La Inmaculada Concepción: un canto a la belleza 

Amadeo Rodríguez Magro, Obispo de Plasencia

8 diciembre de 2004

Queridos diocesanos: 

El gran escritor ruso Fedor Dostoievski afirmó en uno de sus novelas, “el Idiota”, que al mundo lo salvará la belleza. Y la verdad es que apuntaba bien, porque la belleza es un buen remedio para muchos males. Pero lo que quizás no sabía Dostoievski es que afirmaba algo que ya ha sucedido; es decir, que por la belleza se ha salvado el mundo. 

Cuando decimos que María es la Inmaculada Concepción estamos afirmando que Dios ha elegido como cauce de salvación a la Tota Pulcra, a la que nosotros llamamos familiarmente “La Purísima”. Estamos afirmando que María, al encontrarse en el camino por el que la belleza del amor salvador de Dios se expande al mundo en su Hijo Jesucristo, queda vestida de su esplendor. Así, en efecto, nos recuerda el Vaticano II: “Redimida de modo eminente en previsión de los méritos de su Hijo, y unida a él con un vínculo estrecho e indisoluble, está enriquecida con la suma prerrogativa y dignidad de ser la Madre de Dios Hijo, y por eso hija predilecta del Padre y sagrario del Espíritu Santo; con el don de una gracia tan extraordinaria, aventaja con creces a todas las criaturas, celestiales y terrenas” (LG,53). 

Esa deducción de que la belleza que está en el seno de Dios Padre necesariamente ha de embellecer a la que llevo en el suyo al Hijo, por obra del Espíritu Santo, la entendió muy bien el más fino sentido de la fe del pueblo cristiano. Hasta tal punto fue esto así, que fue el pueblo fiel el que movió poco a poco la inteligencia y la voluntad de quienes tenían que proponerla o en la teología o en el magisterio de la Iglesia. Desde los más sencilos a los más cultos llegaron a pensar así: Dios pudo hacerlo (potuit), convenía que lo hiciera (decuit), por tanto hizo (fecit) a su Madre la Inmaculada concepción, la sin pecado. 

El camino hasta llegar a esta conclusión no fue fácil, porque lo que se intuye necesita ser encontrado en la revelación de Dios: ha de verse reflejado en la Sagrada escritura y ha de estar adecuadamente tejido en el entramado teológico con el que la inteligencia humana se acerca al misterio de Dios. Pero el Espíritu Santo, el que colaboró en los planes de Dios para transformar y preparar la vida de María de Nazaret y para ser la Madre de Jesús, también movió el corazón y la inteligencia del hombre para que en la fuente de la Escritura y de la Tradición encontró esa verdad hasta hacerla un misterio enriquecedor de su vida. Y así descubrió que María es la nueva Eva, la que, al contrario que la primera, no perdió el paraíso porque hirió a la serpiente en la cabeza, como pone de relieve el “protoevangelio” en las primeras páginas del Génesis. Y leyó en profundidad las palabras del arcángel San Gabriel, que saluda a María como la “llena de gracia”; esas que certifican que ha sido y permanece colmada del amor de Dios. 

Y cuando ya todo maduró en la conciencia del pueblo cristiano esa verdad se convirtió en una más entre las que alimentan nuestra fe. Hace ahora 150 años el Papa Pio IX definió solemnemente, por la Bula Infabilis Deus el dogma de la Inmaculada Concepción, el 8 de Diciembre de 1854. 

“La Beatísima Virgen María, en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios Omnipotente y en previsión de los méritos de Jesucristo Salvador del género humano, fue preservada inmune del pecado original”. 

La que imitaron los santos, ensalzaron los poetas, dibujaron los pintores y veneraron con amor filial los más sencillos, fue también y ahora es ya, desde la palabra definitiva del Magisterio de Pedro, reconocida como la Nueva Eva, la Llena de Gracia, la que en la persona de Cristo fue santa e irreprochable ante él por el amor. 

Sé que este canto a la belleza de María Inmaculada se lo ofrezco a cristianos y cristianas que han alimentado y cultivado su fe desde la veneración de esta prerrogativa de la Santísima Virgen y que la ven “como miembro excelentísimo y enteramente singular de la Iglesia y como tipo y ejemplar de la misma en la fe y en la caridad”. Por eso, os invito a actualizar el misterio de María Inmaculada y os animo a recuperar, al contemplarla, la nostalgia del hombre salido de las manos de Dios. Pero sin olvidar que sólo podremos participar en el misterio de María, si nos situamos en sus mismos sentimientos: Ella se sabe criatura de Dios, y por eso esclava del Señor. 

Con ella hemos de ponernos ante la mirada amorosa de la misericordia gratuita de Dios y dejar que esa sea la causa de nuestra alegría, el que, al ser mirados en nuestra pequeñez por su grandeza, quedamos embellecidos por su gracia. Pues la grandeza de Dios no nos empequeñece, al contrario, nos dignifica y embellece, como a la Virgen. Sólo en Dios, en su amor, seremos nobles, dignos, justos, limpios y viviremos el ideal de belleza de la Inmaculada. Ese ideal, que movió el fervor de tantos de nuestros antepasados, ha de mover también el nuestro; quizás hoy, más que nunca, estemos necesitados de esa sed de salvación que latía en todos los que contemplaban y contemplan en María la pureza y autenticidad originaria del ser humano. Desde María Inmaculada se aprende a recuperar la primacía de Dios y, por tanto, a trabajar por erradicar en nuestra vida y en nuestro mundo las consecuencias del pecado: la impureza, el odio, el egoísmo, la prepotencia, es decir, todo lo que ante Ella queda avergonzado y vencido. 

Los cristianos de nuestra Diócesis tenemos la obligación de actualizar con ardor y amor el ideal de la Inmaculada. Somos una diócesis concepcionista: lo es nuestro seminario, en el que se han formado y se forman los actuales y futuros sacerdotes; lo son nuestros conventos de concepcionistas en Plasencia y Trujillo; lo son las seis parroquias que están dedicadas a la Inmaculada Concepción. 

Y somos concepcionistas porque en nuestra tradición histórica nos hemos implicado en la defensa de este dogma: ya en 1655 el Obispo Don Juan Coello de Sandoval, tras convocar un sínodo, pidió que toda la Diócesis hiciera voto concepcionista; el Obispo Fray Francisco Guerra, es nombrado en 1656 por Felipe IV embajador ante Alejandro VII para pedirle que se pronunciara a favor de la doctrina concepcionista; Don Luis Crespi vuelve a pedir en 1658 el voto concepcioncita y continúa ante Alejandro VII la labor de su antecesor y, gracias a su gestión, este Papa, por la Bula Sollicitudo onmium ecclesiarum, extiende a toda la Iglesia la celebración de la fiesta de la Inmaculada Concepción. 

Vuestro actual Obispo quiere sumarse a sus antecesores y ser, como ellos, concepcionista. Me conformo con pediros que cada uno hagáis el voto de renovar vuestro afecto filial a la Madre del cielo, la concebida sin mancha de pecado original. Yo haré ese voto por mí y por toda la Diócesis y le encomendaré a la Santísima Virgen todas nuestras inquietudes espirituales y pastorales, especialmente a nuestro seminario y nuestro Sínodo.

Amadeo Rodríguez Magro, Obispo de Plasencia

Fuente: Conferencia Episcopal Española