Solemnidad de la Asunción de Nuestra Señora

+ Francisco Gil Hellín. Arzobispo de Burgos.

Catedral - 15 agosto 2010

Celebramos hoy la fiesta de la Asunción de la Virgen. En nuestra catedral es venerada como Santa María la Mayor y es la Patrona de toda la diócesis. La Asunción es la fiesta mariana más antigua y también una de las cuatro más importantes del calendario litúrgico actual. Las otras tres son Maternidad divina, que celebramos el 1 de enero; la Inmaculada, que celebramos el 8 de diciembre y la Anunciación, el 25 de marzo.

El sentido de la solemnidad de la Asunción lo describió magistralmente Pablo VI en su exhortación Marialis cultus, de 1972: “Es la fiesta –decía el Papa– de su destino de plenitud y bienaventuranza, de la glorificación de su alma inmaculada y de su cuerpo virginal, de su perfecta configuración con Cristo resucitado; una fiesta que propone a la Iglesia y a la humanidad entera la imagen y la consoladora prenda del cumplimiento de la esperanza final” (MC 6).

María Asunta es, por tanto, la prueba fehaciente de que la meta final de la vida del hombre no es la nada, la derrota o el castigo, sino la plenitud de su ser y de su destino. Ante un mundo y una sociedad que no deja de hablar de crisis: económica, de valores y de acuerdos sociales y de paz, el horizonte que nos ofrece la Asunción no puede ser más optimista ni esperanzador. María Asunta es, en efecto, una fiesta de victoria: victoria de Cristo resucitado, victoria de la misma Virgen María y victoria nuestra.

Es una victoria de Jesucristo, porque el Señor Resucitado, tal como nos lo presentaba la lectura de san Pablo, es el punto culminante del plan salvador de Dios. Él es “la primicia”, el primero que triunfa plenamente del la muerte y del mal, pasando a una existencia nueva y gloriosa. Él es el nuevo y definitivo Adán que corrigió el fallo del primero.

Es una victoria de María, porque Ella –como la primera discípula de Jesús y la primera salvada– es también la primera que participa ya de su victoria, siendo elevada –por Él y como Él–, en cuerpo y alma al cielo. Al concluir su vida terrena comenzó a participar ya del gozo de la gloria de Dios. María no ha tenido que esperar la resurrección final para ser glorificada plenamente en su humanidad, sino que lo ha sido desde el mismo momento en que concluyó su peregrinación en este mundo. En ese momento triunfó plenamente del dragón, fue revestida de gloria y fue coronada con una corona de doce estrellas, como anunciaba la lectura del Apocalipsis. La que ya había derrotado al demonio y al pecado con su Concepción Inmaculada, triunfa ahora también en su carne por su Asunción al Cielo.

Esta victoria de María se hace, a la vez, victoria nuestra, porque Ella es la primicia de la humanidad nueva. Si Cristo es como nosotros en cuanto hombre, es muy distinto de nosotros, porque es Dios. Es de los nuestros, pero no del todo; es como nosotros pero no es igual que nosotros. María, en cambio, es totalmente nuestra, totalmente como nosotros: hija de Adán, como nosotros; criatura de Dios, como nosotros; miembro de la Iglesia, como nosotros, aunque sea el más eminente; mujer, como todas las mujeres, aunque haya sido hecha Inmaculada y Madre de Dios.

Por ello, lo que en Ella “ya” ha tenido lugar, tendrá lugar “un día” en nosotros; el cielo, que ella “ya” posee y disfruta, lo poseeremos y disfrutaremos nosotros; el triunfo definitivo de su cuerpo sobre la muerte, lo tendremos nosotros un día por nuestra resurrección gloriosa. La Asunción de María es la garantía de nuestra glorificación.

Hermanos: la Asunción de María certifica que todos nosotros estamos en camino hacia el cielo, hacia la felicidad eterna, hacia la plenitud de nuestra condición como hombres y como cristianos. Nos recuerda que la resurrección sacramental que realizó en nosotros el Bautismo se realizará un día corporalmente, de modo que aquella semilla llegue a su plenitud.

Pero esto no puede llevarnos a una concepción falsa de nuestra existencia, como si el camino que conduce al Cielo definitivo fuese un camino exento de dificultades. María fue Inmaculada, Madre de Dios y Asunta a los Cielos. Sin embargo, Dios no le ahorró ni la oscuridad de la fe, ni la experiencia del dolor, ni el cansancio del trabajo. Aunque la brújula de su existencia estuvo siempre imantada hacia Dios, esta brújula tuvo que abrirse paso –con frecuencia– entre densas oscuridades y tinieblas, y fiándose exclusivamente de la fidelidad de Dios. Nuestra vida, como nos ha recordado la primera lectura, es un camino que se desarrolla constantemente en la tensión de la lucha entre el dragón y la mujer, entre el bien y el mal. La historia humana es como un viaje en medio de un mar borrascoso en el que se dan cita toda clase de tentaciones, peligros y dificultades. No podemos, por tanto, caer en la ingenuidad de concebir la vida al margen del dolor físico y moral en todas sus versiones.

Ahora bien, en medio de ese mar borrascoso de nuestra historia personal y del mundo María es la estrella que nos guía hacia Jesucristo, sol que emerge sobre las tinieblas de la historia y nos da la esperanza de que podemos vencer al mal y a la muerte, como Él los ha vencido; y que podemos llegar a la gloria del Cielo. Esta es nuestra esperanza, que se acrecienta contemplando a María Asunta; pues «en Ella –como luego proclamaremos en el Prefacio–, Dios ha hecho resplandecer para su pueblo, peregrino en la tierra, un signo de consuelo y de segura esperanza» Dirijámonos a María con estas sentidas palabras de su gran cantor San Bernardo: «Oh Virgen Bendita: por la gracia con que fuiste adornada, por la prerrogativas que mereciste y por la Misericordia que diste a luz, te suplicamos que tu Hijo, Jesucristo, nos haga partícipes de su gracia, de su felicidad y de su gloria eterna».

Santa María la Mayor: permíteme que mis últimas palabras sean una confiada súplica: «Tú sabes que los jóvenes son la esperanza de la Iglesia y de la sociedad. Sabes que ellos tienen grandes posibilidades y también grandes dificultades para su desarrollo humano y cristiano. Cultiva las flores que han aparecido en el árbol de su vida y protégelas de la helada del materialismo, del hedonismo y del vivir como si Dios no existiera. Haz que esas flores cuajen en frutos hermosos y sabrosos, de modo que los jóvenes de hoy sean los futuros esposos y las almas consagradas del mañana cristiano de nuestra diócesis. Que ellos asuman, ya desde ahora, con radicalidad y gozo el compromiso de seguir a Jesucristo y de darlo a conocer. Y que –mientras se disponen a celebrar la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid, el próximo agosto de 2011–, todos los ayudemos a preparar espiritual y apostólicamente ese gran acontecimiento. Que las parroquias les dediquen una atención especial y que las familias les presten una ayuda más eficiente. Finalmente, concédenos a todos los burgaleses que acojamos a los jóvenes de las naciones que nos visitarán para esa gran Jornada Mundial en Madrid, con la generosidad y amistad que caracterizan a esta noble tierra castellana. Amén».

† Francisco Gil Hellín
Arzobispo de Burgos