Vigilia de la Inmaculada Concepción

+Francisco Gil Hellín, Arzobispo de Burgos

 

Parroquia de San Lesmes - 7 diciembre 2003
Queridos jóvenes
1. Estamos aquí porque queremos honrar a la Inmaculada. Y queremos, a la luz de María nuestra Madre, aprender algunas cosas importantes para nuestra vida. La primera de ellas es que somos criaturas. Todos nosotros, lo mismo que los demás hombres y mujeres del mundo, no somos dioses, sino que hemos sido hechos por Dios. Nosotros no hemos elegido venir a la vida. Tampoco hemos elegido nacer aquí o allá. Ni ser varón o mujer. Menos aún, vivir muchos o pocos años. Todo lo que somos, se nos ha dado. Y si de las cosas más relacionadas con nosotros mismos pasamos a otras más exteriores, sucede lo mismo. Se nos ha dado la tierra que pisamos y la montaña donde vamos de excursión. Se nos da la salud y la enfermedad. ¡Todo es un don!

Sin embargo, a veces nos pasa como a Adán y Eva, según hemos leído en la primera lectura: queremos ser dioses, dominarlo todo, poseerlo todo. Más aún, muchas veces nos hacemos dioses, pues vivimos como si Dios no existiera y decimos que no le necesitamos para nada. Hasta que no llega la enfermedad o la muerte repentina de un amigo o de un familiar; o tenemos un accidente, o caemos en una situación calamitosa, no nos damos cuenta de que no somos dioses y que necesitamos a Dios.

Adán y Eva habían recibido de Dios la vida y un montón de promesas. Si eran buenos y fieles, no morirían, no sufrirían, dominarían la tierra, y no se cansarían al trabajar. No sentirían el aguijón de las pasiones de la carne. Durante un cierto tiempo fueron fieles a Dios y todo iba sobre ruedas.

Pero un día fueron tentados por el diablo, que les puso una trampa muy ladina. Les dijo que Dios les había prohibido comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, porque sabía muy bien que el día que comieran, serían como él. El demonio siempre procede así. Promete más de lo que puede dar o promete hacer al hombre feliz, siendo así que él es un desgraciado. Y nuestros primeros padres cayeron en la trampa. Desobedecieron a Dios. Y pasó lo que tenía que pasar: se dieron cuenta de que estaban desnudos. Es decir, advirtieron inmediatamente que habían perdido todos los dones y promesas que Dios les había prometido si eran fieles.

Más aún, como eran los padres de los que todos nacemos, al arruinarse ellos, arruinaron a todos sus hijos. Lo mismo que cuando un padre pierde el puesto de trabajo o fracasa en los negocios, perjudica a su mujer y a sus hijos. Aquí tenéis la explicación del por qué nos han bautizado nuestros padres nada más nacer: para que se nos quitara el pecado original heredado de nuestros primeros padres y se nos devolviera la amistad con Dios. Aquí tenéis también la explicación de por qué nos cuesta hacer el bien y, en cambio, nos cuesta tan poco hacer el mal; por qué sentimos el orgullo o la avaricia; por qué hacemos el mal que no habíamos pensado hacer y dejamos de hacer el bien que nos habíamos propuesto sacar adelante.

2. Sin embargo, Dios siguió siendo amigo. Y, ya en aquel primer momento, les prometió a nuestros primeros padres que les enviaría un salvador, el cual pisotearía y quebrantaría la cabeza del demonio y le vencería. "Pondré enemistades –dijo al demonio– entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya; y la mujer te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón".

Esa mujer es, precisamente, la Virgen Inmaculada. Dios la escogió para ser su Madre y no podía consentir que fuera casa del demonio antes que morada suya. Por eso, desde el primer momento de su ser la hizo limpia de todo pecado y la llenó de todas las gracias. "Llena de gracia", le saludó el ángel de la Anunciación. Eso es lo que proclamamos cuando decimos "la Inmaculada Concepción". Que es lo mismo que decir: "la que estuvo limpia de todo pecado desde el momento de su concepción". Fue una gracia grandísima de Dios; un privilegio que sólo le concedió a Ella. Por eso la Iglesia honra tanto a María en el misterio de su Inmaculada Concepción. Ella es como un copo de nieve en medio de un inmenso montón de carbón. Un gran poeta de nuestra tierra, Calderón de la Barca, la llamó "la Hidalga del Valle". Y lo explicó con gran belleza: mientras que a nosotros nos dio la mano para que nos levantáramos de nuestra caída, a la Virgen le puso la mano para que no cayera. Por eso, en el Valle de este mundo Ella es la Hidalga, la Señora, la Inmaculada.

Aquí tenemos la segunda lección práctica. Dios hizo a su Madre "a capricho". Porque tuvo en sus manos hacerla como quiso. Pues bien, cuando Dios elige a su Madre y le da todo lo que nosotros hubiéramos dado a la nuestra si estuviera en nuestras manos, no se preocupó de hacerla muy guapa, muy lista o muy rica. Lo que Dios elige para su Madre es hacerla Inmaculada, sin pecado, llena de gracia.

He aquí, queridos jóvenes, lo que vosotros debéis valorar como valores supremos y verdaderos. No se trata, ciertamente, de que no estiméis en su justa medida la belleza del cuerpo, la inteligencia de la mente y los bienes de este mundo. No. De lo que se trata es de que no veáis en ellos "vuestro único o principal tesoro". Vuestro tesoro es la amistad con Dios, la gracia, la huida de los lugares y ambientes de pecado.

3. Voy a terminar con una pequeña anécdota. Hace unos años, vivía en Italia una chica muy joven. Un día un chico quiso realizar con ella acciones impuras. Ella se resistió con uñas y dientes. Tanto, que aquel joven la estranguló. Hoy está en los altares con el nombre de Santa María Goretti. Su sangre fue tan fecunda, que incluso ganó la conversión de su verdugo. ¡Esa joven sí que supo honrar a la Inmaculada!

Pues que ella y, sobre todo, nuestra Madre la Virgen, nos alcancen de Dios las dos gracias de que hemos estado conversando: reconocernos necesitados de Dios y valorar la amistad con Dios como el gran tesoro de nuestra vida.