Solemnidad de la Inmaculada Concepción

+ Agustín García-Gasco Vicente, Arzobispo de Valencia, España

 

1. La mirada de Dios, que abarca los tiempos y trasciende la realidad, se ha fijado en una mujer: María (cf. Lc 1,48).

Dios nos invita hoy, mediante la liturgia de la Iglesia, a poner nuestra mirada en María y a seguir su ejemplo. Ella nos enseña a descubrir nuestras propias limitaciones y a dar sentido a nuestra vida, para que se cumpla la voluntad de Dios en nosotros.

En Ella, el Todopoderoso ha querido manifestar su amor en la mayor de todas las obras: la encarnación de su Hijo, Jesucristo, el Mesías, el Señor.

María nos ayuda a vivir con intensidad la cercanía de Dios. Es tiempo de Adviento, tiempo de preparación a la navidad de Cristo, el Hijo de Dios que viene a compartir la vida y el destino del hombre. Es, además, la etapa última hacia el Gran Jubileo del año 2000.

Nos disponemos a celebrar con inmensa alegría el bimilenario de un acontecimiento histórico: el nacimiento de Jesús, hijo de José y de María, en la ciudad de Belén; y de un acontecimiento de fe: confesamos que Jesús de Nazaret es el Hijo del Dios Altísimo, en quien el Padre se siente complacido (cf. Mt 3,17) y sobre el que reposa la fuerza del Espíritu (cf. Lc 6, 16-21).

En este tiempo privilegiado, la figura de María adquiere una relevancia especial: todos los hombres y mujeres del mundo escuchan: Concebirás y darás a luz un hijo, al que pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo: el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la estirpe de Jacob por siempre y su reino no tendrá fin (Lc 1, 31-31).



2. El significado de la existencia de María se conserva entre los creyentes a través de una de las oraciones más entrañables de la vida cristiana: el avemaría.

El saludo del avemaría está tomado de las palabras del ángel Gabriel a la Virgen: Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo (Lc 1,28). Se une, además, la expresión de gozo y de bienvenida que Isabel, la anciana prima de María, le dirige cuando fue a visitarla: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre (Lc 1,42).

La primera parte del avemaría nos conduce a Jesucristo, el fruto bendito de su vientre.

La segunda es una súplica eclesial en la que se invoca a María, la Madre de Dios, para que interceda por nosotros y sea nuestra protección durante nuestra vida: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Nos recuerda que estamos ante la gran hora de Dios en la vida de la Iglesia y en historia del mundo (cf. Pablo VI, "Mense maio", nº 2).



3. Dios te salve, María, llena eres de gracia. La existencia de María posee, en el contexto de la humanidad bajo el dominio del mal y del pecado, una novedad sorprendente: ella es la llena de gracia. Al tiempo que María es ya un presente novedoso, es también anuncio del inicio de los cielos nuevos y la nueva tierra inaugurados por Cristo. María apareció antes de Cristo en el horizonte de la historia de la salvación. Es un hecho que, mientras se acercaba definitivamente "la plenitud de los tiempos" o sea el acontecimiento salvífico del Enmanuel, la que había sido destinada para ser su Madre ya existía en la tierra (Juan Pablo II, "Redemptoris Mater", nº 3).

La presencia y la acción de la gracia se manifiesta luminosamente en la vida de María. Tras la sorpresa inicial provocada por la presencia del mensajero divino, María entra en diálogo cordial con él. No siente miedo, ni se considera en una situación de desigualdad.

Dios no acontece en la vida de María para ordenarle lo que debe hacer. Ella es llamada a colaborar en los planes divinos. Si está dispuesta a ser la libre esclava del Señor, quiere saber cómo se realizará lo que el ángel le anuncia: ¿Cómo será esto, si yo no conozco varón? (Lc 1,34).

La acción de la gracia le hace entender perfectamente la respuesta del mensajero. Y todavía más, le ayuda a asumir conscientemente las implicaciones de poner la propia vida al servicio de Dios: Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1,38).

La gracia hace de María la mujer fuerte. Colaborar con Dios supone enfrentarse a los convencionalismos sociales y esta fortaleza la hace capaz de no temer incluso ser repudiada por José, su esposo (cf. Mt 1,19). La fuerza de la gracia es la que acompaña siempre a María y la mueve a actuar como mediadora ante Jesucristo en favor de los hombres (cf. Jn 2, 3-5).

La obra buena iniciada por Dios con la Virgen se pondrá especialmente de manifiesto en un hecho singular: la Madre se convierte en discípula del Hijo. El que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre (Mt 12,50).

Aceptar la palabra de Dios y hacerla vida es el signo primero y determinante del triunfo de la gracia en la existencia del ser humano. Por ello, María ha sido siempre modelo de vida cristiana.

Ella, desde el primer momento, aparece en la historia de la salvación vinculada a la palabra de Dios y entregada por su Hijo Jesús como Madre de los hombres: Mujer, ahí tienes a tu hijo (Jn 19,26c).

De este modo, llamada a ser la Madre de Dios, María vivió plenamente su maternidad desde el día de la concepción virginal, culminándola en el Calvario a los pies de la cruz. Allí, por un don admirable de Cristo, se convirtió también en Madre de la Iglesia, indicando a todos los hombres el camino que conduce al Hijo (Juan Pablo II, "Incarnationis mysterium", nº 14).



4. En la cruz brota y adquiere todo su sentido esa parte del avemaría donde rezamos: bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre.

En este sentido afirmaba Pablo VI: el avemaría se convierte también en alabanza constante a Cristo. […] El Jesús que todo el avemaría recuerda es el mismo que, […] nacido en una gruta de Belén, […] carga con la cruz y agoniza en el Calvario; resucita de la muerte y, ascendido a la gloria del Padre, derrama el don del Espíritu Santo ("Marialis cultus", nº 46).

Mirar a María es, ineludiblemente, encontrarse con Cristo; pues la bendición que lleva la Virgen en sus entrañas para toda la humanidad es su propio Hijo: bendito el fruto de tu vientre.

Se trata de la bendición que termina para siempre con el peor de todos nuestros enemigos: la muerte, sobrevenida como consecuencia del mal y del pecado. María, Madre del Verbo encarnado, está situada en el centro mismo de aquella "enemistad", de aquella lucha que acompaña la historia de la humanidad en la tierra y la historia misma de la salvación. […] En esta historia, María sigue siendo una señal de esperanza segura (Juan Pablo II, "Redemptoris Mater", nº 11).

La Virgen, hoy, igual que hace dos mil años, es portadora de esperanza para todos los hombres, para todos los pueblos, para todas las culturas. Por ello los creyentes proclamamos: bendita tú entre las mujeres, pues María aparece en la historia como Madre de la Esperanza.

La Virgen comenzó a resplandecer como una verdadera "estrella de la mañana". En efecto, igual que esta estrella junto con la "aurora" precede la salida del sol, así María desde su concepción inmaculada ha precedido la venida del Salvador, la salida del "sol de justicia" en la historia del género humano (Juan Pablo II, "Redemptoris Mater", nº 3).

Con igual confianza decimos: bendito el fruto de tu vientre. Él es la respuesta y la realización concreta de los auténticos anhelos humanos.

Jesús de Nazaret, verdadero Dios y Hombre perfecto, abre a cada ser humano la perspectiva de ser "divinizado" y, por tanto, de hacerse así más hombre. Éste es el único medio por el cual el mundo puede descubrir la alta vocación a la que está llamado y llevarla a cabo en la salvación realizada por Dios (Juan Pablo II, "Incarnationis mysterium", nº 2).



5. La alabanza y el reconocimiento dan paso, en el avemaría, a la súplica: ruega por nosotros pecadores. Nuestra plegaria se funda en una entrañable verdad de fe: María es nuestra Madre. Desde el inicio de la historia cristiana María aparece unida a los discípulos de Cristo como la madre de todos. Jesucristo lo dispuso así en la hora de la cruz (cf. Jn 19, 26-27).

Es muy significativa la conclusión del texto evangélico: Desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa (v. 27c). Hasta ahora María estaba vinculada a su Hijo, en adelante estará unida a los discípulos.

La seguridad de tener a María por madre forma parte del depósito de la fe de los creyentes. La fe en la maternidad de María se ha expresado siempre de forma serena y confiada, y, también, de manera entrañable, como nos lo enseña san Germán de Constantinopla: A ti acude ahora tu pueblo, tu herencia, tu grey, que se honra con el nombre cristiano, porque conocemos y tenemos experiencia de que recurriendo insistentemente a ti en los peligros, recibimos abundante respuesta a nuestras peticiones. Nadie se salva , oh Santísima, si no es por medio de ti. Nadie sino por ti se libra del mal, oh Inmaculada. Nadie recibe los dones divinos, oh Purísima, si no es por tu mediación. A nadie sino por ti, oh Soberana, se le concede el don de la misericordia y de la gracia. […] ¿Quién, después de tu Hijo, se interesa como Tú por el género humano? ¿Quién como Tú nos protege sin cesar en nuestras tribulaciones? ¿Quién nos libra con tanta presteza de las tentaciones que nos asaltan? ¿Quién se esfuerza tanto como Tú en suplicar por los pecadores? ¿Quién toma su defensa para excusarlos en los casos desesperados? Por esta razón, el afligido se refugia en ti, el que ha sufrido la injusticia acude a ti, el que está lleno de males invoca tu asistencia (Homilía sobre la zona de Santa María: PG 98, 374).

La celebración de la solemnidad de la Inmaculada mantiene viva en nosotros la Tradición y renueva la invitación de Jesucristo a los creyentes: Ahí tienes a tu madre (Jn 19,27b).



6. La meditación sobre el avemaría en esta mañana nos hace más conscientes de la realidad gozosa que vivimos en este tiempo de Adviento: unidos a María aguardamos la llegada del Salvador, el Mesías, el Señor (cf. Lc 2,11).

La Navidad, celebración del nacimiento de Jesucristo, se sitúa este año en la perspectiva de la conmemoración del bimilenario de la encarnación del Hijo de Dios. Este acontecimiento tendrá su máxima expresión en el Gran Jubileo del año 2000.

Tiempo de gracia y de renovación, en el que hemos de ser más conscientes de la redención realizada por Cristo mediante su muerte y resurrección (Juan Pablo II, "Redemptoris Mater", nº 6).

Por ello, os convoco, desde este momento, a la solemne celebración eucarística en la mañana del 25 de diciembre a las 12 horas, aquí, en la catedral, con la que iniciaremos el Jubileo en la Iglesia particular de Valencia.

El ejemplo y la intercesión de la santísima Virgen María nos anima a participar en todas estas celebraciones. Con ella, la Iglesia proclama a todos los hombres y mujeres: Abrid las puertas de vuestras vidas a Jesucristo, el Hijo de Dios, que llega para traer al ser humano la salvación: devolverle a la amistad con Dios y revelar al propio hombre su verdadera imagen.

No tengáis miedo, abrid las puertas de vuestra vida a Jesús de Nazaret. Él es Dios con nosotros. Él es el hombre perfecto para el propio hombre. Él es el camino, la verdad y la vida para todo hombre que quiere vivir en plenitud su propia humanidad.

¡No tengáis miedo! ¡Abrid a Jesús de Nazaret vuestras vidas!

Amén.

8 diciembre 1999 + Agustín García-Gasco Vicente, Arzobispo de Valencia, España