Solemnidad de la Inmaculada Concepción

+Francisco Gil Hellín, Arzobispo de Burgos

 

Catedral - 8 diciembre 2003
Queridos hermanos y hermanas
1. Una vez más, la Palabra de Dios ilumina desde el principio el sentido de nuestra celebración. En el relato impresionante del Génesis, hemos escuchado la caída dramática de nuestros primeros padres y sus trágicas consecuencias. Es la narración del pecado original, llamado así por ser el primer pecado y porque es el que heredamos todos los hombres por el hecho de ser tales. Es una verdad central de nuestra fe. Por ese pecado de Adán y Eva, la armonía original del hombre se sustituye por la sospecha, el miedo, la desnudez, la vergüenza ante Dios, la tristeza y el dolor. Fue el diablo el que puso en el corazón de los primeros padres la sospecha de que Dios quiera su bien, la tentación de constituirse en dueños del bien y del mal. De ese orgullo y ambición de ser como Dios, surge la desobediencia a Dios. Como dice san Máximo el Confesor, quiso "ser como Dios, pero sin Dios, antes que Dios y no según Dios".

2. Con el primer pecado se introduce una cadena interminable de males en el mundo. Entran la muerte y el dolor en todas sus formas. A partir de este momento, el mal se adueña del corazón del hombre, sufren los inocentes, la muerte se extiende a todos y cada uno de los hombres. La experiencia de todos los hombres –también la nuestra– atestigua que en su interior está sembrada la semilla del egoísmo, de la envidia, de la ambición, de la prepotencia, de la mentira, de la tendencia a explotar a los demás, y de las excusas. La Iglesia nos enseña que todo esto no es comprensible sin su conexión con el pecado de origen y que las preguntas que nos hacemos al comprobar esta multiforme realidad del pecado y del sufrimiento, sobre todo, el sufrimiento de los inocentes, no pueden entenderse al margen del pecado original.

3. Sin embargo, la narración de esa secuencia del pecado original concluye con un rayo luminoso de luz: Dios es más fuerte que el pecado y el mal, y no abandona al hombre al poder del uno y del otro. Al contrario, anuncia que triunfará del mal, que aplastará la cabeza del demonio y que, mediante el Mesías, librará al hombre del pecado y de la muerte, y le devolverá la gracia del principio. "La obediencia de Cristo repara sobreabundantemente la desobediencia de Adán". María ha sido la primera que se ha beneficiado de manera única e irrepetible de esa obediencia de Cristo, pues fue preservada del pecado original en el mismo instante de su concepción, fue llena de la gracia santificante y, por una gracia especial de Dios, no cometió nunca ni el más pequeño pecado. Por eso, nuestro pueblo la llama "la Purísima" y el ángel la "llena de gracia".

4. Nosotros no hemos sido concebidos inmaculados, sino con el pecado original. Pero la liturgia quiere que hagamos nuestras las palabras de san Pablo a los Efesios, que hemos escuchado en la segunda lectura. Dios nos ha bendecido en Jesucristo con toda clase de bienes, nos ha elegido y predestinado a ser santos e inmaculados en su presencia, trasformándonos de "hijos de la ira" en "hijos de bendición", en hijos y herederos suyos.

No cabe duda que la liturgia aplica estas palabras, en primer lugar, a María, toda pura y toda santa. Pero se las aplica no sólo como a una persona individual, sino como primicia de la nueva humanidad redimida y como anticipo y prenda de lo que un día seremos todos los que somos miembros de esa nueva humanidad redimida: la Iglesia. Ella es, en efecto, el miembro más eminente de la Iglesia, de modo que lo que en Ella ya ha tenido pleno cumplimiento, se realizará un día en todos los demás miembros.

Por todo ello, el destino de santidad y pureza que anunciaba la segunda lectura se aplica también a nosotros, hechos nueva criatura por el santo Bautismo y llamados por él a vivir la plenitud de la vida cristiana. La Inmaculada es, por tanto, la fiesta de la Madre que va marcando el camino de la santidad a sus hijos, y les brinda su ejemplo, su intercesión y su esperanza. La fiesta de hoy debe despertar nuestra vocación a la santidad.

5. Ese despertar es inseparable de la práctica habitual del sacramento de la Penitencia, o segundo Bautismo, como les gustaba llamarla a los Santos Padres. El Bautismo, en efecto, nos quitó el pecado original pero no la inclinación al pecado. Nos lo dice la fe y lo confirma nuestra propia experiencia: ¡cuántas inclinaciones torcidas, cuántas tentaciones, cuántas caídas en pecado! Es verdad que la cultura actual tiende a negar y hasta despreciar esta realidad del pecado, como si esta terminología fuese desfasada, propia de gentes sin cultura y ancladas en una situación sociocultural que es preciso arrinconar. Pero el buen sentido se impone: las guerras, el terrorismo, las violencias contra la mujer, la explotación de tantos emigrantes, la injusticia, la destrucción de la vida no nacida, el control egoísta de los nacimientos, la mentira y el abuso del sexo ahí están y son frutos amargos de aquella 1.ª desobediencia. Ahí está también esa lista que llamamos "pecados capitales" y la interminable reata de sus manifestaciones. No nos dejemos seducir por el peor de todos los pecados: la ceguera voluntaria para admitir nuestras claudicaciones y miserias.

6. Volvamos la mirada a la Purísima. Este único y sin par privilegio está vinculado de una manera estrechísima con el misterio de la Encarnación. María fue concebida Inmaculada, porque Dios quería preparar una digna morada para su Hijo. La que sería Madre de Dios –como hemos escuchado en el Evangelio–, tenía que estar llena de gracia, ser toda limpia y toda pura, exenta de cuanto pudiese ser obstáculo en las relaciones con su Hijo y en los designios que Dios tenía sobre Ella.

La Inmaculada es, pues, el primer destello en la raza humana de la venida salvadora de Dios al mundo. Por eso, es una figura maravillosa del Adviento, que es el tiempo en el que nos preparamos a recibir al Redentor. Si miramos e imitamos a María –Madre del Adviento– iremos disponiendo nuestra alma durante estas semanas para que sean un portal de Belén, pobre pero limpio y acogedor. Que así sea.