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Santa misa en la Solemnidad de Santa María,
Madre de Dios
SS.
Juan Pablo II
Homilía.
Lunes 1 de enero de 2007
Queridos hermanos y hermanas:
La liturgia de hoy contempla, como en un mosaico, varios hechos y
realidades mesiánicas, pero la atención se concentra de modo especial en
María, Madre de Dios. Ocho días después del nacimiento de Jesús
recordamos a su Madre, la Theotókos, la "Madre del Rey que gobierna
cielo y tierra por los siglos de los siglos" (Antífona de entrada; cf.
Sedulio). La liturgia medita hoy en el Verbo hecho hombre y repite que
nació de la Virgen. Reflexiona sobre la circuncisión de Jesús como rito
de agregación a la comunidad, y contempla a Dios que dio a su Hijo
unigénito como cabeza del "pueblo nuevo" por medio de María. Recuerda el
nombre que dio al Mesías y lo escucha pronunciado con tierna dulzura por
su Madre. Invoca para el mundo la paz, la paz de Cristo, y lo hace a
través de María, mediadora y cooperadora de Cristo (cf. Lumen gentium,
60-61).
Comenzamos un nuevo año solar, que es un período ulterior de tiempo que
nos ofrece la divina Providencia en el contexto de la salvación
inaugurada por Cristo. Pero ¿el Verbo eterno no entró en el tiempo
precisamente por medio de María? Lo recuerda en la segunda lectura, que
acabamos de escuchar, el apóstol san Pablo, afirmando que Jesús nació
"de una mujer" (cf. Ga 4, 4). En la liturgia de hoy destaca la figura de
María, verdadera Madre de Jesús, hombre-Dios. Por tanto, en esta
solemnidad no se celebra una idea abstracta, sino un misterio y un
acontecimiento histórico: Jesucristo, persona divina, nació de María
Virgen, la cual es, en el sentido más pleno, su madre.
Además de la maternidad, hoy también se pone de relieve la virginidad de
María. Se trata de dos prerrogativas que siempre se proclaman juntas y
de manera inseparable, porque se integran y se califican mutuamente.
María es madre, pero madre virgen; María es virgen, pero virgen madre.
Si se descuida uno u otro aspecto, no se comprende plenamente el
misterio de María, tal como nos lo presentan los Evangelios. María,
Madre de Cristo, es también Madre de la Iglesia, como mi venerado
predecesor el siervo de Dios Pablo VI proclamó el 21 de noviembre de
1964, durante el concilio Vaticano II. María es, por último, Madre
espiritual de toda la humanidad, porque en la cruz Jesús dio su sangre
por todos, y desde la cruz a todos encomendó a sus cuidados maternos.
Así pues, contemplando a María comenzamos este nuevo año, que recibimos
de las manos de Dios como un "talento" precioso que hemos de hacer
fructificar, como una ocasión providencial para contribuir a realizar el
reino de Dios. En este clima de oración y de gratitud al Señor por el
don de un nuevo año, me alegra dirigir mi cordial saludo a los ilustres
señores embajadores del Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa
Sede, que han querido participar en esta solemne celebración.
Saludo cordialmente al cardenal Tarcisio Bertone, mi secretario de
Estado. Saludo al cardenal Renato Raffaele Martino y a los componentes
del Consejo pontificio Justicia y paz, expresándoles mi profunda
gratitud por el empeño con que promueven a diario estos valores tan
fundamentales para la vida de la sociedad. Con ocasión de la actual
Jornada mundial de la paz, dirigí a los gobernantes y a los responsables
de las naciones, así como a todos los hombres y mujeres de buena
voluntad, el tradicional Mensaje, que este año tiene por tema: "La
persona humana, corazón de la paz".
Estoy profundamente convencido de que "respetando a la persona se
promueve la paz, y de que construyendo la paz se ponen las bases para un
auténtico humanismo integral" (Mensaje, n. 1: L'Osservatore Romano,
edición en lengua española, 15 de diciembre de 2006, p. 5). Este
compromiso compete de modo peculiar al cristiano, llamado "a ser un
incansable artífice de paz y un valiente defensor de la dignidad de la
persona humana y de sus derechos inalienables" (ib., n. 16).
Precisamente por haber sido creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn
1, 27), todo individuo humano, sin distinción de raza, cultura y
religión, está revestido de la misma dignidad de persona. Por eso ha de
ser respetado, y ninguna razón puede justificar jamás que se disponga de
él a placer, como si fuera un objeto.
Ante las amenazas contra la paz, lamentablemente siempre presentes; ante
las situaciones de injusticia y de violencia, que permanecen en varias
regiones de la tierra; ante la persistencia de conflictos armados, a
menudo olvidados por la mayor parte de la opinión pública; y ante el
peligro del terrorismo, que perturba la seguridad de los pueblos,
resulta más necesario que nunca trabajar juntos en favor de la paz. Como
recordé en el Mensaje, la paz es "al mismo tiempo un don y una tarea"
(n. 3): un don que es preciso invocar con la oración, y una tarea que
hay que realizar con valentía, sin cansarse jamás.
El relato evangélico que hemos escuchado muestra la escena de los
pastores de Belén que se dirigen a la cueva para adorar al Niño, después
de recibir el anuncio del ángel (cf. Lc 2, 16).
¿Cómo no dirigir la mirada una vez más a la dramática situación que
caracteriza precisamente esa Tierra donde nació Jesús? ¿Cómo no implorar
con oración insistente que también a esa región llegue cuanto antes el
día de la paz, el día en que se resuelva definitivamente el conflicto
actual, que persiste ya desde hace demasiado tiempo? Un acuerdo de paz,
para ser duradero, debe apoyarse en el respeto de la dignidad y de los
derechos de toda persona.
El deseo que formulo ante los representantes de las naciones aquí
presentes es que la comunidad internacional aúne sus esfuerzos para que
en nombre de Dios se construya un mundo en el que los derechos
esenciales del hombre sean respetados por todos. Sin embargo, para que
esto acontezca, es necesario que el fundamento de esos derechos sea
reconocido no en simples pactos humanos, sino "en la naturaleza misma
del hombre y en su dignidad inalienable de persona creada por Dios"
(Mensaje, n. 13).
En efecto, si los elementos constitutivos de la dignidad humana quedan
dependiendo de opiniones humanas mudables, también sus derechos, aunque
sean proclamados solemnemente, acaban por debilitarse y por
interpretarse de modos diversos. "Por tanto, es importante que los
Organismos internacionales no pierdan de vista el fundamento natural de
los derechos del hombre. Eso los pondría a salvo del peligro, por
desgracia siempre al acecho, de ir cayendo hacia una interpretación
meramente positivista de los mismos" (ib.).
"El Señor te bendiga y te proteja, (...). El Señor se fije en ti y te
conceda la paz" (Nm 6, 24. 26). Esta es la fórmula de bendición que
hemos escuchado en la primera lectura. Está tomada del libro de los
Números; en ella se repite tres veces el nombre del Señor, para
significar la intensidad y la fuerza de la bendición, cuya última
palabra es "paz".
El término bíblico shalom, que traducimos por "paz", indica el conjunto
de bienes en que consiste "la salvación" traída por Cristo, el Mesías
anunciado por los profetas. Por eso los cristianos reconocemos en él al
Príncipe de la paz. Se hizo hombre y nació en una cueva, en Belén, para
traer su paz a los hombres de buena voluntad, a los que lo acogen con fe
y amor. Así, la paz es verdaderamente el don y el compromiso de la
Navidad: un don, que es preciso acoger con humilde docilidad e invocar
constantemente con oración confiada; y un compromiso que convierte a
toda persona de buena voluntad en un "canal de paz".
Pidamos a María, Madre de Dios, que nos ayude a acoger a su Hijo y, en
él, la verdadera paz.
Pidámosle que ilumine nuestros ojos, para que sepamos reconocer el
rostro de Cristo en el rostro de toda persona humana, corazón de la paz.
Fuente: vatican.va
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