Solemnidad de la Asunción de Nuestra Señora

+ Francisco Gil Hellín. Arzobispo de Burgos.

Catedral - 15 agosto 2008

1. Estamos celebrando la solemnidad de la Asunción de Nuestra Señora al Cielo. Es decir, el misterio de la glorificación de María en la totalidad de su persona: alma y cuerpo. A diferencia de lo que acontece con todas las demás criaturas, que habrán de esperar al final de los tiempos para resucitar con Cristo, María ya ha experimentado esta realidad y está al lado de su Hijo en el Cielo. A diferencia también de lo que acontece con las demás criaturas, Ella no ha experimentado la corrupción del sepulcro, sino que, una vez terminado el curso terrestre de su vida, ha sido llevada al Cielo.

Esta verdad tan consoladora fue profesada desde muy antiguo por los pastores y fieles de la Iglesia, de modo que los historiadores eclesiásticos del siglo cuarto se refieren a la Asunción de María como a una verdad de tradición ya entonces antiquísima; la cual, gracias a su unanimidad, no puede venir más que de los mismos Apóstoles y, por consiguiente, como de revelación divina.

Esta profesión de fe sobre Asunción encontraba un apoyo doctrinal decisivo en la maternidad divina de María y en su Inmaculada Concepción. Pastores y fieles insistían en que –como diría luego san Germán de Constantinopla–, «era necesario que la Madre de la Vida compartiera la Morada de la Vida». Un autor del siglo quinto, que pudiera ser el pseudo Melitón, se imagina a Cristo que pregunta a los Apóstoles sobre qué destino merece María, y ellos le dan esta respuesta: «Señor, elegiste a tu esclava, para que se convirtiera en tu morada inmaculada… Por tanto, dado que, después de haber vencido a la muerte, reinas en la gloria, a tus siervos nos ha parecido justo que resucitase el cuerpo de tu Madre y la lleves contigo, dichosa, al Cielo».

Muchos siglos más tarde, el Concilio Vaticano II volvía a repetir este argumento, cuando decía en la constitución dogmática de la Iglesia, que María ha sido asunta al Cielo porque fue «preservada del pecado original» (LG 59). Esta ausencia de pecado desde su misma concepción y su plena santidad, exigen –argumenta el Concilio– que María no sea tratada como los demás y que sea glorificada en cuerpo y alma sin ninguna dilación.

El consentimiento de Pastores y fieles sobre la Asunción es tan unánime que Pío XII pudo escribir en la Bula Munificentissimus Deus: «El consentimiento universal del Magisterio ordinario de la Iglesia proporciona un argumento sólido y cierto para probar que la Asunción corporal de la Santísima Virgen María al Cielo… es una verdad revelada por Dios y, por tanto, debe ser creída firme y fielmente por todos los hijos de la Iglesia».

2. La Asunción se nos presenta y es una victoria de Jesucristo, una victoria de María y una victoria nuestra.

Una victoria de Jesucristo, el Señor Resucitado que nos presentaba san Pablo en la segunda lectura. Él es el punto culminante del plan salvador de Dios, la «primicia», el primero que triunfa plenamente de la muerte y del mal, pasando a la nueva existencia. Gracias a Él, Cabeza de la nueva humanidad, todos los redimidos y todos los miembros de su Cuerpo Místico han recuperado el patrimonio que Adán les arrebató. Si María hoy ha subido al Cielo se debe a que su Hijo ha comunicado a su humanidad la fuerza salvadora de la Resurrección, trasvasándole a Ella el triunfo que Él había logrado. Celebrando la glorificación de María, celebramos, por tanto, a quien la hizo posible y descubrimos que el verdadero glorificado no es sólo el ramo del nuevo árbol del Paraíso, sino la raíz misma de la que brota ese ramo florido y todos los que florecerán el día de la resurrección universal. La glorificación de María, lejos de oscurecer la obra redentora de Jesucristo, la esclarece y enaltece, mostrando al mundo cuál es el destino definitivo que le espera y cómo donde abundó el pecado sobreabundó la gracia.

La Asunción es también una victoria de María. Ella es, en efecto, la primera redimida, la primera que ha sido salvada definitiva y plenamente por el Misterio Pascual de Cristo, la primera que participa de la victoria de su Hijo. Con toda verdad y razón puede cantar que el Señor ha «realizado maravillas» y «hecho obras grandes» en Ella.

La Asunción es, finalmente, una victoria nuestra. María, aunque sea esa mujer vestida del sol y coronada de estrellas que nos presentaba el libro del Apocalipsis, no es una diosa, sino una criatura; la más excelsa, ciertamente, pero criatura. Ella tampoco está separada o colocada por encima de la Iglesia, sino que es un miembro de ese Cuerpo; el más eminente, ciertamente, pero miembro. Ella no contrajo el pecado original, pero no por ello dejó de necesitar ser redimida; de hecho, fue redimida como también lo hemos sido nosotros, si bien con la diferencia de que a nosotros Cristo nos ha dado la mano para levantarnos del suelo, mientras que a Ella se la dio para que no cayera.

Por eso, todos los que hemos sido redimidos y todos los que somos miembros de la Iglesia vemos en el triunfo de María Asunta, la garantía y la prenda de nuestra futura glorificación; y tenemos la esperanza de que lo que en María «ya» ha tenido lugar, se realizará un día en nosotros. La Mujer glorificada del Apocalipsis encabeza la gran procesión de la Iglesia de todos los tiempos, en marcha hacia la Jerusalén Celestial. María Asunta al Cielo es, por tanto, «figura y primicia de la Iglesia, que un día será glorificada» y «consuelo y esperanza del Pueblo de Dios, todavía peregrino en la tierra», como proclamaremos en el Prefacio.

3. La Asunción es, por tanto, un grito de fe en que es posible la salvación y la felicidad: el programa y el proyecto salvador de Dios no son una fantasía ni una utopía quimérica, sino una realidad hacia la que todos los creyentes caminamos y que todos nosotros esperamos. Es también una respuesta a tantos hombres materialistas de nuestro tiempo, que no valoran más que los factores económicos y sensuales. Es una prueba de que el destino del hombre no es la muerte y, menos aún, la nada; sino la vida y la plenitud. Es un testimonio de que no es sólo el elemento espiritual del hombre, sino la totalidad de la persona: el alma y el cuerpo, los que están destinados a la vida y a la felicidad completa y eterna.

† Francisco Gil Hellín
Arzobispo de Burgos