Solemnidad de la Sagrada Familia

+Francisco Gil Hellín, Arzobispo de Burgos

 

Catedral - 26 diciembre de 2004
1. Celebramos hoy la fiesta de la Sagrada Familia: Jesús, nacido en Belén de Judá de Santa María, la Virgen. María, la Hija de Sión, verdadera Madre del Verbo Encarnado, Dios y hombre verdadero. San José, esposo de la Virgen, que no tuvo parte alguna en la generación biológica de Jesús –pues fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo–, pero que recibió de Dios el encargo de hacer las veces de padre y así asegurar la descendencia davídica del Salvador y custodiar la buena fama de María, su Esposa. Una familia que, desde el punto de vista social, no tenía relevancia alguna y llevaba una vida sencilla y austera como la de tantas otras familias de Nazaret. Una familia que cada sábado iba a la Sinagoga para escuchar la Palabra de Dios y cantar los salmos acostumbrados. Una familia que vivía de su trabajo diario. Una familia, en fin, profundamente humana y profundamente divina. Tan humana y tan divina, que la Iglesia ha querido proponerla como modelo de las virtudes domésticas que deben reinar en todas las familias cristianas.

A la luz de las lecturas que hemos proclamado podríamos fijarnos en el ejemplo amoroso de Jesús hacia sus padres y recordar que sigue vigente el dulcísimo mandamiento de honrar padre y madre y que Dios bendice al que honra a sus padres (primera lectura). Podríamos fijarnos también en alguna de las muchas virtudes que deben reinar en las familias cristianas, según nos enseñaba san Pablo en la segunda lectura: la misericordia, la bondad, la dulzura, la comprensión, el amor mutuo, la oración. Finalmente, podríamos detenernos en el evangelio para comprender mejor lo que significa la emigración de la propia patria a otra extraña, el sentido profundo que encierra la vida ordinaria, y el valor santificador y redentor del trabajo (tercera lectura).

2. Sin embargo, las circunstancias especiales por las que está pasando ahora la familia en España nos lleva a algo previo y más radical: el hecho mismo de la familia, de la que la nazaretana fue un modelo maravilloso. Si observamos esa realidad, descubrimos que el mismo Dios quiso tener una familia compuesta por un padre y una madre. El Verbo Encarnado no quiso prescindir de una madre para ser verdaderamente hombre. Tampoco quiso prescindir de la referencia de un padre, aunque fuera meramente legal o deputado. Si reflexionamos en ello, descubriremos que Dios mismo quiso someterse a la ley de la naturaleza humana, según la cual la figura del padre y de la madre son fundamentales para la neta identificación sexual de la persona.

El matrimonio, en efecto, se basa en la diferencia sexual, la cual es condición esencial para expresar con verdad la comunión conyugal. El amor verdaderamente conyugal –cuyo fruto natural y sazonado son los hijos–, sólo es posible entre un hombre y una mujer, que se unen de modo estable. Para los cristianos el matrimonio es, además, un sacramento. Pero bien entendido: el sacramento no es otra cosa que el mismo amor humano elevado por Cristo al orden de la gracia y constituido en fuente de santificación para los esposos. Los esposos cristianos no contraen otro matrimonio, sino que, al estar bautizados, su matrimonio se convierte en sacramento. Por eso, la figura del padre y de la madre sigue siendo tan esencial como en los demás matrimonios. El plan de Dios, manifestado en el origen de la creación, es que el hombre tenga una compañera con la que puede formar una comunión de vida y de amor y trasmitir la vida. Por eso, Dios los creó hombre y mujer. Al hacerlos así, sexualmente diferenciados, Dios quería que la sexualidad afectara a la misma estructura de la persona y que cada uno fuera hombre y mujer hasta lo más profundo de su corazón. La sexualidad no es, en el plan de Dios, algo que afecta al plano meramente físico, sino también al psicológico y espiritual, y es un elemento básico de la personalidad. Es un modo propio de ser, de manifestarse, de relacionarse con los demás; un modo específico de sentir, expresar y vivir el amor humano. Dios hizo al hombre y a la mujer como personas iguales en dignidad pero distintas en cuanto al sexo, porque quería contar con ellos de modo indispensable para trasmitir la vida a las nuevas generaciones. Por eso, el matrimonio es siempre y sólo la unión conyugal de un hombre y una mujer. En otros términos, el matrimonio es una institución esencialmente heterosexual, que sólo puede ser contraído por personas de diversos sexo: una mujer y un varón.

3. Esta verdad ha sido percibida por todas las culturas y religiones que han vivido en la tierra. Así se explica que la hayan vivido los seguidores de las grandes religiones de Oriente y las culturas más primarias o más evolucionadas. La misma naturaleza tiende de modo espontáneo y como natural a la unión del hombre y de la mujer. Por eso, el buen sentido enseña que una pareja de personas del mismo sexo, sea masculino o femenino, no pueden equipararse al matrimonio y que tales personas no tienen derecho alguno a realizar lo que la naturaleza les niega. Evidentemente, esto no quiere decir que esas personas no puedan quererse, como lo demuestra la experiencia de los hermanos, de los amigos y de los colegas. Pero ese amor nunca puede ser amor conyugal. Así mismo, que dos personas del mismo sexo no puedan contraer matrimonio no quiere decir que no tengan la dignidad que corresponde a la persona humana o que hayan de ser considerados como ciudadanos y cristianos de segunda categoría. Como personas todos tenemos idéntica dignidad y como cristianos todos somos hijos de un mismo Padre.

4. Frente a esta realidad, hoy asistimos al intento gubernamental de sancionar legalmente que dos hombre o dos mujeres pueden unirse en matrimonio y gozar del mismo estatuto jurídico y social que el matrimonio heterosexual. Es un atentado gravísimo al orden de la naturaleza; y, por ello, pasará factura a la sociedad, a la familia y a las mismas personas que se encuentran en tales supuestos. No hay autoridad humana que pueda sancionar por ley lo que es contrario a la naturaleza. Aunque llegue a publicarse en el Boletín Oficial del Estado no puede ser ley, porque carece de lo que es inherente a toda ley: ser justa y contribuir al bien común. Consecuentemente, no sólo los cristianos, sino todas las personas rectas han de oponerse a estos intentos y defender la legalidad auténtica con todos los medios honestos que estén a su alcance.

Obrando así no imponemos nuestras creencias religiosas a los demás, sino que defendemos lo que es patrimonio común del buen sentido y prestamos, de hecho, un inmenso servicio al bien de toda la sociedad.

Pidamos a la Sagrada Familia que bendiga nuestras familias; conceda el buen sentido a nuestros gobernantes para que apoyen con leyes justas y verdaderamente progresistas el matrimonio y la familia de todos nuestros compatriotas; y a nosotros la fortaleza necesaria para saber defender la ley santa de Dios.