Solemnidad de Santa María, Madre de Dios

+ Francisco Gil Hellín, Arzobispo de Burgos

 

Catedral - 1 enero 2005
1. La de hoy es una celebración especialmente rica. En ella encuentran resonancia, más o menos fuerte y explícita, la solemnidad litúrgica de Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra; el comienzo de un Año Nuevo; la Circuncisión e imposición del nombre de Jesús al Niño nacido en Belén; y la Jornada Mundial por la Paz. De alguna manera, la Jornada de la Paz aúna y engloba las demás, aunque sea la Maternidad de Santa María la que tiene la primacía desde el punto de vista litúrgico.

En efecto, María es la Madre de un Dios que vino al encuentro del hombre para pacificarle con él, consigo mismo y con las demás criaturas; “Jesús” es un nombre que significa “Salvador”, reconciliador, pacificador; y el Año Nuevo de 2005 viene tan marcado por conflictos interpersonales, sociales e internacionales que necesita con urgencia la paz. Por si fuera poco, nuestra celebración tiene lugar en el marco de un Año dedicado a la Eucaristía, Sacramento supremo de la comunión con Jesús Redentor y, en Él, con todo ser humano. En ella, gracias a la muerte y resurrección de Cristo, sacramentalmente presentes, y gracias a la vida nueva que nos han reportado, somos rescatados del mal y podemos reconocernos como hermanos, por encima de cualquier diferencia de lengua, cultura y nacionalidad.

2. El lema elegido por Juan Pablo II para esta Jornada es sumamente rico y oportuno: “No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence el mal con el bien”. Ante la extensión de los conflictos armados entre las Naciones, los enormes desequilibrios existentes entre los diversos pueblos, la agudización del fenómeno del terrorismo, la violencia contra los niños no nacidos, el desprecio de los derechos de los más débiles, la creciente incomprensión entre los hombres y mujeres que habitan la misma Patria, y las desavenencias y violencia en el mismo santuario de la convivencia social: la familia, podemos sentir la tentación de dejarnos abatir por el mal y querer ahogar el mal con un mal aún mayor.

En medio de esta situación, el Papa ha querido recoger la enseñanza que san Pablo dirigía a los Romanos, precisamente en unos momentos en los que los cristianos sufrían la discriminación y la persecución. “No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien” (Rm 12, 21).

Estas palabras proclaman que la guerra, la violencia y la injusticia no se derrotan con más guerra, más violencia y más injusticia. La guerra, la violencia y la injusticia se vencen con el bien que realizan las personas, las familias, las naciones y la humanidad. Porque la guerra, la violencia y la injusticia tienen el rostro de personas, familias y naciones que obran el mal. No lo olvidemos nunca: en el fondo de cada conflicto, verbal o fáctico concreto, siempre encontraremos el mal. Por eso, la única batalla capaz de desarmar todos los conflictos es crear corazones nuevos que sepan perdonar, comprender y amar.

3. Ahora bien, el amor no es una palabra hueca o cargada de un sentimentalismo vacío. Al contrario, tiene unas reglas objetivas y bien precisas, que el Creador ha marcado en todos los hombres; y, en el caso de los cristianos, tiene la señal inconfundible de la entrega de la propia vida de Cristo a favor de los hombres. Estas reglas objetivas, precisas e inalterables, que constituyen la ley moral universal, unen a los hombres entre sí, inspiran valores y principios comunes, y no pueden ser destruidas ni arrancadas del corazón del hombre (cf. JUAN PABLO II, Mensaje para la Jornada de la Paz, n. 3).

Esta “ley moral universal” –o ley natural– enseña que la violencia es siempre un mal inaceptable y que nunca resuelve los problemas, porque se fundamenta en la mentira. Más aún, ella misma es una mentira que va contra la dignidad, la vida y la libertad del ser humano. Por eso, es imprescindible promover una gran educación de las conciencias, y condenar sin tapujos la acción no sólo de los promotores del terrorismo, sino también de los que siembran el odio y la mentira en la conciencia de los niños y jóvenes. La sementera del odio y de la mentira es el mejor caldo de cultivo para que broten –y se aviven continuamente– los enfrentamientos y luchas entre los hombres y pueblos. ¡Seamos sembradores de verdad, reconciliación y amor, que así seremos los mejores constructores y garantes de una convivencia en paz!

4. Además de sembrar verdad y amor en el medio en el que se desenvuelve nuestra vida, cada uno de nosotros ha de promover el bien común en las familias, asociaciones, regiones, pueblos y naciones. Ciertamente, la autoridad política tiene una especial responsabilidad en este campo; pero todos estamos implicados de una u otra forma.

El bien común exige respeto y promoción de la persona y de sus derechos fundamentales. Pero el bien común no se identifica con el simple bienestar económico, desprovisto de toda referencia trascendente. Al contrario, dado que Dios es el fin último de todas sus criaturas, el verdadero bien del hombre es inseparable de la referencia a lo trascendente. Los cristianos, además, sabemos que la humanidad camina hacia Cristo y que en Él culmina la historia.

5. Finalmente, la paz requiere un reparto equitativo de los bienes de la creación. “Dios –dice el Vaticano II– ha destinado la tierra y todo cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos, de modo que los bienes creados deben llegar a todos de forma equitativa bajo la guía de la justicia y el acompañamiento de la caridad” (GS 69).

Este destino universal de los bienes permite afrontar adecuadamente los desafíos de la pobreza, más aún, de la miseria en la que viven todavía hoy más de mil millones de personas en el mundo. No es verdad que el mundo no tenga recursos suficientes. Los tiene; más aún, son sobreabundantes. Lo que sucede es que están distribuidos de modo muy injusto y contrario a los planes de Dios.

Quienes participamos habitualmente en la Eucaristía hemos de sentirnos especialmente urgidos a promover un reparto más justo y equitativo de los bienes y a compartir los nuestros con los necesitados. Todos podemos y debemos ser más generosos, prescindiendo de tantos gastos superfluos y lujosos que, además, no nos hacen más felices. La Eucaristía del domingo siempre ha sido la ocasión para las limosnas generosas con las que los responsables de cada comunidad cristiana puedan realizar obras asistenciales y remediar tantas carencias como siguen existiendo en el mundo. Mañana mismo, tendremos ocasión de comprobarlo. Porque mañana haremos en toda la diócesis una colecta especial destinada a los damnificados por el reciente terremoto y maremoto.

5. Que el Príncipe de la Paz y la Reina de la Paz traigan la paz a nuestro mundo. Que ellos traigan la paz y la reconciliación a esta España nuestra, tan convulsionada en estos momentos y tan agitada por tantos sembradores de odio, revancha y enfrentamiento. ¡Reina de la Paz, conserva y acrecienta la paz entre todos nosotros!