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La
Anunciación
SS.
Juan Pablo II
Audiencia
general
Miércoles 25
de marzo de 1981
1.
"Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad" (cf. Sal
39, 8, ss.; Heb 10, 7). He aquí la esclava del Señor (Lc
1, 38).
Son
las palabras del Verbo al entrar en el mundo, y las de María que acoge su
anuncio. Con estas palabras os saludo, queridísimos hermanos y hermanas, en
este día solemnísimo dedicado por la liturgia a la Anunciación del Señor.
El corazón cristiano late de emoción y de amor al pensar en el instante
inefable, en el que el Verbo se hizo uno de nosotros: et Verbum caro
factum est. Desde los primeros siglos, el corazón de la Iglesia se ha
dirigido con toda su devoción al hecho que celebramos hoy; recuerdo las fórmulas
más antiguas del Credo, que se remontan, por lo menos, al siglo II,
confirmadas solemnemente por los Concilios de Nicea, en el 325 y de
Constantinopla en el 381; recuerdo el fresco de las catacumbas de Priscila,
del siglo II, primer testimonio conmovedor de ese tributo que el arte
cristiano ha dedicado sin descanso a la Anunciación del Señor con las páginas
más brillantes de su historia; recuerdo la gran basílica construida en
Nazaret, en el siglo IV, por iniciativa de la Emperatriz Santa Elena. También
la solemnidad de hoy es muy antigua, y aunque sus orígenes no estén
determinados con certeza cronológica por los estudiosos, ya a finales del
siglo VII (aunque con orígenes ciertamente anteriores) había sido fijada
definitivamente el 25 de marzo, porque antiguamente se creía que en ese día
se había realizado la creación del mundo y la muerte del Redentor: de modo
que la fecha de la fiesta de la Anunciación contribuyó a fijar la de
Navidad (cf. F. Cabrol, Annonciation, Fête de l', en Dacl, I,
2, París, 1924, col. 2247). La solemnidad de hoy tiene, por esto, un gran
significado, tanto mariológico, como cristológico.
2.
María da su asentimiento al Ángel anunciador. La página de Lucas,
aún en su concisión escueta, es riquísima de contenidos bíblicos
veterotestamentarios, y de la inaudita novedad de la revelación cristiana:
de ella es protagonista una mujer, la Mujer por excelencia (cf. Jn 2,
4; 19, 26), elegida desde toda la eternidad para ser la primera e
indispensable colaboradora del plan divino de salvación. Es la "almah"
profetizada por Isaías (7, 14), la doncella de estirpe real que responde al
nombre de Miriam, de María de Nazaret, humildísima y oculta aldea de
Galilea (cf. Jn 1, 46); la auténtica novitas cristiana, que
ha colocado a la mujer en una altísima dignidad incomparable, inconcebible
para la mentalidad judía del tiempo, como para la civilización
greco-romana, comienza desde este anuncio que Gabriel dirige a María, en el
nombre mismo del Señor. La saluda con palabras tan elevadas, que la
atemorizan: "Kaire, Ave, ¡alégrate!" La alegría mesiánica
resuena por primera vez en la tierra. "Kekaritoméne, gratia
plena, ¡llena de gracia!". La Inmaculada está aquí esculpida en
su plenitud misteriosa de elección divina, de predestinación eterna, de
claridad luminosa. "Dominus tecum, ¡el Señor es contigo!".
Dios está con María, miembro elegido de la familia humana para ser la
madre del Emmanuel, de Aquel que es "Dios con nosotros": Dios de
ahora en adelante, estará siempre, sin arrepentimientos, sin
retractaciones, con la humanidad, hecho uno con ella para salvarla y darle
su Hijo, el Redentor: y María es la garantía viviente, concreta, de esta
presencia salvífica de Dios.
3.
Del diálogo entre la Criatura elegido y el Ángel de Dios continúan
fluyendo otras verdades fundamentales para nosotros: "Concebirás en tu
seno y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande,
se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David su
padre... El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te
cubrirá con su sombra; por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de
Dios" (Lc 1, 31 s. 35) Viene Aquel que, por línea de Adán
entra en las genealogías de Abraham y David (cf. Mt 1, 1-17; Lc
3, 23-38): El está en la línea de las promesas divinas, pero viene
al mundo sin tener necesidad de la trayectoria de la paternidad humana, más
aún, la sobrepasa en la línea de la fe inmaculada. Toda la Trinidad
está comprometida en esta obra, como anuncia el Ángel: Jesús, el
Salvador, es el "Hijo del Altísimo", el "Hijo de Dios";
está presente el Padre para proyectar su sombra sobre María, está
presente el Espíritu Santo para descender sobre Ella y fecundar su seno
intacto con su potencia. Como ha comentado sutilmente San Ambrosio, en su
exposición a este pasaje del Evangelio de Lucas, se oyó ese día por vez
primera la revelación del Espíritu Santo, y fue creída inmediatamente:
"et auditur et creditur" (Exp. Ev. sec. Lucam,
II, 15; ed. M. Adriaen, CCL, XIV, Turnholt, 1957, pág. 38).
El
Ángel pide el asentimiento de María para que el Verbo entre en el mundo.
La espera de los siglos pasados se centra en este punto; de él depende la
salvación del hombre. San Bernardo, al comentar la Anunciación, expresa
estupendamente este momento único, cuando dice, dirigiéndose a la Virgen:
"Todo el mundo espera postrado a tus pies; y no sin motivo, porque de
tu palabra depende el consuelo de los miserables, la redención de los
cautivos, la libertad de los condenados, la salvación, finalmente, de todos
los hijos de Adán, de todo tu linaje. Da pronto tu respuesta" (In
laudibus Virginis Mariae, Homilía IV, 8 en Sermones, I, ed. J.
Leclerq y H. Rochais. S. Bernardi Opera Omnia, IV, Roma, 1966, págs.
58 y s.).
Y
el asentimiento de María es un asentimiento de fe. Se encuentra en
la línea de la fe. Por tanto, justamente el Concilio Vaticano II, al
reflexionar sobre María como prototipo y modelo de la Iglesia, ha propuesto
su ejemplo de fe activa precisamente en el momento de su Fiat:
"María no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios,
sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia
libres" (Lumen
gentium, 56).
Por
esto, la solemnidad de hoy nos invita a seguir las mismas huellas de fe
operante de María: una fe generosa, que se abre a la Palabra de Dios,
que acoge la voluntad de Dios, sea cual fuere y de cualquier modo que se
manifieste; una fe fuerte, que supera todas las dificultades, las
incomprensiones, las crisis; una fe operante, alimentada como viva
llama de amor, que quiere colaborar fuertemente con el designio de Dios
sobre nosotros. "He aquí la esclava del Señor": cada uno de
nosotros, como invita el Concilio, debe estar pronto a responder así, como
Ella, en la fe y en la obediencia, para cooperar, cada uno en la propia
esfera de responsabilidad, a la edificación del Reino de Dios.
4.
La respuesta de María fue el eco perfecto de la respuesta del Verbo al
Padre. El Aquí estoy de Ella es posible, en cuanto le ha precedido y
sostenido el Aquí estoy del Hijo de Dios, el cual, en el momento del
consentimiento de María, se convierte en el Hijo del hombre. Hoy celebramos
el misterio fundamental de la Encarnación del Verbo. La Carta a los
Hebreos nos hace como penetrar en los abismos insondables de ese abajamiento
del Verbo, de su humillación por amor a los hombres hasta la muerte de
cruz: "Cuando Cristo entró en el mundo dijo: Tú no quieres
sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo; no aceptas
holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije lo que está escrito
en el libro: Aquí estoy, ¡Oh Dios!, para hacer tu voluntad" (Heb
10, 5, ss).
Me
has preparado un cuerpo: la celebración de hoy nos lleva sin duda a la
fecha de Navidad, dentro de nueve meses; pero ella, con pensamiento místicamente
profundo que, como he dicho, fue bien captado por nuestros hermanos y
hermanas de la Iglesia de los primeros siglos, nos lleva, sobre todo, a la
próxima pasión, muerte y resurrección de Jesús. El hecho de que la
Anunciación del Señor caiga dentro del período cuaresmal y en sintonía
con él, nos hace comprender su significado redentor: la Encarnación está
íntimamente ligada a la Redención, que Jesús realizó derramando su
sangre por nosotros en la cruz.
Aquí
estoy, ¡oh Dios!, para hacer tu voluntad. ¿Por qué esta obediencia,
por qué este abajamiento, por qué este sufrimiento? Nos responde el Credo:
"Propter nos homines et propter nostram salutem: por nosotros los
hombres y por nuestra salvación". Jesús bajó del cielo para hacer
subir allá arriba con pleno derecho al hombre, y, haciéndolo hijo en el
Hijo, para restituirlo a la dignidad perdida con el pecado. Vino para llevar
a cumplimiento el plan originario de la Alianza. La Encarnación confiere
para siempre al hombre su extraordinaria, única, e inefable dignidad. Y de
aquí toma miren el camino que recorre la Iglesia. Como escribí en mi
primera Encíclica: 'Cristo Señor ha indicado estos caminos sobre todo
cuando —como enseña el Concilio— 'mediante la encarnación el Hijo de
Dios se ha unido en cierto modo a todo hombre'. La Iglesia
reconoce por tanto que su cometido fundamental es lograr que tal unión
pueda actuarse y renovarse continuamente. La Iglesia desea servir a este único
fin: que todo hombre pueda encontrar a Cristo, para que Cristo pueda
recorrer con cada uno el camino de la vida, con la potencia de la verdad
acerca del hombre y del mundo, contenida en el misterio de la Encarnación y
de la Redención" (Redemptor
hominis 13).
5.
La Iglesia no olvida —¿cómo podría hacerlo?— que el Verbo, en este
acontecimiento que hoy recordamos, se ofrece al Padre por la salvación del
hombre, por la dignidad del hombre. En este acto de ofrecimiento de sí
mismo se contiene ya todo el valor salvífica de su misión mesiánica: todo
está ya "in nuce" encerrado aquí, en esta misteriosa entrada,
del "Sol de justicia" (cf. Mt 4, 2) en las tinieblas de
este mundo, que no lo acogieron (cf. Jn 1, 5). Sin embargo, nos
atestigua el Evangelista Juan: "Mas a cuantos le recibieron les dio
poder de venir a ser hijos de Dios, a aquellos que creen en su nombre,
que... son nacidos de Dios. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre
nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre,
lleno de gracia y de verdad" (Jn 1, 12 ss.).
Sí,
hermanos y hermanas queridísimos, hemos visto su gloria. La liturgia
hoy nos la propone ante los ojos en su misteriosa e inefable grandeza, que
nos sobrepuja con su magnificencia y nos sostiene con su humildad: "El
Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros".
Acojámosle.
Digámosle
también nosotros: Aquí estoy, vengo a hacer tu voluntad. Estemos
disponibles a la acción del Verbo, que quiere salvar al mundo también
mediante la colaboración de cuantos hemos creído en El. Acojámosle. Y con
Él, acojamos a cada uno de los hombres. Las tinieblas parecen todavía
querer prevalecer siempre: la riqueza inicua, el egoísmo indiferente a los
sufrimientos de los otros, la desconfianza recíproca, las enemistades entre
los pueblos, el hedonismo que entenebrece la razón y pervierte la dignidad
humana, todos los pecados que ofenden a Dios y van contra el amor del prójimo.
Debemos dar, aún en medio de tantos anti-testimonios, el testimonio de la
fidelidad; debemos ser, aún entre tantos anti-valores, el valor que vence
al mal con su fuerza intrínseca. La cruz de Cristo nos da la fuerza para
ello, la obediencia de María nos da el ejemplo. No nos echemos atrás. No
nos avergoncemos de nuestra fe. Seamos astros que brillan en el mundo, luz
que atrae, calor que persuade.
Con
mi bendición apostólica.
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