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Solemnidad de la Asunción de Nuestra Señora
+ Francisco Gil Hellín. Arzobispo de Burgos.
Catedral - 15 agosto 2009
1. “Apareció un figura portentosa en el Cielo: una mujer vestida del
sol, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas”. Es
imposible superar la justeza y belleza de estas palabras de la
antífona de entrada a la hora de cantar el misterio de glorificación
y triunfo de la Santísima Virgen, que representa el misterio de su
Asunción en cuerpo y alma a los cielos. María Asunta es la mujer que
anunciaba el Apocalipsis. Ella sostuvo con el dragón infernal una
guerra encarnizada para librarse del pecado y colaborar amorosamente
en la entrega de su Hijo en la Cruz; y la continúa manteniendo en
los miembros de la Iglesia, Cuerpo Místico de su Hijo. De ella ha
salido victoriosa, manifestando así “el poderío y reinado de nuestro
Dios y la potestad de su Cristo”.
En María Asunta se ha cumplido ya la profecía que nos anunciaba san
Pablo en la segunda lectura. La Asunción de María es, en verdad, el
icono perfecto del triunfo total de la Resurrección de su Hijo sobre
la muerte, ya que ni ha sufrido la corrupción de su cuerpo ni ha
tenido que esperar al final de los tiempos para que ese cuerpo fuera
glorificado.
No es una conquista suya sobre el pecado y sobre la muerte, sino un
don de Dios, que miró la pequeñez de su esclava y la elevó a la más
alta dignidad y grandeza. Él no podía permitir “que conociera la
corrupción del sepulcro la mujer que, por obra del Espíritu Santo,
concibió en su seno al autor de la vida, Jesucristo Señor Nuestro”.
La tradición viva de la Iglesia ha confesado, proclamado y celebrado
sin cesar este privilegio de la Asunción de María en cuerpo y alma a
los Cielos. Lo hicieron los santos Padres y doctores de la Iglesia y
lo hizo especialmente el pueblo cristiano de Oriente y Occidente.
Así lo reconoció el Papa Pío XII, cuando el 1 de noviembre de 1950
definió solemnemente el dogma de María Asunta a los Cielos, con
estas inequívocas palabras: “Proclamamos, definimos y proponemos
como divinamente revelado que la Santísima Virgen María, terminado
el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria
celestial”.
La Iglesia no ha querido dirimir si la Santísima Virgen murió o no.
Lo que ha definido es que su cuerpo no quedó sometido, como todos
los demás cuerpos humanos, a la corrupción del sepulcro; y que no
tendrá que esperar al final de los tiempos para ser glorificado. ¡Ya
está glorificado! María, un ser humano igual en todo a nosotros
menos en el pecado, está ya en la gloria del Cielo en cuerpo y alma.
“Mientras para los demás hombres –explicaba Juan Pablo II en una de
sus catequesis– la resurrección de los cuerpos tendrá lugar al fin
del mundo, para María la glorificación de su cuerpo se anticipó por
singular privilegio”. A los santos, al morir, Dios los glorifica
sólo en sus almas y deben esperar al final del mundo para ser
glorificados también en sus cuerpos. La Santísima Virgen ha tenido
el privilegio único de ser glorificada, tanto en su alma como en su
cuerpo, al finalizar su vida terrena.
Esta “realidad última” de María es preludio y certeza de nuestra
propia “realidad última”. María asunta es, en efecto, “figura y
primicia de la Iglesia que un día será glorificada”. Lo que en Ella
ya ha tenido lugar, será un día realidad para nosotros. Por eso el
dogma de la Asunción se alza como “consuelo y esperanza de su
pueblo, que todavía peregrina en la tierra”. El fin último de cada
uno de los hombres y mujeres es el Cielo y la gloria en cuerpo y
alma. Para eso hemos sido creados por Dios y para eso hemos sido
redimidos por Jesucristo. Cada uno somos libres de alcanzar o
rechazar esa glorificación total y eterna en el Cielo. Pero hemos de
tener la certeza de que si seguimos el plan que Dios nos ha trazado,
nuestros cuerpos, que se descomponen después de la muerte, volverán
a unirse con nuestra alma al final del mundo e iremos a gozar con
Cristo en la gloria eterna. María es la garantía, nuestra mayor
seguridad y nuestra esperanza, pues nos asegura que lo que en Ella
ya ha tenido lugar, también acontecerá en nosotros.
4. En un momento como el nuestro, en el que, con frecuencia, se
idolatra el cuerpo humano y se mima hasta el exceso, la Asunción de
María nos enseña en qué consiste la verdadera glorificación de
nuestro cuerpo y el aprecio y respeto adecuado que le debemos.
Nuestro cuerpo no es algo vil y despreciable, como sostuvieron y
sostienen las sectas gnósticas; porque no ha sido creado por el
principio del mal sino que es una criatura hecha por Dios. Pero
tampoco está destinado a la destrucción, ni a una reencarnación
permanente y penosa.
“En la unidad de cuerpo y alma, el hombre por su misma condición
corporal, es una síntesis del universo… No debe despreciar la vida
corporal, sino que, por el contrario, debe … honrar a su propio
cuerpo, como criatura de Dios que ha de resucitar en el último día …
y (por otra parte) no permitir que lo esclavicen las inclinaciones
depravadas de su corazón” (GS 14).
Por eso, somos salvados en la totalidad de nuestro ser. Nuestro
cuerpo, que un día será depositado en el sepulcro será resucitado y
glorificado al final de los tiempos, de modo que seremos cada uno de
nosotros –en nuestra total realidad– quienes iremos a gozar de Dios
en el Cielo. Cómo será ese cuerpo glorificado no lo sabemos más que
por indicios y deducciones. Los apóstoles que vieron un atisbo del
cuerpo glorioso de Jesucristo en el Tabor, quedaron deslumbrados.
Hermanos: alegrémonos hoy de la gloria y del triunfo de María Asunta
en cuerpo y alma a los cielos. Alegrémonos también de que ella nos
ha anticipado y nos ha abierto el camino a la gloria. Valoremos como
conviene el cuerpo que va a ser glorificado. No lo profanemos ni lo
convirtamos en un idolillo de carne, ante el cual nos postramos para
tributarle culto. Pensemos en el cuerpo glorificado de nuestra Madre
mirando a la Patrona de esta Catedral, y aprendamos a respetar,
honrar y amar el nuestro como Dios quiere. Si así lo hacemos, ese
cuerpo nuestro, que ya es templo y sagrario de la Trinidad por el
Bautismo, un día será glorificado y con Santa María Asunta cantará
eternamente las misericordias del Señor.
† Francisco Gil Hellín
Arzobispo de Burgos
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