Queridos
hermanos y hermanas:
1.
“En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba a las turbas, una mujer de
entre el gentío levantó la voz diciendo: ¡Dichoso el vientre que te
llevó y los pechos que te criaron! (Lc 11, 27)”.
Esta
alabanza a Jesús y a María brota de la fe sencilla de una mujer
desconocida. Emocionada en lo más profundo del corazón, ante las enseñanzas
de Jesús, ante su figura amable, aquella persona no puede contener su
admiración. En sus palabras reconocemos una muestra genuina de la
religiosidad popular, siempre viva entre los cristianos a lo largo de la
historia.
Con
gran gozo y con gratitud al Señor, por estar hoy entre vosotros, en
esta noble y antigua ciudad de La Serena, saludo con afecto a cuantos
participáis en esta celebración de la Palabra, y a todos los
habitantes del llamado Norte Chico de Chile que, sin embargo, no deja de
ser grande por muchos motivos; en primer lugar por su fe cristiana, de
la que son testimonio sus santuarios y que se manifiesta en las
peregrinaciones, en las fiestas y bailes religiosos, a los que se une el
Norte Grande.
En
presencia de estas imágenes veneradas de la Virgen de Andacollo, de la
Candelaria y del Carmen, y del Niño Dios de Sotaquí, San Pedro de
Coquimbo, San Isidro de Illapel, Cruz de Mayo y ante las demás
representaciones de la Madre de Dios que habéis traído para su bendición,
el Papa quiere repetir junto con vosotros la misma alabanza de la mujer
del Evangelio: “¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te
criaron!” (Lc 11, 27). ¿No percibimos ahora en estas palabras
el coro unido de hombres y mujeres chilenos que, desde el comienzo de la
evangelización de vuestra patria, han amado y honrado al Señor y a la
Virgen, su Madre? ¿No sentimos el fervor espontáneo que suscita la
devoción popular a Maria Santísima, Madre nuestra, que no cesa de
interceder por sus hijos?
2.
Si, la piedad popular es un verdadero tesoro del Pueblo de Dios.
Es una demostración continua de la presencia activa del Espíritu Santo
en la Iglesia. Es El quien enciende en los corazones la fe, la esperanza
y el amor, virtudes excelsas que dan valor a la piedad cristiana. Es el
mismo Espíritu el que ennoblece tantas y tan variadas formas de
expresar el mensaje cristiano de acuerdo con la cultura y costumbres
propias de cada lugar en todos los tiempos.
En
efecto, esas mismas costumbres religiosas, transmitidas de generación
en generación, son verdaderas lecciones de vida cristiana: desde las
oraciones personales, o de familia, que habéis aprendido directamente
de vuestros padres, hasta las peregrinaciones que convocan a
muchedumbres de fieles en las grandes fiestas de vuestros santuarios.
De
ahí que sea muy digna de elogio la firme voluntad de los obispos de
Chile, de fomentar todos los valores de la religiosidad conservados por
el pueblo. Por mi parte quiero repetir ante vosotros lo que les dije a
ellos en Roma, con ocasión de su última visita “ad limina”: “Es
pues, necesario valorizar plenamente la piedad popular, purificarla de
indebidas incrustaciones del pasado y hacerla plenamente actual. Esto
significa evangelizarla, o sea, enriquecerla de contenidos salvíficos
portadores del misterio de Cristo y del Evangelio” (
,
19 de octubre de 1984, n 4).
Todas
las devociones populares genuinamente cristianas han de ser fieles al
mensaje de Cristo y a las enseñanzas de la Iglesia. Por eso habéis de
comprender cuán bueno sea que vuestros Pastores, en el cumplimiento de
la misión que les ha confiado el Señor, os ayuden a rectificar
determinadas prácticas o creencias, cuando sea necesario, para que no
haya nada en ellas contrario a la recta doctrina evangélica. Siguiendo
con docilidad sus indicaciones, agradáis mucho al Señor y a la Virgen,
pues quien oye a los Pastores de la Iglesia, oye al mismo Señor que los
ha enviado (cf. Lc 10, 16).
La
piedad popular ha de conducirnos siempre a la piedad litúrgica,
esto es, a una participación consciente y activa en la oración común
de la Iglesia. Me consta que, como culminación de vuestras
peregrinaciones, procuráis recibir con fruto el sacramento de la
penitencia, mediante una sincera confesión de vuestros pecados al
sacerdote, el cual os perdona en nombre de Dios y de la Iglesia. Luego
asistís a la Santa Misa y recibís la comunión, participando así de
ese gran misterio de fe y de amor, el Sacrificio de Cristo, que se
renueva por nosotros en el altar.
Estas
celebraciones de la Iglesia, hacia las cuales ha de encauzarse dócilmente
la religiosidad popular son sin duda alguna momentos de gracia. En
ellas, habéis notado seguramente cómo vibra vuestro corazón, a compás
con los nobles sentimientos que vuestra oración y vuestra vida elevan a
Dios. Que esos momentos de conversión profunda y de encuentro gozoso en
la Iglesia, sean cada vez más frecuentes, especialmente para celebrar
los sacramentos. Las fiestas de los Patronos de cada lugar, los tiempos
de misión, las peregrinaciones a los santuarios, son como invitaciones
que el Señor dirige a toda la comunidad –y a cada uno–, para
avanzar por el camino de la salvación.
Pero
no estéis esperando a que vengan esas grandes festividades: acudid a la
Misa dominical, santificando así el día del Señor, dedicado al culto
divino, al legítimo descanso y a la vida de familia más intensa. Que
en ninguna de vuestras jornadas falten momentos de oración personal o
familiar dentro de esa iglesia doméstica que es el propio hogar, para
que toda vuestra existencia se vea como inundada por la luz y la gracia
de Dios.
3.
Entre los múltiples signos indicativos de la piedad cristiana, la devoción
a la Virgen María ocupa un lugar destacadísimo, el que corresponde
a su condición de ser Madre de Dios y Madre nuestra. Como aquella mujer
del Evangelio lanzó un grito de admiración y bienaventuranza hacia Jesús
y su Madre, así también vosotros, en vuestro afecto y en vuestra
devoción soléis unir siempre a María con Jesús. Comprendéis
que la Virgen nos conduce a su divino Hijo, y que El escucha siempre las
súplicas que le dirige su Madre. Esa unión imperecedera de la Virgen
María con su Hijo es la señal más confidencial y fidedigna de su misión
maternal, tal como nos lo demuestran las palabras dirigidas en Caná:
“Haced lo que él os diga” (Jn 2, 5). María nos
exhorta siempre a ser fieles al Evangelio, como Ella lo fue, pues su
vida es un testimonio de fidelidad a la palabra y a la voluntad del
Padre.
¿Veis
cómo la devoción a la Virgen María es un rasgo esencial de la fe y de
la piedad cristiana? Es pues natural que esta devoción anide en el
alma de este país y que por lo mismo invoquéis a María con
expresiones llenas de piedad y de confianza filial porque, además,
brotan de los hijos predilectos del Señor: los pobres y sencillos, a
quienes Dios ha destinado el reino de los cielos (cf Mt 5, 3).
La
Virgen nos enseña con su ejemplo a poner en el Señor nuestra confianza
de hijos mediante la alabanza y la acción de gracias.
“Alabad
el Señor en su templo, alabadlo en su fuerte firmamento. / Alabadlo por
sus obras magníficas, alabadlo por su inmensa grandeza” (Sal
150, 1. 2).
¡Oh
Señor, Dios nuestro! En este día venturoso queremos aclamarte y
cantarte con estas palabras del Salmista por tu bondad infinita para con
nosotros. Porque no sólo has querido que seamos llamados hijos tuyos,
hermanos de tu Hijo, sino que lo seamos también de verdad (cf 1Jn
3, 1).
Gracias
sean dadas a Ti también, oh Cristo, porque nos has dado a tu Madre.
Con aquellas palabras que pronunciaste en la cruz: “He ahí a tu
hijo” (Jn 19, 26), nos la confiaste en manos de Juan, para que
fuera la Madre de todos los hombres.
Te
alabamos, Señor, porque muestras tu inmensa grandeza en la pequeñez de
tu esclava (cf. Lc 1, 48). Porque Tú la escogiste, la adornaste
con todas las gracias y la elevaste por encima de los ángeles y de los
santos, para que nuestra Madre Santa María, la llena de gracia fuese la
“obra magnífica” de Dios por excelencia, a la que
Chile entero aclama con amor y gratitud filiales.
4.
La Virgen del “Magníficat” es el modelo de quienes se alegran en el
Dios de la salvación y expresan con sencillez su gozo.
“Alabadlo
tocando trompetas, / alabadlo con arpas y cítaras, / alabadlo con
tambores y danzas, / alabadlo con trompas y flautas” (Sal
150, 3-4).
En
la primera lectura hemos recordado el traslado del Arca de la Alianza a
Jerusalén, entre los cantos y bailes del rey David y del pueblo de
Israel que la acompañaban. Fue ese un momento de júbilo para todos,
expresado con alabanzas a Dios y adhesión a su Alianza, simbolizada en
el Arca con las tablas de la ley.
También
vuestro amor y devoción a la Virgen y al Niño Dios tienen
manifestaciones parecidas, afincadas en siglos de tradición. De modo
muy humano, con vuestros trajes, instrumentos y ritmos, se expresa
visiblemente la fe de los hijos de esta tierra, que con todo su ser y al
son de la música tributan honor a Cristo y a María Santísima. Se
reproduce en cierto sentido aquella escena del Antiguo Testamento, pero
esta vez en honor de María. Arca de la Nueva Alianza. “Bendito
el fruto de tu vientre, Jesús”: María ha llevado en su seno al Hijo
de Dios encarnado, autor y mediador de la nueva y eterna Alianza. Por
esto, tantos cristianos la aclaman a diario con la invocación contenida
en las letanías lauretanas: “Arca de la Alianza”.
“Todo
ser que alienta alabe al Señor” (Sal 150, 6). Queremos, Señor,
con la ayuda valiosa de tu Madre, extender por toda la tierra los frutos
de tu Alianza de amor con el hombre. Queremos que todos los hombres te
reconozcan y te alaben como Creador y Señor: que sepan descubrir tu
presencia en sus vidas y el fin para el que fueron creados: que trabajen
por hacer resplandecer la imagen que Tú acuñaste en el corazón de
cada hombre con admirable benevolencia. Haz que con tu gracia, esa
imagen divina grabada en su alma no quede dañada por el odio o la
violencia dirigidos contra la misma vida, en especial la ya concebida y
aún no nacida: ni por la perversión de las costumbres o las falsas
evasiones que proporcionan los señuelos de la droga o del desorden
sexual; ni tampoco abandonada a merced de las presiones de ideologías
materialistas, sean del signo que fueren, que hieren y ahogan en su
fundamento la misma dignidad de la persona humana.
Te
pedimos hoy, Señor, que si alguien ha dejado de alabarte y ha preferido
caminos desviados del Evangelio, deponga su actitud, y vuelva a Ti de la
mano de María.
¡Y
tú, Madre buena, que estás siempre cerca de tus hijos, y que aguardas
su regreso a la Iglesia, haz que vuelvan! ¡Así lo pedimos a Dios por
tu intercesión!
5.
Demos gracias a Dios, hermanos, por la presencia maternal de María
en la historia de vuestro pueblo. Ella ha guiado a los que os
trajeron la fe, a los que os han enseñado a rezar. Ella ha hecho
fructificar en los corazones de los chilenos de buena voluntad
pensamientos de paz y no de aflicción (cf Jr 29, 11)). Ella os
ha sostenido en las dificultades como signo de esperanza, de victoria y
de felicidad futuras. Junto con toda la Iglesia en Chile, deseo ponerme
bajo la protección de la Santísima Virgen del Carmen, Patrona de
vuestra patria, peregrinando espiritualmente a los numerosos santuarios,
iglesias y centros marianos del país, desde Tarapacá hasta Magallanes.
¡Ojalá
la devoción popular a la Virgen se mantenga siempre viva en Chile, y en
todos los chilenos y chilenas! En vuestra función de primeros
evangelizadores (cf.
,
11), vosotros, padres de familia, habéis de enseñar a vuestros hijos a
invocar a María con filial confianza, a recurrir a Ella como auxilio
seguro y a imitar su vida como camino hacia el cielo.
Quiero
recomendaros, de manera particular, el rezo del Rosario, que es
fuente de vida cristiana profunda. Procurad rezarlo a diario, solos o en
familia, repitiendo con gran fe esas oraciones fundamentales del
cristiano, que son el Padrenuestro, el Avemaría y el Gloria. Meditad
esas escenas de la vida de Jesús y de María, que nos recuerdan los
misterios de gozo, dolor y gloria. Aprenderéis así en los misterios
gozosos a pensar en Jesús que se hizo pobre y pequeño: ¡un niño!,
por nosotros, para servirnos; y os sentiréis impulsados a servir al prójimo
en sus necesidades. En los misterios dolorosos os daréis cuenta de que
aceptar con docilidad y amor los sufrimientos de esta vida –como
Cristo en su Pasión–, lleva a la felicidad y alegría, que se expresa
en los misterios gloriosos de Cristo y de María a la espera de la vida
eterna.
Conozco
la hermosa costumbre, tan arraigada en Chile, del mes de María,
celebrado en el mes de noviembre, el mes de las flores, y que culmina
con la fiesta de su Purísima Concepción. Pido al Señor que esta
devoción siga dando frutos abundantes de vida cristiana, de penitencia
y reconciliación, en muchos, que alejados quizá de la práctica
religiosa y tibios en la fe, retornan cada año a Jesús a través del
calor y la bondad maternal de María.
6.
Volvamos al relato del Evangelio para oír la respuesta de Cristo a la
voz de esa mujer que exclamaba: “¡Dichoso el vientre que te llevó y
los pechos que te criaron!” (Lc 11, 28). El Señor, para que
todos aprendiéramos, quiso responder con otra bienaventuranza:
“Mejor: ¡Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la
cumplen!” (Ibíd.).
Así
elogió Jesús a su Madre, por el sacrificio silencioso de su vida,
llena de inmenso amor, de servicio incondicional a los planes divinos de
salvación. Nos la dejó como modelo de aceptación y cumplimiento
perfecto de la voluntad de Dios. En la vida de María, de una madre y
esposa, aprendemos que en la normalidad cotidiana de nuestros deberes
familiares y sociales, cumplidos con mucho amor, podemos y debemos
alcanzar la santidad cristiana. El Concilio Vaticano II ha querido
recordar este valor santificador que tienen las realidades diarias para
todos los cristianos, cada cual en su tarea, al enseñar con respecto a
los laicos que “todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas,
la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso de alma y
de cuerpo, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas
de la vida si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios
espirituales, aceptables a Dios, por Jesucristo” (