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Solemnidad
de la Madre de Dios
SS.
Juan Pablo II
Homilia,
1 de enero de 2003
1.
"El Señor te bendiga y te proteja; (...) se fije en ti y te
conceda la paz" (Nm 6, 24. 26): esta es la bendición que, en el
Antiguo Testamento, los sacerdotes pronunciaban sobre el pueblo elegido
en las grandes fiestas religiosas. La comunidad eclesial vuelve a
escucharla, mientras pide al Señor que bendiga el nuevo año recién
iniciado.
"El Señor te bendiga y te proteja". Ante los acontecimientos
que trastornan el planeta, es evidente que sólo Dios puede tocar el
alma humana en lo más íntimo de su ser; sólo su paz puede devolver la
esperanza a la humanidad. Es preciso que él se fije en nosotros, nos
bendiga, nos proteja y nos dé su paz.
Por tanto, es muy conveniente iniciar el nuevo año pidiéndole este don
tan valioso. Lo hacemos por intercesión de María, Madre del "Príncipe
de la paz".
2. En esta solemne celebración me alegra dirigir un cordial saludo a
los ilustres señores embajadores del Cuerpo diplomático acreditado
ante la Santa Sede. Dirijo también un afectuoso saludo a mi secretario
de Estado y a los demás responsables de los dicasterios de la Curia
romana, y en particular al nuevo presidente del Consejo pontificio
Justicia y paz. Deseo manifestarles mi gratitud por su compromiso diario
en favor de una convivencia pacífica entre los pueblos, según las
directrices de los Mensajes para la Jornada mundial de la paz. El
Mensaje de este año evoca la encíclica Pacem in terris, en el cuadragésimo
aniversario de su publicación. El contenido de este autorizado e histórico
documento del Papa Juan XXIII constituye "una tarea
permanente" para los creyentes y para los hombres de buena voluntad
de nuestro tiempo, caracterizado por tensiones, pero también por muchas
expectativas positivas.
3. Cuando se escribió la Pacem in terris, había nubes que ensombrecían
el horizonte mundial, y sobre la humanidad se cernía la amenaza de una
guerra atómica.
Mi venerado predecesor, a quien tuve la alegría de elevar al honor de
los altares, no se dejó vencer por la tentación del desaliento. Al
contrario, apoyándose en una firme confianza en Dios y en las
potencialidades del corazón humano, indicó con fuerza "la verdad,
la justicia, el amor y la libertad" como los "cuatro
pilares" sobre los que es preciso construir una paz duradera (cf.
Mensaje, 3).
Su enseñanza conserva su actualidad. Hoy, como entonces, a pesar de los
graves y repetidos atentados contra la convivencia serena y solidaria de
los pueblos, la paz es posible y necesaria. Más aún, la paz es el bien
más valioso que debemos implorar de Dios y construir con todo esfuerzo,
mediante gestos concretos de paz de todos los hombres y mujeres de buena
voluntad (cf. ib., 9).
4. La página evangélica que acabamos de escuchar nos ha vuelto a
llevar espiritualmente a Belén, a donde los pastores acudieron para
adorar al Niño en la noche de Navidad (cf. Lc 2, 16). ¡Cómo no
dirigir la mirada con aprensión y dolor a aquel lugar santo donde nació
Jesús!
¡Belén! ¡Tierra Santa! La dramática y persistente tensión en la que
se encuentra esta región de Oriente Próximo hace más urgente la búsqueda
de una solución positiva del conflicto fratricida e insensato que,
desde hace ya demasiado tiempo, la está ensangrentando. Se requiere la
cooperación de todos los que creen en Dios, conscientes de que la
religiosidad auténtica, lejos de ser fuente de conflicto entre las
personas y los pueblos, más bien los impulsa a construir juntos un
mundo de paz.
Recordé esto con vigor en el Mensaje para la actual Jornada mundial de
la paz: "La religión tiene un papel vital para suscitar gestos de
paz y consolidar condiciones de paz". Y añadí que "puede
desempeñar este papel tanto más eficazmente cuanto más decididamente
se concentra en lo que la caracteriza: la apertura a Dios, la enseñanza
de una fraternidad universal y la promoción de una cultura de
solidaridad" (n. 9).
Ante los actuales conflictos y las amenazadoras tensiones de este
momento, invito una vez más a orar para que se busquen "medios pacíficos"
con vistas a su solución, inspirados por una "voluntad de acuerdo
leal y constructivo", en armonía con los principios del derecho
internacional (cf. ib., 8).
5. "Envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley,
(...) para que recibiéramos el ser hijos por adopción" (Ga 4,
4-5). En la plenitud de los tiempos, recuerda san Pablo, Dios envió al
mundo un Salvador, nacido de una mujer. Por tanto, el nuevo año
comienza bajo el signo de una mujer, bajo el signo de una madre: María.
En continuación ideal con el gran jubileo, cuyo eco no se ha extinguido
aún, proclamé, el pasado mes de octubre, el Año del Rosario. Después
de proponer de nuevo con vigor a Cristo como único Redentor del mundo,
he deseado que este año se caracterice por una presencia particular de
María. En la carta apostólica Rosarium Virginis Mariae escribí que
"el rosario es una oración orientada por su naturaleza hacia la
paz, por el hecho mismo de que contempla a Cristo, Príncipe de la paz y
"nuestra paz" (Ef 2, 14). Quien interioriza el misterio de
Cristo -y el rosario tiende precisamente a eso- aprende el secreto de la
paz y hace de él un proyecto de vida" (n. 40).
Que María nos ayude a descubrir el rostro de Jesús, Príncipe de la
paz. Que ella nos sostenga y acompañe en este año nuevo, y nos obtenga
a nosotros y al mundo entero el anhelado don de la paz. ¡Alabado sea
Jesucristo!
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