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De Caacupé a La Plata
+ S.E.R.
Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata,
Argentina
Homilía de monseñor Héctor
Aguer, arzobispo de La Plata en la misa de conmemoración del 124ª
aniversario de la Fundación de la Ciudad - Parroquia Nuestra Señora
de Caacupé,
19 de noviembre de 2006
Acabamos de recibir, con fervor y alegría, la preciosa imagen de
Nuestra Señora de los Milagros de Caacupé. Felicitamos y agradecemos
a todos aquellos que con su generosa colaboración han hecho posible
la edificación de la ermita monumental en la que será entronizada al
concluir la misa. Dirijo un recuerdo especial, y mi saludo, a los
queridos amigos que han ido a buscarla a su lugar de origen y la han
conducido hasta aquí por tierra, aire y río.
Es oportuno señalar que esta imagen de María y el culto que se le
tributa son aproximadamente contemporáneos de otras advocaciones,
entrañables para nosotros, argentinos: Itatí, el Valle y Luján; se
remontan a los primeros años del siglo XVII. En los cuatro casos, la
Virgen Santísima no habló, no transmitió mensajes ni se dejó ver,
sino que en un momento dado y a causa de un suceso providencial que
pudo ser tenido por milagroso, una sencilla imagen que la representa
como la Inmaculada comenzó a recibir la veneración de los fieles,
ganó el corazón del pueblos de Dios.
Yo soy la Inmaculada Concepción, nos dice silenciosamente María en
Caacupé, en Itatí, en Catamarca y en Luján. Ella es más joven que el
pecado, modelo de la criatura renovada por la gracia de la redención
de Cristo. Es también, en favor nuestro, intercesora eficaz y
mediadora ante el Mediador. Pasar por ella para ir a Jesús, lejos de
ser un rodeo superfluo que distrae de la meta es el atajo directo y
seguro que nos lleva a él. Ella nos recibe, nos comprende, nos
alienta, nos consuela, nos acerca al corazón del Señor. ¡Gracias a
Dios, que nos la ha dado por madre! ¿Qué sería de nosotros, qué
sería de la Iglesia, sin ella? ¿qué sería, sin ella, de nuestro
pueblo, tan necesitado de su ternura maternal, de su defensa, de su
protección?
La presencia de la Virgen de Caacupé aquí, junto al templo
parroquial que lleva su nombre unido al de San Roque González, el
mártir nacido en Asunción, confirma la impronta paraguaya en este
rincón sur de la ciudad. Los hijos de este noble pueblo, al que
tanto mal hemos hecho los argentinos en una guerra malhadada, se han
sumado a los muchos aportes de sangre, esfuerzo y cultura que con el
correr del tiempo han constituido la sociedad platense. Es bueno,
entonces, que desde este sector, a la vera del cuadrilátero
fundacional, celebremos el centésimo vigésimo cuarto aniversario de
La Plata. Nuestra ciudad –se ha dicho tantas veces- es una creación
original, un invento prodigioso de la Argentina pujante de entonces,
que surgió donde no había más que pampa y debió poblarse con gente
que vino de fuera. A los primeros núcleos fundadores se agregaron
nuevos contingentes que han echado aquí raíces y se han hecho
platenses.
Uno ama naturalmente el lugar donde ha nacido pero también acaba
amando el sitio donde se ha afincado, sobre todo si allí formó su
hogar y vio nacer a sus hijos. Este sentimiento, tan personal,
encierra un dinamismo social y resulta imprescindible para que la
ciudad se constituya y amalgame como un lugar propio y plenamente
humano. Se prolonga y complementa en una actitud de apertura amical;
en ella se funda el respeto a los demás y el ánimo de cooperación y
solidaridad que hace de la convivencia cotidiana una empresa común.
La ciudad es edificada día a día como lugar genuinamente humano por
sus moradores, por sus convecinos, si en vez de encerrarse éstos en
una especie de anonimato recíproco, se reconocen unos a otros como
prójimos, como amigos, como hermanos. No es ésta una aspiración
beata, ingenua, irrealizable; para nosotros, cristianos, es un
imperativo de la caridad.
En la ciudad, en la sociedad urbana, se concreta la dimensión social
de la persona, en ella se alcanza y se cumple el bien común. Según
la enseñanza de la Iglesia el bien común es el conjunto de
condiciones de la vida social que permiten tanto a las comunidades
como a los individuos alcanzar la propia perfección de manera más
rápida y plena. Por hipótesis, idealmente, esa deseada plenitud de
lo humano tendría que lograrse más fácilmente en la ciudad. Pero a
veces la ciudad se transforma en una trampa, en un sistema de
obstáculos que hace más difícil y peligrosa la vida. La complejidad
de la urbe moderna la expone a esa degradación de su finalidad: a
complicar la vida de sus habitantes hasta extremos impensados; si
esto ocurre, ellos quedan como perdidos en la selva de la
deshumanización.
No está de más recordar ahora algunos de los graves defectos que en
la actualidad afean a La Plata y que se imponen, por momentos, como
fatalidades de las que nadie es responsable, de las que nadie, al
parecer, puede librarnos. Mencionemos ante todo la extensión
permanente del conglomerado urbano, que crece sin orden ni
concierto, las más veces en la forma de asentamientos precarios
carentes de los servicios más elementales; las consecuencias son
bien conocidas: pobreza extrema y exclusión de la vida social que
hace de sus habitantes carne para la manipulación y el clientelismo.
Causa amargura la destrucción del espacio público y la manía
incorregible de devastar todo lo noble y bello recibido de épocas
mejores, más sanas, exentas de las nuevas patologías sociales. Nos
alarma la proliferación del delito, que con insólitas modalidades se
encarniza en los más débiles y difunde una sensación de desamparo,
de inseguridad. Se suceden las reformas policiales y los programas,
pero los vecinos siguen conviviendo con el miedo. El caos del
tránsito, provocado por un desprecio total de las reglas más
elementales, causa tragedias cotidianas. El respeto y el aprecio a
la vida, la propia y la ajena, han cedido ante la indiferencia y el
egoísmo. Sabemos que ese vértigo suicida está ligado,
frecuentemente, a la enajenación alcohólica de los jóvenes, a la que
se rinden en los ritos semanales del boliche. ¿Y qué decir de la
circulación de la droga? En nuestros barrios los vecinos aseguran
saber en qué sitio preciso y a qué hora pasa el dealer –nombre
elegante con que se nombra a esos criminales, agentes de esclavitud
y de muerte. Algo peor sucede, todavía: que los más pobres
encuentren trabajo en este mercado infame y vislumbren la
posibilidad de levantar cabeza convirtiéndose en traficantes. Pero
nadie ve nada, nadie se hace responsable, mientras se hipoteca el
futuro de la sociedad argentina.
Podríamos agravar la lista enumerando otros males, especialmente
aquellos invisibles que hacen de la ciudad una suerte de extraño
desierto, donde el exilio de Dios provoca el eclipse de lo más
humano del hombre.
El tejido social, en la cultura urbana, lo remiendan incesantemente
aquellas personas e instituciones que comprenden la necesidad de
empeñarse en esa tarea común. Todos debemos sentirnos convocados a
ella, más allá de nuestras inquietudes e intereses privados y de los
límites de nuestras casas. La edificación incesante de la ciudad
como espacio plenamente humano –lo repito con énfasis- es obra de
todos, y es una función política en el sentido más alto e
incuestionable del término. Corresponde a los gobernantes y a los
dirigentes de las numerosas instituciones de bien público, pero
también, aunque diversamente, a cada uno de los ciudadanos. Las dos
palabras que he pronunciado: política y ciudadano se refieren a un
único nombre, a una realidad, que es la ciudad, ya que a ésta los
griegos la llamaban pólis. Aquella función no se reduce a la emisión
periódica del voto –que ojalá pudiera ser verdaderamente libre y
responsable- sino que se ejerce en la participación y en la
solidaridad respecto de las necesidades más cercanas y apremiantes,
en la defensa de la dignidad de la persona y en el aporte generoso a
todo lo bueno que puede hacerse, aquí y ahora, para mejorar la
suerte común.
En cada uno de sus barrios, es posible que el amor de los platenses
por La Plata le prepare días mejores y la acerque al cumplimiento de
su destino. Confiemos a la Virgen Inmaculada, a Nuestra Señora de
los Milagros de Caacupé, esta posibilidad cierta y nuestra sincera
intención de contribuir a que se haga realidad.
Mons. Héctor Aguer,
arzobispo de La Plata
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