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Visita
Pastoral a Polonia
SS.
Juan Pablo II
Angelus,
Meditación mariana después de la clausura del Congreso eucarístico
Wrocław, Polonia. domingo 1 de junio de 1997
«Te
saludamos, Hostia viva, en la que Jesucristo oculta su divinidad».
1. Al
final de esta solemne celebración eucarística nos dirigimos con el
pensamiento a María, rezando el Ángelus. Todos conocemos esta oración.
Sabemos que nos recuerda la escena de la Anunciación. «El ángel del
Señor anunció a María y concibió por obra del Espíritu Santo». El
momento del anuncio es también el instante de la concepción virginal
del Hijo de Dios. Así, pues, esta plegaria mariana, que rezamos tres
veces cada día, nos recuerda el gran misterio de la Encarnación. «Dios
te salve, María, llena de gracia; el Señor está contigo (...).
Bendita eres entre las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre» (Lc
1, 28.42).
En
este domingo, al final de la Statio orbis, con la que se concluye
el Congreso eucarístico de Wrocław, destacamos el vínculo
particular que existe entre el misterio de la Encarnación y la Eucaristía.
«El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros», repetimos en la
plegaria del Ángelus. Y es precisamente esa carne la que se transforma
en Eucaristía, cuando el sacerdote pronuncia sobre el pan y el vino las
palabras que Cristo pronunció en el cenáculo: «Esto es mi cuerpo, que
será entregado por vosotros». Cuerpo y sangre. «Este es el cáliz de
mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por
vosotros y por todos los hombres. Haced esto en conmemoración mía» (cf.
1 Co 11, 24-25). Este admirable vínculo entre el misterio del
Verbo encarnado y la Eucaristía lo expresa de modo muy hermoso un canto
eucarístico polaco:
«Te
saludamos, Hostia viva, en la que Jesucristo oculta su divinidad. Salve,
Jesús, Hijo de María, en la santa Hostia eres el verdadero Dios».
2. Así,
pues, la oración del Ángelus nos revela su profundidad eucarística.
Cristo, en el sacrificio del altar, bajo las especies del pan y del vino
nos da como alimento el Cuerpo y la Sangre que, por obra del Espíritu
Santo, le dio su madre, María. Dios Padre, al elegir a María como
madre de su Hijo unigénito, la unió de modo particular a la Eucaristía.
María,
enséñanos a comprender cada vez más plenamente este gran misterio de
la fe, para que acojamos siempre con alegría y gratitud la invitación
de tu Hijo: «Tomad y comed: esto es mi cuerpo. Tomad y bebed: esta es
mi sangre».
«Te
saludamos, Pan angélico. Te adoramos en este sacramento. Salve, Jesús,
Hijo de María; en la santa Hostia eres el verdadero Dios».
3. Ojalá
que el misterio de la Eucaristía impregne toda vuestra vida. Que
vuestro amor a Dios y a vuestros hermanos encuentre fuerza en la
Eucaristía y que se encienda vuestra fe y se fortalezca vuestra
esperanza.
Venerando
la presencia de Cristo en la Eucaristía, demos gracias a Dios también
por el don del sacerdocio. El sacerdocio y la Eucaristía están
indisolublemente unidos. El sacerdote es ministro de la Eucaristía. En
la comunidad de la Iglesia él es quien realiza de modo particular la
exhortación de Cristo: «Haced esto en conmemoración mía». Injertado
en Cristo sacerdote por medio del sacramento del orden, con su poder
celebra el sacrificio eucarístico. No hay sacerdocio sin Eucaristía.
No hay sacrificio eucarístico sin sacerdocio. Que la plegaria del Ángelus,
que rezaremos dentro de unos momentos, se convierta también en acción
de gracias por el don del sacerdocio y en una gran súplica por las
nuevas vocaciones. Que sean muchos los que escuchen la llamada del «Dueño
de la mies» y pronuncien con María el fiat generoso de su
respuesta a Dios. Pidamos a la Virgen María que obtenga de su Hijo para
la Iglesia numerosos y celosos ministros de la Eucaristía.
Fuente:
vatican.va
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