera indicación histórica
acerca de los carmelitas, congregados en la montaña santa para vivir
fraternalmente en obsequio de Cristo, empeñados en buscar el rostro
de Dios.
Mi corazón sabe que dijiste: “Busquen mi rostro”. Yo busco tu
rostro, Señor, no lo apartes de mí (Sal. 26, 8 s.). En la búsqueda
del rostro de Dios se concreta el apetito del hombre por la verdad,
el bien y la belleza. Se justifica la referencia estética, la
relación de la búsqueda con la percepción de lo bello, porque la
belleza es el esplendor de la verdad y del bien. El Libro de la
Sabiduría (cf. 13, 3 ss.) nos recuerda que Dios, el Padre Creador,
es el autor de la belleza, de modo que a partir de la grandeza y
hermosura de las cosas creadas se puede llegar a contemplar al Señor
de todas ellas; la creación refleja y manifiesta su gloria.
La belleza de Dios encuentra su realización eminente y total en el
Hijo, en el Verbo encarnado, muerto y resucitado por nosotros. La
revelación de Dios en Jesucristo –enseña Benedicto XVI– es una
epifanía de belleza, porque él es la plena manifestación de la
gloria divina… la verdadera belleza es el amor de Dios que se ha
revelado definitivamente en el misterio pascual (Sacramentum
caritatis, 35). El rostro de Dios se torna visible en el rostro de
Cristo.
El Espíritu Santo es el que comunica el esplendor de la santidad
divina; es el gozo eterno en el que los Tres se complacen
juntamente, abismo de perfección y claridad, fuente de inspiración
escriturística e icónica.
Con toda razón San Juan de la Cruz describe el camino de la
perfección cristiana como una subida al monte Carmelo, una marcha de
belleza en belleza, de gloria en gloria, hacia donde sólo mora la
gloria y honra de Dios. Siendo él prior en Granada, oyó a una
religiosa recitar una estrofa de pura y simple inspiración humana:
Por toda la hermosura
nunca yo me perderé,
sino por un no sé qué
que se alcanza por ventura
El santo retuvo de memoria los versos, que lo habían impresionado
profundamente. De seguro que al oírlos ya atisbaba en ellos un
sentido más hondo, una traslación “a lo divino”. Porque él vivía
extasiado ante la hermosura de Dios y descubriendo sus vestigios en
el mundo; la belleza es el atributo divino que cita con mayor
frecuencia. En las obras de San Juan de la Cruz aparecen testimonios
clarísimos de que para él no se trata de un trascendental aislado
por la abstracción, sino de una realidad viva y personal. La belleza
de Dios es su Hijo, Jesucristo, esplendor de la gloria del Padre e
impronta de su ser; la contemplación se dirige a Cristo en la
Trinidad y en la Eucaristía. La auténtica belleza de las creaturas
se le descubre en la intuición oscura de la belleza de Dios que
caracteriza a la contemplación. La admiración máxima surge al
percibir cómo Dios actúa en el alma para transformarla en su propia
belleza, suscitando en ella por la gracia un ardiente deseo de unión
a él. La estrofa aprendida incidentalmente en Granada le inspiró
unas coplas llenas del puro amor de Dios:
Que estando la voluntad
de Divinidad tocada,
no puede quedar pagada
sino con Divinidad;
mas, por ser tal su hermosura
que sólo se ve por fe,
gústala en un no sé qué
que se halla por ventura.
Sólo se ve por fe, en efecto, la belleza de Dios. La cosmovisión
cristiana incluye la percepción de aquel lenguaje que brota
elocuente del liber naturae, porque en el libro de la naturaleza
está escrito el pregón por el cual el cielo proclama la gloria de
Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos (Sal. 18, 2). Sin
embargo, la fe descubre una realidad más bella en el orden de la
gracia. Proporción, integridad, claridad: tales son las notas de la
belleza; es decir: conveniencia, consonancia, armonía; perfección
cumplida de la obra de Dios en la recreación de la criatura;
expresión luminosa de la armonía y de la perfección. Tales son las
dotes de la obra de la gracia. Belleza de la revelación divina y de
la lógica teológica del dogma católico en el que se articulan
estéticamente los misterios de la fe: la Trinidad, la Encarnación,
la redención del hombre por la pascua del Señor, la prolongación de
Cristo en su Cuerpo místico, que es la Iglesia y en el orden
sacramental; la Eucaristía y la resurrección de la carne con la
consiguiente restauración del universo. Belleza de la vida en Cristo
desde el milagro de la conversión hasta la cima de la santidad, con
la transformación del alma en Dios y el subidísimo deleite de amor.
Belleza de la cruz y del camino estrecho por el que se entra al
Reino, porque como enseña el Doctor del Carmelo en su Cántico
Espiritual no se puede llegar a la espesura y sabiduría de las
riquezas de Dios si no es entrando en la espesura de la cruz.
La cifra más alta de la creación se encuentra en la humanidad de
Jesús. A él se dirigen los versos del salmo: Tú eres hermoso, el más
hermoso de los hombres; la gracia se derramó sobre tus labios,
porque el Señor te ha bendecido para siempre (Sal. 44, 3). Pero la
humanidad de Cristo está trabada en la persona divina del Verbo; su
hermosura es una presencia indecible de Dios. En el orden de las
personas creadas hay una criatura en la que Dios se esmeró en hacer
lo más perfecto, lo más que podía: su madre. En María resplandece,
con suavidad femenina, la belleza de Dios. Paul Claudel, el poeta,
la definió así: la criatura en su honor primero y en su desarrollo
final. Desde la Inmaculada Concepción hasta la Asunción, ella es la
criatura en su máxima docilidad y en su realización escatológica.
¿Cómo pudo caber algo tan grande en una hija de Adán? ¿Cómo fue
posible una libertad tan pura, el delicado prodigio de adorar con
inmenso respeto, como humilde sierva, a su Dios e intimar tan
confiadamente, y con autoridad materna, con su Hijo? La grandeza en
la pequeñez, la exaltación en la humildad, la fecundidad inexhausta
de su virginidad, la compatibilidad entre ser redimida y ser
corredentora: es María la obra maestra del genesiarca de lo bello,
del indiscutible autor de toda hermosura.
El esplendor del Carmelo se refiere a ella, a Nuestra Señora del
Carmen. A ella le ha sido dada la gloria del Líbano, el esplendor
del Carmelo y del Sarón (Is. 35, 2). Con razón se la llama decor
Carmeli: gracia, decoro, elegancia, belleza; o también decus Carmeli:
lustre, grandeza, dignidad, alabanza, honra, ornamento, gloria. Por
eso, al celebrar hoy esta fiesta suya experimentamos la satisfacción
espiritual de contemplarla, de pensar en ella y de acogernos a su
cercanía. Al felicitarla –porque, como ella ha profetizado, todas
las generaciones la llamarán feliz– abrimos el corazón al don de la
alegría, al atisbo de la felicidad del cielo.
Mons. Héctor Aguer,
arzobispo de La Plata
|
|