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Confiemos a María...
SS.
Juan Pablo II
Regina Caeli.
Visita Apostólica a la Diócesis de Turín, Italia
Domingo 13 de abril de
1980
1. El rezo de la antífona "Regina coeli, que en el
tiempo de Pascua sustituye al del "Ángelus", se eleva hoy, domingo "in
albis", no como de costumbre, bajo el cielo de Roma, sino bajo el de
Turín, el de esta ciudad "augusta", que encuentra en los santuarios
marianos de la "Consolata", de María Auxiliadora, de la Gran Madre, los
puntos ideales de su devoción hacia la Virgen Santísima. Efectivamente,
la piedad mariana ha marcado profundamente a través de los siglos la
vida espiritual del pueblo turinés, hallando expresión típica en los
santos más conocidos de esta ciudad, como en todas esas personas que
vivieron y trabajaron a la luz y bajo el patrocinio materno de Aquella
que es llamada Madre de los Santos y, por lo tanto Madre de la Iglesia,
así proclamada por mi venerado predecesor, Pablo VI, al terminar el
Concilio Vaticano II. Efectivamente, no puede menos de ser Madre de la
Iglesia María, que en el misterio de la redención se ha convertido en
Madre de todos los hombres. Por esto, a Ella ―a la Madre de todos los
hombres, y en particular a la Madre de la Iglesia― vengo hoy con
vosotros, que constituís la Santa Iglesia de Turín, yo el Papa Juan
Pablo II, que he llegado aquí como peregrino, y le digo: Regina coeli
laetare!
2. Hoy, al finalizar la octava de Pascua que es, en cierto sentido, el
único día pascual de la resurrección ("haec est dies") tenemos todavía
viva en la memoria la pasión y la cruz de Cristo. Nuestros corazones no
olvidan que junto a la cruz de Jesús estaba Ella (cf. Jn 19, 25): stabat
Mater dolorosa. Tampoco podemos olvidar que desde lo alto de la cruz
Jesús miró a la Madre y a Juan, el discípulo a quien Él amaba y, como a
un testigo particular, encomendó María al discípulo, como Madre, y
confió el discípulo a la Madre: "He ahí a tu Madre". "Mujer, he ahí a tu
hijo" (Jn 19, 27. 26). Creemos que en este solo hombre, esto es,
precisamente en Juan, Jesús dejó a María como Madre para cada uno de los
hombres, confió cada uno a Ella, tal como si cada uno de los hombres
fuese su niño, su hijo o su hija.
De este hecho se deriva la particular necesidad de que ―obedientes a
estas palabras del testamento de Cristo― nos confiemos a María con todo
lo que nos pertenece.
3. Dejándome guiar por esta fe y a la vez por esta esperanza, deseo
renovar hoy lo que forma parte del testamento pascual de Cristo y
confiar a la Madre de Dios esta ciudad y esta Iglesia que hoy me acoge
como peregrino. Sea Ella la buena estrella y la guía sabia de cuantos
viven solícitos por su verdadero bien y por el verdadero progreso social
y espiritual. Irradie su luz sobre esta gran familia y haga conocer a
todos la urgencia de un nuevo modo de ser y de actuar: inspire a los
jóvenes para conseguir los grandes, pacíficos ideales de la fe cristiana
y de la justicia social (porque la fe cristiana no es nunca contraria a
la justicia social y si os dicen que en nombre de la justicia social hay
que abandonar la fe, no lo creáis); haga florecer en cada una de las
familias la concordia y la sonrisa de los pequeños; ilumine a los
hombres de cultura y de ciencia en la búsqueda de la Verdad, para
profundizarla mejor y comunicarla a los otros; haga sentir a los
trabajadores el valor de su trabajo y cuánto los ama y los aprecia la
Iglesia; sea la esperanza y la ayuda de aquellos que están sin trabajo o
se sienten marginados por la sociedad; el consuelo y alivio de los
enfermos, de los que lloran y de cuantos son perseguidos por causa de la
justicia. ¡Sea Madre para todos! Recémosle para que conceda a todos fe,
fortaleza, bondad y gracia, y para que haga brillar sobre el rostro de
cada hombre y de cada mujer la luz redentora de Cristo resucitado,
"fruto bendito de su vientre".
4. Regina coeli, laetare...
Todos los que te confiamos hoy, María, "Consolata", Auxiliadora, Gran
Madre de Dios, tienen su parte en la etapa actual de la historia del
mundo, de la Iglesia, de Italia. A través de los corazones de todos pasa
la corriente misteriosa de la historia de la salvación del hombre, e
corresponde a los designios eternos del amor del Padre. Y, a la vez, en
los mismos corazones perdura en esta tierra, la lucha entre el bien y el
mal, de la que el hombre participa desde el pecado original.
¡Oh Madre y Señora nuestra! Al comienzo de la historia de la salvación,
el Eterno Padre decidió y te eligió a ti, Inmaculada, como la Madre del
Verbo Encarnado. Y al comienzo de esta lucha entre el bien y el mal Él
te estableció como Mujer que aplasta la cabeza de la serpiente (cf. Gén
3, 15). De este modo ha marcado tu humilde maternidad como signo de la
esperanza para todos los que, en este combate, en esta lucha, quieren
perseverar con tu Hijo y vencer el mal con el bien.
Nosotros, hombres que nos acercamos al final del segundo milenio,
sentimos profundamente estas luchas. Los acontecimientos en que estamos
envueltos, nos muestran continuamente lo amenazadoras que son, en
nosotros y en torno nuestro, las fuerzas del pecado, del odio, de la
ferocidad y de la muerte. Dirijamos, pues, de nuevo nuestra mirada hacia
la Madre del Redentor del mundo, hacia la Mujer del Apocalipsis de Juan,
hacia la "mujer vestida de sol" (12, 1), en la que te vemos a Ti, llena
de luz fulgurante, que ilumina las oscuras y peligrosas etapas de los
caminos humanos en la tierra.
Plegaria
5. Oh Madre, esta oración y este abandono, que renovamos una vez más, te
diga todo sobre nosotros. Nos acerque de nuevo a Ti, Madre de Dios y de
los hombres ―"Consolata", Auxiliadora, Gran Madre de Dios y nuestra―, y
Te acerque de nuevo a nosotros. No dejes perecer a los hermanos de tu
Hijo. Da a nuestros corazones la fuerza de la verdad. Da la paz y el
orden a nuestra existencia.
¡Muéstrate Madre nuestra!
Regina coeli, laetare!
Fuente:
vatican.va
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