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Una promesa a la Virgen de Lujan.
+ S.E.R.
Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata,
Argentina
Homilía de monseñor
Héctor Aguer, arzobispo de La Plata, en la Basílica Nacional de
Luján, con ocasión de la 108ª Peregrinación Arquidiocesana (Sábado
12 de mayo de 2007)
He elegido y santificado
esta casa, para que en ella permanezca mi nombre para siempre; mis
ojos y mi corazón estarán siempre en ella. (cf. 1 Re. 9, 3). Estas
son palabras de la Sagrada Escritura; según el Primer libro de los
Reyes las pronunció el Señor, Dios de Israel, al aparecerse a
Salomón en el templo que éste le había edificado. La liturgia de la
Iglesia las asume en la solemnidad de Nuestra Señora de Luján y las
presenta como dichas por la Virgen Santísima para afirmar que ella
ha elegido quedarse aquí, en la pampa bonaerense, en esta casa que
sus hijos, su pueblo, le han consagrado. La acomodación del texto
bíblico se justifica plenamente; así lo atestigua el “milagro” de
Luján, el itinerario seguido por la pequeña imagen hasta llegar a
este paraje que su presencia convirtió en ciudad, y la experiencia
de generaciones y generaciones de argentinos que ha comprobado que,
en efecto, en este lugar sagrado los acaricia la mirada de la Madre
y pueden hallar refugio en su corazón.
El amor a María es un rasgo característico de todo buen cristiano,
es como un sello de la autenticidad católica de su fe. Guardamos
permanentemente en la memoria y veneramos con devoción muchas de las
numerosísimas advocaciones de la Madre de Dios. Pero es lógico que
cultivemos una inclinación más favorable, una especial predilección
hacia algunos de sus nombres, de sus imágenes, de sus santuarios.
Así ocurre también en relación con nuestra madre carnal: de todas
las fotos suyas que atesoramos en el álbum familiar, preferimos
aquellas, quizá sólo una, en la que nos parece más bella o que la
retrata en una ocasión entrañable, imposible de olvidar. Es lógico
que nosotros, argentinos, bonaerenses, platenses, nos sintamos
ligados con vínculos más fuertes a la advocación mariana de Luján.
¡Nos parece tan linda, y tan nuestra su pequeña imagen!. La liturgia
del 8 de mayo toma prestadas, también de la Sagrada Escritura, una
lista de comparaciones encomiásticas para cantar su hermosura: ¡qué
gloriosa aparece, rodeada de su pueblo! Como lucero del alba en
medio de las nubes, como la luna en las noches de plenilunio, como
el sol cuando brilla sobre el templo del Altísimo, como el arco
iris, que embellece las nubes de gloria, como flor de rosal en
primavera, como lirio junto a un manantial, como vaso de oro macizo
adornado con piedras preciosas (Eclesiástico 50, 5-10).
Nosotros, platenses –podemos subrayar este gentilicio particular.
Entre 1897 y 1934 Luján integró el territorio de nuestra diócesis.
La primera peregrinación oficial de la Iglesia Platense llegó hasta
aquí en 1899, y seguimos cumpliendo todos los años, como un gesto
natural y necesario, con esta tradición. En esta basílica, en el
crucero izquierdo, reposan los restos de Monseñor Juan Nepomuceno
Terrero y Escalada, segundo obispo de La Plata, y los de Mons.
Anunciado Serafini y el Siervo de Dios Cardenal Eduardo Pironio, que
fueron obispos auxiliares de la arquidiócesis. Estamos íntimamente
ligados a Luján.
La peregrinación nos identifica, a los que por la fe hacemos de
nuestra vida una marcha hacia Dios, como buscadores suyos; el
encuentro en su casa es una asamblea festiva, un anticipo del cielo,
que ratifica y hace crecer en nosotros el espíritu de comunión. Nos
recibe la Madre, que en toda familia representa el hogar junto al
cual se templa el frío y se reúnen los hijos. Peregrinamos a esta
casa de Dios que es la casa de María y lo es también nuestra, con el
deseo de asimilar más intensamente el don del amor de Cristo y de
aprender mejor el mandamiento que nos encargó cumplir como signo de
nuestra condición de discípulos. Benedicto XVI nos ha recordado que
éste es un proceso que siempre está en camino; el amor nunca se da
por “concluido” y completado; se transforma y madura en el curso de
la vida, permaneciendo fiel a sí mismo (Deus caritas est, 17).
Peregrinamos por el camino del amor. Pidámosle a la Virgen de Luján
que nos enseñe a amar a su Hijo y a guardar con fidelidad su
Palabra, para que ese amor a Cristo y la adhesión cordial y sincera
a su Verdad nos unan en la fraternidad eclesial de la caridad.
Pidámosle también que el amor fraterno reine efectivamente con
nuestras comunidades y su sobreabundancia desborde sobre la sociedad
argentina, tan necesitada de perdón recíproco, de reconciliación, de
amistad social y de paz.
En el Evangelio que hemos escuchado hace un momento, Jesús nos
advierte con realismo acerca de la hostilidad del mundo hacia sus
discípulos. El término mundo, en ese contexto, no designa a la
humanidad como tal, o al conjunto de los seres creados, sino a
quienes se niegan a creer en Cristo, a aceptar la revelación del
Padre, a recibir el don de la salvación. El mundo es el espíritu
contrario al Evangelio, que necesariamente tiene que chocar contra
el testimonio de los cristianos y la coherencia de su fe. Jesús ha
enunciado una ley de la historia que se cumplirá hasta su retorno al
fin de los tiempos: si el mundo los odia, sepan que antes me ha
odiado a mí. Si ustedes fueran del mundo, el mundo los amaría como
cosa suya, pero como no son del mundo, sino que yo los elegí y los
saqué de él, el mundo los odia (Jn. 15, 18 s.). El odio del mundo se
concreta muchas veces –la historia es bien elocuente al respecto-
como persecución abierta que cercena la libertad de la Iglesia y
pone a los creyentes ante la alternativa de la apostasía o el
martirio. Pero también se ejerce en formas y con medios más sutiles,
sobre todo presionando para disolver las convicciones que sirven de
fundamento a la fe, destruyendo los valores de la cultura cristiana
que aún subsisten arraigados en las costumbres del pueblo, atacando
incluso las realidades del orden natural que constituyen la base de
una sociedad civilizada. Los ideólogos enquistados en las
estructuras del Estado, los cenáculos intelectuales que dominan
áreas de la cultura y ámbitos de la gestión educativa y la mayoría
de los medios de comunicación, parecen empeñados en aniquilar lo que
resta de la herencia fundacional de la Argentina. Ese daño colectivo
alcanza gravemente a nuestros hermanos más pobres, a los que el
desajuste social en que vivimos hace víctimas de una exclusión
suplementaria: no sólo se les priva de la dignidad que otorga el
trabajo, de la equidad en la distribución de la renta nacional, de
una educación que les permita el pleno desarrollo personal y
familiar, sino que se les escamotea el acceso a la verdad, se los
entretiene con periódicas ilusiones y se los entrega a la imitación
de modelos degradantes, los que marcan la profundidad de nuestra
decadencia.
El oficio litúrgico de Nuestra Señora de Luján incluye unas palabras
del Papa Pío XII que integran su mensaje al Primer Congreso Mariano
Nacional, celebrado en 1947. Dirigiéndose a los católicos argentinos
decía aquel gran pontífice: Prometed a María dedicaros con todas
vuestras fuerzas a conservar y favorecer la dignidad y santidad del
matrimonio cristiano, la instrucción religiosa de la juventud en las
escuelas, la aplicación de las enseñanzas de la Iglesia en la
ordenación de las condiciones económicas y la solución de la
cuestión social. Sesenta años después podemos advertir hasta qué
grado ha avanzado el proceso de descristianización y de consiguiente
deshumanización de la sociedad argentina. La exhortación de Pío XII,
pronunciada en una época sensiblemente mejor para nosotros, tendría
que formularse actualmente con mayor instancia, con inquietud, con
el ahínco correspondiente a la gravedad de la situación, ya que nos
amenaza el peligro de que los antivalores se conviertan en ley.
Benedicto XVI acaba de recordar a todos los fieles, pero de modo
particular a quienes ocupan una posición social o política decisiva,
que existen valores no negociables, y enumera prácticamente los
mismos que los señalados por su predecesor: el respeto y la defensa
de la vida humana desde su concepción hasta su fin natural, la
familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad
de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus
formas (Sacramentum caritatis, 83).
En los últimos cuatro años han recobrado estado parlamentario
proyectos de legalización del crimen del aborto, y son públicas las
campañas del ministro de Salud de la Nación y de su colega de la
Provincia de Buenos Aires, que promueven lo mismo asumiendo las
banderas de los grupos feministas que cuentan con el favor oficial y
se movilizan en nombre de la salud reproductiva, de la no
discriminación y de los derechos de la mujer. Recientemente, quince
diputados pertenecientes a varios partidos han presentado un
proyecto de ley para autorizar el matrimonio de personas del mismo
sexo, con la facultad de adoptar niños. Es lo que faltaba para
consumar la liquidación de la familia. Está en marcha una nueva
reforma del sistema educativo que aspira a producir una
transformación de la mentalidad de maestros y alumnos según la
filosofía constructivista que niega la verdad objetiva y los valores
universales. Esperemos que en nuestra provincia la ley que se ha de
dictar no se oponga a la letra y al espíritu de la Constitución
bonaerense, que establece como objeto de la educación la formación
integral de la persona con dimensión trascendente y del carácter de
los niños en los principios de la moral cristiana, respetando la
libertad de conciencia. Por último, la gimnasia electoral a la que
nos sometemos periódicamente oculta vicios de la vida civil y
política que parecen incurables, que debilitan la aplicación seria
de todas las fuerzas sociales a la consecución del bien común y
postergan la solución de llagas dolorosas de injusticia y
marginación.
La enumeración de estos problemas, aquí y ahora, es oportuna para
unirnos en la esperanza, en la oración y en el propósito. La
esperanza no consiste en sentarnos a aguardar que suceda lo
inevitable, o que alguien, otro que nosotros, nos libre de ello;
implica lanzarnos a la acción, determinarnos al trabajo con plena
confianza en la fuerza de Dios y apoyarnos con humildad y
perseverancia en la oración. Podemos pensar que es muy poco lo que
está en nuestras manos hacer: no tenemos influencia ni dinero, no
gozamos de la simpatía de los poderosos y quizá no ocupamos por
nuestra inteligencia y cultura un puesto relevante en la sociedad.
Pero todos somos, debemos ser, testigos de la Verdad. Procuremos
adherir cada vez con mayor lucidez a esa Verdad, hacernos eco de la
enseñanza de la Iglesia, especialmente en aquellos temas que hoy día
son negados, burlados y combatidos por los aparatos del mundo. No
debe preocuparnos que nos descalifiquen como fundamentalistas,
seamos apóstoles convencidos de la Verdad. Prometámosle a María,
como lo pedía Pío XII, dedicarnos con todas nuestras fuerzas al
apostolado de la Verdad; a la salvaguarda de los valores
fundamentales de la cultura cristiana que son fuente de
humanización; que sea este empeño un gesto de amor a nuestros
hermanos, a la Iglesia y a la Patria, una ofrenda filial a Nuestra
Señora.
La voz del profeta Isaías, que escuchamos en la primera lectura, nos
invita a la alegría que es propia de los hombres y mujeres de
esperanza, de los que se hacen fuertes con la fuerza del Dios
Salvador: fortalezcan los brazos débiles, robustezcan las rodillas
vacilantes; digan a los que están desalentados: “¡Sean fuertes, no
teman: ahí está su Dios!” (Is. 35, 3-4).
Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata
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