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Mes
del Santo Rosario
SS.
Juan Pablo II
Audiencia
general
Miércoles 28
de octubre de 1981
1.
Se acerca el final del mes de octubre, el mes del Santo Rosario.
Deseo, con ocasión de esta última audiencia general de octubre, hacer
referencia a la primera que tuvo lugar este mes. (Fue también la
primera audiencia general, después de la pausa de algunos meses causada
por el evento del 13 de mayo). La primera audiencia, después del
intervalo, se celebró el día dedicado a la Santísima Virgen del
Rosario.
Al
final de octubre quiero, juntamente con vosotros, hermanos y hermanas,
echar una mirada a la sencillez y, al mismo tiempo, a la profundidad de
esta oración, a la que la Madre Santísima de modo particular nos
invita, nos estimula y nos anima. Al rezar el Rosario, penetramos en los
misterios de la vida de Jesús, que son, a la vez, los misterios de su
Madre. Esto se advierte muy claramente en los misterios gozosos,
comenzando por la anunciación, pasando por la visitación y el
nacimiento en la noche de Belén, y luego por la presentación del Señor,
hasta su encuentro en el templo, cuando Jesús tenía ya 12 años.
Aunque pueda parecer que los misterios dolorosos no nos muestran
directamente a la Madre de Jesús —con excepción de los dos últimos:
el vía crucis y la crucifixión—, sin embargo, ¿podemos pensar que
estuviese espiritualmente ausente la Madre, cuando su Hijo sufría de
modo tan terrible en Getsemaní, en la flagelación y en la coronación
de espinas? Y los misterios gloriosos son también misterios de
Cristo, en los que encontramos la presencia espiritual de María,
el primero entre todos el misterio de la resurrección. Al hablar de la
ascensión, la Sagrada Escritura no menciona la presencia de María,
pero, ¿pudo no estar ella presente, si inmediatamente después leemos
que se hallaba en el cenáculo con los mismos Apóstoles, que habían
despedido poco antes a Cristo que subía al cielo? Con ellos se prepara
María a la venida del Espíritu Santo y participa en la misma el día
de Pentecostés. Los dos últimos misterios gloriosos orientan nuestro
pensamiento directamente a la Madre de Dios, cuando contemplamos su
Asunción y Coronación en la gloria celeste.
El
Rosario es una oración que se refiere a María unida a Cristo en
su misión salvífica. Es, al mismo tiempo, una oración a María,
nuestra mejor mediadora ante el Hijo. Es finalmente una oración que de
modo especial rezamos con María, lo mismo que oraban juntos con
Ella los Apóstoles en el Cenáculo, preparándose para recibir el Espíritu
Santo.
2.
Esto es cuanto deseo decir sobre esta oración tan entrañable, al final
del mes de octubre. Al hacerlo, me dirijo a todos los que mediante su
oración —no sólo la oración del Rosario, sino también la oración
litúrgica y cualquier otra— me han ayudado durante los
meses pasados. Ya he agradecido esto otras veces. Lo agradecí también
durante la primera audiencia general de este mes. Pero las expresiones
de esta gratitud nunca son suficientes. Hoy, pues, deseo manifestar una
vez más mi agradecimiento, al darme cuenta de cuánto debo a todos los
que me han ayudado y continúan todavía ayudándome con la oración.
La
mayor parte de esta ayuda sólo la conoce Dios. Pero me han
llegado en este período millares y millares de cartas, en las que
personas de todas las partes del mundo me han expresado su participación
y me han asegurado su oración. Quisiera, entre las muchas, leer una
sola, la de una niña que me ha escrito: "Querido Papa, deseo que
te cures pronto para que vuelvas a leer el Evangelio y la Palabra de
Dios. Sé que has perdonado al hombre que te ha herido, y así yo también
quiero perdonar a quien me espía o me da patadas. Haz que me porte
siempre bien y haz que en todo lugar haya paz".
3.
Hacia el final de la Carta de San Pablo a los Efesios encontramos las
siguientes palabras: "...confortaos en el Señor y en la fuerza de
su poder; vestíos de toda armadura de Dios para que podáis resistir a
las insidias del diablo, que no es nuestra lucha contra la sangre y la
carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los
dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos
de los aires... Embrazad, pues, en todo momento el escudo de la fe, con
que podáis hacer inútiles los encendidos dardos del maligno... Con
toda suerte de oraciones y plegarias, orando en todo tiempo con fervor y
siempre en continuas súplicas por todos los santos, y por mí, a
fin de que cuando hable me sean dadas palabras con que dar a conocer con
libertad el misterio del Evangelio, del que soy embajador encadenado
para anunciarlo con toda libertad y hablar de él como conviene" (Ef
6, 10-20).
4.
Durante la primera audiencia de octubre di las gracias —haciendo
referencia a los Hechos de los Apóstoles— porque "la Iglesia
oraba insistentemente a Dios por él" (esto es, por Pedro). Hoy me
he referido a las palabras de la Carta a los Efesios para pedir,
lo mismo que Pablo, que continuéis la oración, ahora que puedo
reanudar nuevamente el servicio al Evangelio. Es un servicio de verdad y
de amor. Un servicio a la Iglesia y, a la vez, al mundo. El autor de la
Carta a los Efesios dice que este servicio de verdad es, al mismo
tiempo, una auténtica lucha "contra los espíritus del mal",
contra "los dominadores de este mundo tenebroso". Es una lucha
y un combate.
5.
De esta lucha habla también el Concilio Vaticano II en la Constitución
Gaudium
et spes, con las siguientes palabras: "A través de toda la
historia humana existe una dura batalla contra el poder de las
tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice
el Señor, hasta el día final. Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de
luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes
esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la
unidad en sí mismo. Por ello, la Iglesia de Cristo, confiando en el
designio del Creador, a la vez que reconoce que el progreso humano puede
servir a la verdadera felicidad de los hombres, no puede dejar de hacer
oír la voz del Apóstol cuando dice: 'No queráis vivir conforme a este
mundo' (Rom. 12, 2); es decir, conforme a aquel espíritu de
vanidad y de malicia que transforma en instrumento del pecado la
actividad humana, ordenada al servicio de Dios y de los hombres" (Gaudium
et spes, 37).
Y
a continuación enseñan los padres conciliares: "A la hora de
saber cómo es posible superar tan deplorable miseria, la norma
cristiana es que hay que purificar por la cruz y la resurrección de
Cristo y encauzar por caminos de perfección todas las actividades
humanas, las cuales, a causa de la soberbia y el egoísmo, corren diario
peligro" (ib.).
Al
reanudar nuevamente mi servicio tras la prueba que la Divina
Misericordia me ha permitido superar, me dirijo a todos con las palabras
de San Pablo: orad "por mí, a fin de que cuando hable me sean
dadas palabras con que dar a conocer el misterio del Evangelio..."
6.
El haber experimentado personalmente la violencia me ha hecho sentirme
de modo más intenso cercano a los que en cualquier lugar de la
tierra y de cualquier modo sufren persecuciones por el nombre de
Cristo. Y también a todos aquellos que sufren opresión por la
santa causa del hombre y de la dignidad, por la justicia y por la paz
del mundo. Y, finalmente, a los que han sellado esta fidelidad suya con
la muerte.
Al
pensar en todos ellos, repito las palabras del Apóstol en la Carta a
los Romanos: "Ninguno de nosotros para sí mismo vive y ninguno
para sí mismo muere; pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si
morimos, morimos para el Señor. En fin, sea que vivamos, sea que
muramos, del Señor somos. Que por esto murió Cristo y resucitó, para
dominar sobre muertos y Vivos" (Rom 14, 7-9).
Que
sean estas palabras también para nosotros la preparación a la gran
solemnidad de Todos los Santos y a la celebración del 2 de
noviembre, en la que recordamos a Todos los Fieles Difuntos.
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