|
La
Sagrada Familia
SS.
Juan Pablo II
Audiencia
general
Miércoles 3
de enero de 1979
1.
La última noche de espera de la humanidad, que nos recuerda cada año
la liturgia de la Iglesia con la vigilia y la fiesta de la Navidad del
Señor, es al mismo tiempo la noche en que se cumplió la Promesa. Nace
Aquel que era esperado, que era el fin del adviento y no cesa de serlo.
Nace Cristo. Esto sucedió una vez, la noche de Belén, pero en la
liturgia se repite cada año, en cierto modo se “actúa” cada año.
Y asimismo cada año aparece rico de los mismos contenidos divinos y
humanos; éstos hasta tal grado sobreabundan, que el hombre no es capaz
de abarcarlos todos con una sola mirada; y es difícil encontrar
palabras para expresarlos todos juntos. Incluso nos parece demasiado
breve el período litúrgico de Navidad, para detenernos ante este
acontecimiento que más presenta las características de mysterium
fascinosum, que de mysterium tremendum. Demasiado breve para
“gozar” en plenitud de la venida de Cristo, el nacimiento de Dios en
la naturaleza humana. Demasiado breve para desenmarañar cada uno de los
hilos de este acontecimiento y de este misterio.
2.
La liturgia centra nuestra atención en uno de esos hilos y le da
relieve particular. El nacimiento del Niño la noche de Belén dio
comienzo a la familia. Por esto, el domingo dentro de la octava de
Navidad es la fiesta de la Familia de Nazaret. Esta es la Santa Familia
porque fue plasmada por el nacimiento de Aquel a quien incluso su
“Adversario” se verá obligado a proclamarlo un día “Santo de
Dios” (Mc 1, 24). Familia santa porque la santidad de Aquel que
ha nacido se ha hecho manantial de santificación singular, tanto de su
Virgen-Madre, como del Esposo de Esta, que como consorte legítimo venía
considerado entre los hombres padre del Niño nacido en Belén durante
el censo.
Esta
Familia es al mismo tiempo familia humana y, por ello, la Iglesia se
dirige en el período navideño a todas las familias humanas a través
de la Sagrada Familia. La santidad imprime un carácter único,
excepcional, irrepetible, sobrenatural, a esta Familia en la que ha
venido el Hijo de Dios al mundo. Y al mismo tiempo, todo cuanto podemos
decir de cada familia humana, de su naturaleza, deberes, dificultades,
lo podemos decir también de esta Familia Sagrada. De hecho, esta Santa
Familia es realmente pobre; en el momento del nacimiento de Jesús está
sin casa, después se verá obligada al exilio, y una vez pasado el
peligro, sigue siendo una familia que vive modestamente, con pobreza,
del trabajo de sus manos.
Su
condición es semejante a la de tantas otras familias humanas. Aquella
es el lugar de encuentro de nuestra solidaridad con cada familia, con
cada comunidad de hombre y mujer en la que nace un nuevo ser humano. Es
una familia que no se queda sólo en los altares, como objeto de
alabanza y veneración, sino que a través de tantos episodios que
conocemos por el Evangelio de San Lucas y San Mateo, está cercana de
algún modo a toda familia humana; se hace cargo de los problemas
profundos, hermosos y, al mismo tiempo, difíciles que lleva consigo la
vida conyugal y familiar. Cuando leemos con atención lo que los
Evangelistas (sobre todo Mateo) han escrito sobre las vicisitudes
experimentadas por José y María antes del nacimiento de Jesús, los
problemas a que he aludido más arriba se hacen aún más evidentes.
3.
La solemnidad de Navidad y, en su contexto, la fiesta de la Sagrada
Familia, nos resultan especialmente cercanas y entrañables,
precisamente porque en ellas se encuentra la dimensión fundamental de
nuestra fe, es decir, el misterio de la Encarnación, con la dimensión
no menos fundamental de las vivencias del hombre. Todos deben reconocer
que esta dimensión esencial de las vivencias del hombre es cabalmente
la familia. Y en la familia, lo es la procreación: un hombre nuevo es
concebido y nace, y a través de esta concepción y nacimiento, el
hombre y la mujer, en su calidad de marido y mujer, llegan a ser padre y
madre, procreadores, alcanzando una dignidad nueva y asumiendo deberes
nuevos. La importancia de estos deberes fundamentales es enorme bajo
muchos puntos de vista. No sólo desde el punto de vista de la comunidad
concreta que es su familia, sino también desde el punto de vista de
toda comunidad humana, de toda sociedad, nación, estado, escuela,
profesión, ambiente. Todo depende en líneas generales del modo como
los padres y la familia cumplan sus deberes primeros y fundamentales,
del modo y medida con que enseñen a “ser hombre” a esa criatura que
gracias a ellos ha llegado a ser un ser humano, ha obtenido “la
humanidad”. En esto la familia es insustituible. Es necesario hacer lo
imposible para que la familia no sea suplantada. Lo requiere no sólo el
bien “privado” de cada persona, sino también el bien común de toda
sociedad, nación o estado de cualquier continente. La familia está
situada en el centro mismo del bien común en sus varias dimensiones,
precisamente porque en ella es concebido y nace el hombre. Es necesario
hacer todo lo posible para que desde su momento inicial, desde la
concepción, este ser humano sea querido, esperado, vivido como un valor
particular, único e irrepetible. Este ser debe sentirse importante, útil,
amado y valorado, incluso si está inválido o es minusválido; es más,
por esto precisamente más amado aún.
Así
nos enseña el misterio de la Encarnación. Esta es asimismo la lógica
de nuestra fe. Esta es también la lógica de todo humanismo auténtico;
pienso, en efecto, que no puede ser de otra manera. No estamos buscando
aquí elementos de contraposición, sino puntos de encuentro que son
simple consecuencia de la verdad total acerca del hombre. La fe no aleja
a los creyentes de esta verdad, sino que los introduce en el mismo corazón
de ella.
4.
Algo más aún. La noche de Navidad, la Madre que debía dar a luz (Virgo
paritura), no encontró un cobijo para sí. No encontró las
condiciones en que se realiza normalmente aquel gran misterio divino y
humano a un tiempo, de dar a la luz un hombre.
Permitidme
que utilice la lógica de la fe y la lógica de un consecuente
humanismo. Este hecho del que hablo es un gran grito, un desafío
permanente a cada uno y a todos, acaso más en particular en nuestra época,
en la que a la madre que espera un hijo se le pide con frecuencia una
gran prueba de coherencia moral. En efecto, lo que viene llamado con
eufemismo “interrupción de la maternidad” (aborto), no puede
evaluarse con otras categorías auténticamente humanas que no sean las
de la ley moral, esto es, de la conciencia. Mucho podrían decir a este
propósito, si no las confidencias hechas en los confesionarios, sí
ciertamente las hechas en los consultorios para la maternidad
responsable.
Por
consiguiente, no se puede dejar sola a la madre que debe dar a luz; no
se la puede dejar con sus dudas, dificultades y tentaciones. Debemos
estar junto a ella para que tenga el valor y la confianza suficientes de
no gravar su conciencia, de no destruir el vínculo más fundamental de
respeto del hombre hacia el hombre. Pues, en efecto, tal es el vínculo
que tiene principio en el momento de la concepción; por ello, todos
debemos estar de alguna manera con todas las madres que deben dar a luz,
y debemos ofrecerles toda ayuda posible.
Miremos
a María, virgo paritura (Virgen que va a dar a luz). Mirémosla
nosotros Iglesia, nosotros hombres, y tratemos de entender mejor la
responsabilidad que trae consigo la Navidad del Señor hacia cada hombre
que ha de nacer sobre la tierra. Por ahora nos paramos en este punto e
interrumpimos estas consideraciones; ciertamente deberemos volver de
nuevo sobre ello. y no una vez sola.
|
|