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Misterio de la Encarnación. El Espíritu Santo y María en la concepción virginal de Jesús
SS.
Juan Pablo II
Audiencia
general
Miércoles.
4 de abril de 1990
1.
Todo el “evento” de Jesucristo se explica mediante la acción del Espíritu
Santo, como se dijo en la catequesis anterior. Por esto, una lectura
correcta y profunda del “evento” de Jesucristo ―y de cada una de
sus etapas― es para nosotros el camino privilegiado para alcanzar el
pleno conocimiento del Espíritu Santo. La verdad sobre la tercera
Persona de la Santísima Trinidad la leemos sobre todo en la vida del
Mesías: de Aquel que fue “consagrado con el Espíritu” (cf. Hch
10, 38). Es una verdad especialmente clara en algunos momentos de la
vida de Cristo, sobre los cuales reflexionaremos también en las catequesis
sucesivas. El primero de estos momentos es la misma Encarnación,
es decir, la venida al mundo del Verbo de Dios, que en la concepción asumió
la naturaleza humana y nació de María por obra del Espíritu Santo:
“Conceptus de Spiritu Sancto, natus ex Maria Virgine”, como decimos en
el Símbolo de la fe.
2.
Es el misterio encerrado en el hecho del que nos habla el evangelio en
las dos redacciones de Mateo y de Lucas, a las que acudimos como fuentes
substancialmente idénticas, pero a la vez complementarias. Si se atiende al
orden cronológico de los acontecimientos narrados se tendría que comenzar
por Lucas; pero para la finalidad de nuestra catequesis es oportuno tomar
como punto de partida el texto de Mateo, en el cual se da la explicación
formal de la concepción y del nacimiento de Jesús (quizá en relación con
las primeras habladurías que circulaban en los ambientes judíos hostiles).
El Evangelista escribe: “La generación de Jesucristo fue de esta manera:
Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar
juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo” (Mt
1, 18). El Evangelista añade que a José le informó de este hecho un
mensajero divino: “El Ángel del Señor se le apareció en sueños y le
dijo: ‘José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer
porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo’” (Mt
1, 20).
La
intención de Mateo es, por tanto, afirmar de modo inequivocable el
origen divino de ese hecho, que él atribuye a la intervención del Espíritu
Santo. Esta es la explicación que hizo texto para las comunidades
cristianas de los primeros siglos, de las cuales provienen tanto los
Evangelios como los símbolos de la fe, las definiciones conciliares y las
tradiciones de los Padres.
A
su vez, el texto de Lucas nos ofrece una precisión sobre el momento
y el modo en el que la maternidad virginal de María tuvo origen por
obra del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 26-38). He aquí las palabras del
mensajero, que narra Lucas: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti
y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de
nacer será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc 1, 35).
3.
Entretanto notamos que la sencillez, viveza y concisión con las que Mateo y
Lucas refieren las circunstancias concretas de la Encarnación del Verbo, de
la que el prólogo del IV Evangelio ofrecerá después una profundización
teológica, nos hacen descubrir qué lejos está nuestra fe del ámbito
mitológico al que queda reducido el concepto de un Dios que se ha hecho
hombre, en ciertas interpretaciones religiosas, incluso contemporáneas. Los
textos evangélicos, en su esencia, rebosan de verdad histórica por su
dependencia directa o indirecta de testimonios oculares y sobre todo de María,
como de fuente principal de la narración. Pero, al mismo tiempo, dejan
trasparentar la convicción de los Evangelistas y de las primeras
comunidades cristianas sobre la presencia de un misterio, o sea, de
una verdad revelada en aquel acontecimiento ocurrido “por obra del Espíritu
Santo”. El misterio de una intervención divina en la Encarnación, como
evento real, literalmente verdadero, si bien no verificable por la
experiencia humana, más que en el “signo” (cf. Lc 2, 12) de la
humanidad, de la “carne”, como dice Juan (1, 14), un signo ofrecido a
los hombres humildes y disponibles a la atracción de Dios. Los
Evangelistas, la lectura apostólica y post-apostólica y la tradición
cristiana nos presentan la Encarnación como evento histórico y no
como mito o como narración simbólica. Un evento real, que en la
“plenitud de los tiempos” (cf. Ga 4, 4) actuó lo que en algunos
mitos de la antigüedad podía presentirse como un sueño o como el eco de
una nostalgia, o quizá incluso de un presagio sobre una comunión perfecta
entre el hombre y Dios. Digamos sin dudar: la Encarnación del Verbo y la
intervención del Espíritu Santo, que los autores de los evangelios nos
presentan como un hecho histórico a ellos contemporáneo, son
consiguientemente misterio, verdad revelada, objeto de fe.
4.
Nótese la novedad y originalidad del evento también en relación con las escrituras
del Antiguo Testamento, las cuales hablaban sólo de la venida del Espíritu
(Santo) sobre el futuro Mesías: “Saldrá un vástago del tronco de
Jesé, y un retoño de sus raíces brotará. Reposará sobre él el espíritu
de Yahveh” (Is 11, 1-2); o bien: “El espíritu del Señor Yahveh
está sobre mí, por cuanto que me ha ungido Yahveh” (Is 61, 1). El
evangelio de Lucas habla, en cambio, de la venida del Espíritu Santo sobre
María, cuando se convierte en la Madre del Mesías. De esta novedad
forma parte también el hecho de que la venida del Espíritu Santo esta vez atañe
a una mujer, cuya especial participación en la obra mesiánica de la
salvación se pone de relieve. Resalta así al mismo tiempo el papel de la
Mujer en la Encarnación y el vínculo entre la Mujer y el Espíritu Santo
en la venida de Cristo. Es una luz encendida también sobre el misterio de
la Mujer, que se deberá investigar e ilustrar cada vez más en la historia
por lo que se refiere a María, pero también en sus reflejos en la condición
y misión de todas las mujeres.
5.
Otra novedad de la narración evangélica se capta en la confrontación con
las narraciones de los nacimientos milagrosos que nos transmite el
Antiguo Testamento (cf. por ejemplo, 1 S 1, 4-20; Jc 13,
2-24). Esos nacimientos se producían por el camino habitual de la procreación
humana, aunque de modo insólito, y en su anuncio no se hablaba del Espíritu
Santo. En cambio, en la anunciación de María en Nazaret, por primera vez
se dice que la concepción y el nacimiento del Hijo de Dios como hijo suyo
se realizará por obra del Espíritu Santo. Se trata de concepción y
nacimiento virginales, como indica ya el texto de Lucas con la pregunta
de María al ángel: “¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?”
(Lc 1, 34). Con estas palabras María afirma su virginidad, y no sólo
como hecho, sino también, implícitamente, como propósito.
Se
comprende mejor esa intención de un don total de sí a Dios en la
virginidad, si se ve en ella un fruto de la acción del Espíritu Santo
en María. Esto se puede percibir por el saludo mismo que el ángel le
dirige: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc
1, 28). El Evangelista también dirá del anciano Simeón que “este hombre
era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él
el Espíritu Santo” (Lc 2, 25). Pero las palabras dirigidas a María
dicen mucho más: afirman que Ella estaba “transformada por la gracia”,
“establecida en la gracia”. Esta singular abundancia de gracia no puede
ser más que el fruto de una primera acción del Espíritu Santo como
preparación al misterio de la Encarnación. El Espíritu Santo hace
que María esté perfectamente preparada para ser la Madre del Hijo de Dios
y que, en consideración de esta divina maternidad, Ella sea y permanezca
virgen. Es otro elemento del misterio de la Encarnación que se trasluce
del hecho narrado por los evangelios.
6.
Por lo que se refiere a la decisión de María en favor de la virginidad nos
damos cuenta mejor que se debe a la acción del Espíritu Santo si
consideramos que en la tradición de la Antigua Alianza, en la que Ella vivió
y se educó, la aspiración de las “hijas de Israel”, incluso por lo que
se refiere al culto y a la Ley de Dios, se ponía más bien en el sentido de
la maternidad, de forma que la virginidad no era un ideal abrazado e incluso
ni siquiera apreciado. Israel estaba totalmente invadido del sentimiento de
espera del Mesías, de forma que la mujer estaba psicológicamente orientada
hacia la maternidad incluso en función del adviento mesiánico, la
tendencia personal y étnica subía así al nivel de la profecía que
penetraba la historia de Israel, pueblo en el que la espera mesiánica y la
función generadora de la mujer estaban estrechamente vinculadas. Así,
pues, el matrimonio tenía una perspectiva religiosa para las “hijas de
Israel”.
Pero
los caminos del Señor eran diversos. El Espíritu Santo condujo a María
precisamente por el camino de la virginidad, por el cual Ella está en el
origen del nuevo ideal de consagración total―alma y cuerpo,
sentimiento y voluntad, mente y corazón― en el pueblo de Dios en la
Nueva Alianza, según la invitación de Jesús, “por el Reino de los
Cielos” (Mt 19, 12). De este nuevo ideal evangélico hablé en la
Carta Apostólica Mulieris
dignitatem (n. 20).
7.
María, Madre del Hijo de Dios hecho hombre, Jesucristo, permanece como
Virgen el insustituible punto de referencia para la acción salvífica de
Dios. Tampoco nuestros tiempos, que parecen ir en otra dirección,
pueden ofuscar la luz de la virginidad (el celibato por el Reino de Dios)
que el Espíritu Santo ha inscrito de modo tan claro en el misterio de la
Encarnación del Verbo. Aquel que, “concebido del Espíritu Santo, nació
de María Virgen”, debe su nacimiento y existencia humana a aquella
maternidad virginal que hizo de María el emblema viviente de la dignidad de
la mujer, la síntesis de las dos grandezas, humanamente
inconciliables―precisamente la maternidad y la virginidad― y
como la certificación de la verdad de la Encarnación. María es verdadera
madre de Jesús, pero sólo Dios es su padre, por obra del Espíritu Santo.
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