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María en la oración del pueblo cristiano
+ Francisco Gil Hellín. Arzobispo de Burgos.
El culto a la Santísima Virgen es tan antiguo como la
Iglesia y a lo largo de los siglos ha experimentado un desarrollo
ininterrumpido. Además de las fiestas litúrgicas dedicadas a la
Madre del Señor, ha visto florecer innumerables expresiones de
piedad. Muchas devociones y plegarias marianas son una prolongación
de la liturgia y, a veces, han contribuido a enriquecerla.
La primera invocación mariana conocida se remonta al siglo III y
comienza con las palabras: «Bajo tu amparo (Sub tuum praesidium) nos
acogemos, santa Madre de Dios...» que encuentra una resonancia
continuada en el himno oriental “Akatistos”. Sin embargo, la más
común, desde el siglo XIV, es el «Ave María». En el Ave María
llamamos a la Virgen «llena de gracia» y de este modo reconocemos la
perfección y belleza de su alma. La expresión «el Señor está
contigo» revela la especial relación personal entre Dios y María,
que se sitúa en el gran designio de la alianza de Dios con toda la
humanidad. Además la expresión «Bendita tú eres entre todas las
mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús» afirma la
realización del designio divino en el cuerpo virginal de la Hija de
Sión. Al invocar a «Santa María, Madre de Dios», los cristianos son
conscientes de que se dirigen a la que por singular privilegio es
inmaculada Madre del Señor, pero se atreven a decirle: «Ruega por
nosotros pecadores», y se encomiendan a ella ahora y en la hora
suprema de la muerte.
El Ángelus es otra oración mariana preciosa y llena de contenido.
Esta oración nos hace revivir el gran acontecimiento de la historia
de la humanidad: la Encarnación. Aquí radica el valor y el atractivo
del Ángelus, que tantas veces han puesto de manifiesto los teólogos
y pastores, y hasta los mismos poetas y pintores.
Dentro de la devoción mariana, ha adquirido un
puesto de relieve el Rosario, que a través de la repetición del «Ave
María» lleva a contemplar los misterios de la fe. También esta
plegaria sencilla señala al pueblo cristiano que el fin del culto
mariano es la glorificación de Cristo. Esta oración ha encontrado
una gran acogida en el magisterio y piedad de los recientes romanos
pontífices. La exhortación apostólica Marialis cultus ilustra su
doctrina, recordando que se trata de una «oración evangélica
centrada en el misterio de la Encarnación redentora», y reafirmando
su «orientación claramente cristológica» (n. 46). La piedad popular
une al Rosario las Letanías, entre las cuales las más conocidas son
las que se rezan en el santuario de Loreto y por eso se llaman «lauretanas».
Con invocaciones muy sencillas, ayudan a concentrarse en la persona
de María para captar la riqueza espiritual que el amor del Padre ha
derramado en ella.
Como atestiguan los numerosos títulos atribuidos a la Virgen y las
peregrinaciones ininterrumpidas a los santuarios marianos, la
confianza de los fieles en la Madre de Jesús los impulsa a invocarla
en sus necesidades diarias. Están seguros de que su corazón materno
no puede permanecer insensible ante las miserias materiales y
espirituales de sus hijos. Así, la devoción a la Madre de Dios,
alentando la confianza y la espontaneidad, contribuye a infundir
serenidad en la vida espiritual y hace progresar a los fieles por el
camino exigente de las bienaventuranzas.
Vale la pena recordar un hecho tan entrañable como sobrecogedor. La
devoción a María, dando relieve a la dimensión humana de la
Encarnación, ayuda a descubrir mejor el rostro de un Dios que
comparte las alegrías y los sufrimientos de la humanidad, el «Dios
con nosotros», que Ella concibió como hombre en su seno purísimo,
engendró, asistió y siguió con inefable amor desde los días de
Nazaret y de Belén a los de la cruz y la resurrección.
† Francisco Gil Hellín
Arzobispo de Burgos
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