|
Las últimas palabras de Jesús en la cruz: "Ahí tienes a tu Madre..."
SS.
Juan Pablo II
Audiencia
general
Miércoles.
23 de noviembre de 1988
1.
El mensaje de la cruz comprende algunas palabras supremas de amor que Jesús
dirige a su Madre y al discípulo predilecto Juan, presentes en su suplicio
del Calvario.
San
Juan en su Evangelio recuerda que "junto a la cruz de Jesús estaba su
Madre" (Jn 19, 25). Era la presencia de una mujer ―ya
viuda desde hace años, según lo hace pensar todo― que iba a perder a
su Hijo. Todas las fibras de su ser estaban sacudidas por lo que había
visto en los días culminantes de la pasión y de la que sentía y presentía
ahora junto al patíbulo. ¿Cómo impedir que sufriera y llorara? La tradición
cristiana ha percibido la experiencia dramática de aquella Mujer llena de
dignidad y decoro, pero con el corazón traspasado, y se ha parado a
contemplarla participando profundamente en su dolor: "Stabat Mater
dolorosa/ iuxta Crucem lacrimosa/ dum pendebat Filius".
No
se trata sólo de una cuestión "de la carne o de la sangre", ni
de un afecto indudablemente nobilísimo, pero simplemente humano. La
presencia de María junto a la cruz muestra su compromiso de participar
totalmente en el sacrificio redentor de su Hijo. María quiso participar
plenamente en los sufrimientos de Jesús, ya que no rechazó la espada
anunciada por Simeón (cf. Lc 2, 35), sino que aceptó con Cristo el
designio misterioso del Padre. Ella era la primera partícipe de aquel
sacrificio, y permanecería para siempre como modelo perfecto de todos los
que aceptaran asociarse sin reservas a la ofrenda redentora.
2.
Por otra parte, la compasión materna que se expresaba en esa presencia,
contribuía a hacer más denso y profundo el drama de aquella muerte en
cruz, tan cercano al drama de muchas familias, de tantas madres e hijos,
reunidos por la muerte tras largos períodos de separación por razones de
trabajo, de enfermedad, de violencia causada por individuos o grupos.
Jesús,
que vio a su Madre junto a la cruz, la evoca en la estela de recuerdos de
Nazaret, de Caná, de Jerusalén; quizá revive los momentos del tránsito
de José, y luego de su alejamiento de Ella, y de la soledad en la que vivió
en los últimos años, soledad que ahora se va a acentuar. María, a su vez,
considera todas las cosas que a lo largo de los años "ha conservado en
su corazón" (cf. Lc 2, 19. 51), y que ahora comprende mejor que
nunca en orden a la cruz. El dolor y la fe se funden en su alma. Y he aquí
que, en un momento, se da cuenta que desde lo alto de la cruz Jesús la mira
y le habla.
3.
"Jesús, viendo a su Madre y junto a ella al discípulo a quien amaba,
dice a su madre: 'Mujer, ahí tienes a tu hijo'" (Jn 19, 26). Es
un acto de ternura y piedad filial. Jesús no quiere que su Madre se quede
sola. En su puesto le deja como hijo al discípulo que María conoce como el
predilecto. Jesús confía de esta manera a María una nueva maternidad y la
pide que trate a Juan como a hijo suyo. Pero aquella solemnidad del acto de
confianza ("Mujer, ahí tienes a tu hijo"), ese situarse en el
corazón mismo del drama de la cruz, esa sobriedad y concentración de
palabras que se dirán propias de una formula casi sacramental, hacen pensar
que, por encima de las relaciones familiares, se considere el hecho en la
perspectiva de la obra de la salvación en el que la mujer-María, se ha
comprometido con el Hijo del hombre en la misión redentora. Como conclusión
de esta obra, Jesús pide a María que acepte definitivamente la ofrenda que
Él hace de Sí mismo como víctima de expiación, y que considere ya a Juan
como hijo suyo. Al precio de su sacrificio materno recibe esa nueva
maternidad.
4.
Ese gesto filial, lleno de valor mesiánico, va mucho más allá de la
persona del discípulo amado, designado como hijo de María. Jesús quiere
dar a María una descendencia mucho más numerosa, quiere instituir una
maternidad para María que abarque a todos sus seguidores y discípulos de
entonces y de todos los tiempos. El gesto de Jesús tiene, pues, un valor
simbólico. No es sólo un gesto de carácter familiar, como el de un hijo
que se ocupa de la suerte de su madre, sino que es el gesto del Redentor del
mundo que asigna a María, como "mujer", un papel de maternidad
nueva con relación a todos los hombres, llamados a reunirse en la Iglesia.
En ese momento, pues, María es constituida, y casi se diría
"consagrada", como Madre de la Iglesia desde lo alto de la cruz.
5.
En este don hecho a Juan y, en él, a los seguidores de Cristo y a todos los
hombres, hay como una culminación del don que Jesús hace de Sí mismo a la
humanidad con su muerte en cruz. María constituye con Él un
"todo", no sólo porque son madre e hijo "según la
carne", sino porque en el designio eterno de Dios están contemplados,
predestinados, colocados juntos en el centro de la historia de la salvación;
de manera que Jesús siente el deber de implicar a su Madre no sólo en la
oblación suya al Padre, sino también en la donación de Sí mismo a los
hombres; María, por su parte, está en sintonía perfecta con el Hijo en
este acto de oblación y de donación, como para prolongar el "Fiat"
de a anunciación.
Por
otra parte, Jesús, en su pasión, se ha visto despojado de todo. En el
Calvario le queda su Madre; con un gesto de desasimiento supremo, la entrega
también al mundo entero, antes de llevar a término su misión con el
sacrificio de la vida. Jesús es consciente de que ha llegado el momento de
la consumación, como dice el Evangelista: "Después de esto, sabiendo
Jesús que ya todo estaba cumplido..." (Jn 19, 28). Quiere que
entre las cosas "cumplidas" esté también en el don de la Madre a
la Iglesia y al mundo.
6.
Se trata ciertamente de una maternidad espiritual, que se realiza según
la tradición cristiana y la doctrina de la Iglesia, en el orden de la
gracia. "Madre en el orden de la gracia" la llama el Concilio
Vaticano II (Lumen
gentium 61). Por tanto, es esencialmente una maternidad
"sobrenatural", que se inscribe en la esfera en la que opera la
gracia, generadora de vida divina en el hombre. Por tanto, es objeto de fe,
como lo es la misma gracia con la que está vinculada, pero no excluye sino
que incluso comporta todo un florecer de pensamientos, de afectos tiernos y
suaves, de sentimientos vivísimos de esperanza, confianza, amor, que
forman parte del don de Cristo.
Jesús,
que había experimentado y apreciado el amor materno de María en su propia
vida, quiso que también sus discípulos pudieran gozar a su vez de ese amor
materno como componente de la relación con Él en todo el desarrollo de su
vida espiritual. Se trata de sentir a María como Madre y de tratarla como
Madre, dejándola que nos forme en la verdadera docilidad a Dios, en la
verdadera unión con Cristo, y en la caridad verdadera con el prójimo.
7.
También se puede decir que este aspecto de la relación con María está
incluido en el mensaje de la cruz. El Evangelista dice, en efecto, que Jesús
"luego dijo al discípulo: 'Ahí tienes a tu madre'" (Jn 19,
27). Dirigiéndose al discípulo, Jesús le pide expresamente que se
comporte con María como un hijo con su madre. Al amor materno de María
deberá corresponder un amor filial. Puesto que el discípulo sustituye a
Jesús junto a María, se le invita a que la ame verdaderamente como madre
propia. Es como si Jesús dijera: "Ámala como la he amado yo". Y
ya que en el discípulo, Jesús ve a todos los hombres a los que deja ese
testamento de amor, para todos vale la petición de que amen a María como
Madre. En concreto, Jesús funda con esas palabras suyas el culto mariano de
la Iglesia, a la que hace entender, por medio de Juan, su voluntad de que
María reciba un sincero amor filial por parte de todo discípulo del que
Ella es madre por institución de Jesús mismo. La importancia del culto
mariano, querido siempre por la Iglesia, se deduce de las palabras
pronunciadas por Jesús en la hora misma de su muerte.
8.
El Evangelista concluye diciendo que "desde aquella hora el discípulo
la acogió en su casa" (Jn 19, 27). Esto significa que el discípulo
respondió inmediatamente a la voluntad de Jesús: desde aquel momento,
acogiendo a María en su casa, le ha mostrado su afecto filial, la ha
rodeado de toda clase de cuidados, ha obrado de manera que pudiera gozar de
recogimiento y de paz a la espera de reunirse con su Hijo, y desempeñar su
papel en la Iglesia naciente, tanto en Pentecostés como en los años
sucesivos.
Aquel
gesto de Juan era la puesta en práctica del testamento de Jesús con
respecto a María: pero tenía un valor simbólico para todo discípulo de
Cristo, invitado y acoger a María junto a sí, a hacerle un lugar en la
propia vida. Por la fuerza de las palabras de Jesús al morir, toda vida
cristiana debe ofrecer un "espacio" a María, no puede prescindir
de su presencia.
Podemos
concluir entonces esta reflexión y catequesis sobre el mensaje de la cruz,
con la invitación que dirijo a cada uno, de preguntarse cómo acoge a María
en su casa, en su vida; también con una exhortación a apreciar cada vez
mas el don que Cristo crucificado nos ha hecho, dejándonos como madre a su
misma Madre.
|
|