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Asunción de María a los
cielos
SS.
Benedicto XVI
Homilía
De
la mano de Cristo, Eunsa, 85
Referencias
a la Sagrada Escritura: Apocalipsis 11, 19a; 12, 1-6a. 10ab. 1993
Cada
vez que celebramos la festividad de la Asunción, se nos presenta ante
los ojos la grandiosa señal de la que nos habla la primera lectura de
este día: una mujer revestida por el Sol, o sea, inmersa en la luz de
Dios, que la inhabita porque Ella habita en Él.
Hombre y Dios se compenetran y se intercomunican. Los Cielos y la
Tierra se han fundido. Por debajo de los pies, la Luna, como signo de
que lo efímero y mortal ha sido superado, y que la transitoriedad de
las cosas ha sido convertida en existencia perdurable. Y la constelación
que la corona significa salvación, pues esas doce estrellas representan
la familia nueva de Dios, anticipada por los doce hijos de Jacob y los
doce apóstoles de Jesucristo.
En
esta fiesta pletórica de esperanza y de alegría comprendemos que
Jesucristo no ha querido estar solo a la derecha del Padre, y que con
ella se clausura propiamente la nueva Pascua. Jesucristo, grano de
trigo muerto, no se va solo para encontrarse a solas con el Padre,
abandonando a su suerte nuestra tierra. Recibiendo a María, inicia para
nosotros, los que estamos en la tierra, nuestra propia recepción para
que Dios y nuestro mundo se vayan compenetrando, y aparezca una tierra
nueva. Por tanto, la enseñanza que se nos da en este día es la
siguiente: que el Señor no está solo; que el nacimiento de la tierra
nueva, lejos de situarse en el futuro, ha comenzado ya, y que es un
germen para cualquiera de los hombres desde el momento en que se da
completamente a Dios.
Con
esa alegoría bíblica de la mujer, el Sol y las estrellas, y con el
sencillo lenguaje de nuestro año litúrgico, se nos indica
la Asunción del cuerpo de María en los Cielos. Tres conceptos
capitales se mencionan: María, Cielo y cuerpo. María es el ser humano
que se nos ha adelantado plenamente, y que por ello es para nosotros un
foco de esperanza. Los intentos que se han hecho, en los últimos 200
años, para crear un hombre nuevo, y con él establecer una tierra
nueva, nos han llevado a consecuencias catastróficas. Nosotros somos
incapaces de hacer eso; pero Dios sí lo puede, lo hace, y nos enseña
la manera de prepararnos para el encuentro con El.
Consideremos
en su interrelación los otros dos conceptos que la Iglesia nos presenta
en su Liturgia: Cielo y cuerpo, o, dicho exactamente, Cielo y tierra.
Mencionar el primero parece en la actualidad una antigualla. ¿Quién
se atreve a nombrarlo en estos tiempos? La nuestra es una época en la
que resuena la voz de Nietzsche: Hermanos,
permaneced
fieles a la tierra. Nos
invita a que, apartando por completo del Cielo nuestros ojos,
disfrutemos plenamente de la tierra, y no esperemos otra cosa que lo que
ella pueda darnos. Lo mismo Berthold Brecht: Dejemos
el cielo para los pájaros. Y, por
su parte, Albert Camus, dando la vuelta a las palabras de Jesús cuando
decía: Mi Reino
no es de este mundo (Jn,
XVIII, 36), nos propone como designio: Mi
reino es de este mundo. Tal
ha sido el objetivo de toda una centuria. Mi
reino es de este mundo: en
esto ha resumido sus aspiraciones nuestro siglo, y en esto continuamos
resumiéndolas nosotros. Deseamos tener en este mundo nuestro reino, el
espacio donde vivamos nuestra vida. Pero ¿qué significa exactamente
que nuestro reino es de este mundo?
Significa
que pretendemos obtener del tiempo lo que sólo la eternidad nos puede
dar. Nos esforzamos por sacar eternidades de lo que sólo es temporal;
y, como es lógico, nos quedamos siempre cortos, y corremos sin descanso
en pos del tiempo perdido. Cuando el tiempo es o único que cuenta, el
resultado no puede ser otro que impotencia, perdida y falta de tiempo.
Llega un día en que el tiempo mismo se nos va, mientras pensábamos que
en él encontraríamos la eternidad.
Y
algo parecido nos ocurre con la tierra, con este mundo nuestro, que
vemos convertido en escenario de destrucciones. Si queremos arrancar
todo de ella, se nos queda muy escasa, y acabamos destruyéndola. De aquí
vienen inevitablemente aversiones entre nosotros, hacia nosotros mismos
y hacia Dios, rivalidades y violencias. Frente a esto, bien valdría la
pena que nos diésemos cuenta del mensaje que quiere transmitirnos esa
imagen de la mujer que esta vestida por el Sol: que dirijamos nuestros
ojos hacia el Cielo, con la seguridad de que también nuestra tierra
saldrá regenerada. Volver nuestras mirada hacia el Cielo significa
dejar que nuestras almas se abran a Dios para que tome posesión de
nuestras vidas.
Al
comenzar la Edad Moderna dijo alguien que deberíamos
vivir como si Dios no existiera. Esto
ha ocurrido, y a la vista tenemos las consecuencias. Nuestra regla
debe ser exactamente la contraria: vivir en todo instante dando como
supuesto que Él
existe, y conforme a lo que Él
es, porque por fuerza es lo que es.
Este vivir significa dar oído a su Palabra y a su Voluntad, sintiéndonos
mirados por Sus ojos. De este modo, sentiremos que pesa más nuestra
responsabilidad; pero, en compensación, se hará mas fácil y mas
humana nuestra vida. Mas fácil, porque nuestros errores, fracasos,
privaciones y perdidas jamás nos parecerán definitivos y fatales,
sabiendo como sabemos que detrás de todo ello existe siempre un
sentido, y que nada esta perdido para siempre. Desde esta perspectiva,
nos aparece en primer plano el lado bueno de las cosas. Ciertamente, con
mirar hacia el Cielo no impedimos que lo ingrato siga siéndolo; pero su
peso habrá menguado, porque todo será para nosotros penúltimo. No nos
rebelaremos cuando las cosas no resulten como quisiéramos, o se
frustren nuestros propósitos: porque sabemos que, en el fondo, hay algo
bueno en ello, toda vez que Dios es bueno.
Así,
cuando perdamos a un ser querido, pensaremos que no se ha ido
definitivamente, y que algún día volveremos a vernos.
Es más: incluso deberíamos alegrarnos con la idea de un perfecto
reencuentro. Si se ha ido de nuestro lado, nuestra separación
provisional se cambiará en su momento por una compañía donde el gozo
será completo y puro, sin que lo empañen las fatigas y tribulaciones
de la vida presente. Y, por lo que se refiere a nuestras obras en
general, procederemos pensando que su peso es oro eterno: porque Dios
está mirándonos y nos guía; y porque El
es el origen de la justicia, y nos trata justamente.
Con
todo ello, se incrementa nuestro sentido de responsabilidad hacia
nosotros, nuestros prójimos y la tierra en la que vivimos. Nos sentimos
en libertad y sin temor ante el futuro. Nuestra vida mejora en calidad y
en amplitud, y se dirige hacia delante combinando el sosiego con la
firme decisión de progresar por el camino verdadero: el de la justicia
y el amor de Dios.
Y
hablemos ahora en concreto de las cosas corporales. Hoy se piensa que la
creación de la materia nada tiene que ver con Dios: ella es como es,
regida por sus leyes, y basta. Según esta mentalidad, el Cristianismo
se reduce a pura idea, vacía de realidad. Pero, pensando bien las
cosas, advertimos que semejante posición es incoherente. Sabemos
perfectamente que la salud y la enfermedad no se reducen a fenómenos
biológicos y psicológicos; que el cuerpo y el alma se intercomunican y
se condicionan e informan mutuamente; que el alma es una fuerza
constitutiva de nuestra vida corporal. Por otra parte, sabemos que la
vida y el mundo son modificados por el odio y por el amor, y, sobre
todo, que tanto el cuerpo como el alma resultan afectados de modos
diferentes si expulsamos a Dios, o si, por el contrario, le acogemos.
En
la Virgen María tenemos el mejor paradigma de lo segundo, por cuanto
Ella, no solo rindió a Dios adoración mediante pensamientos, sino que
le ofreció su cuerpo entero para que, a su vez, Dios tomase cuerpo.
Para nosotros, por tanto, ser cristianos incluso con el cuerpo significa
comportarnos como tales amando a la Creación y al Creador. En tal
sentido, debemos hacernos cargo de que jamás preservaremos la Creación
si pretendemos desconocer al Creador; de que continuaremos maltratando
la tierra a menos que la usemos y custodiemos viviendo en armonía con Él,
que nos la ha dado. Tenemos el deber de procurar que nuestra vida
de cristianos esté caracterizada por el respeto hacia nuestros cuerpos
y los ajenos, y hacia esta tierra nuestra, que es don de Dios. Si
materializamos de este modo nuestro ser de cristianos, podremos
contemplar como la luz eterna de Dios renueva y ennoblece nuestros
cuerpos y nuestra tierra.
Y
ahora, un último punto. Desde antiguo, la fiesta de la Asunción ha
sido acompañada por la costumbre de bendecir las plantas. Esta fundada
en la creencia popular de que, cuando se abrió el sepulcro de María,
su interior exhaló efluvios aromáticos de plantas y de flores. Apoyémonos
en ello para decir que, cuando el hombre hace su vida con Dios y para
Dios, también de nuestra tierra brotan flores, y se desprenden perfumes
y cantares. Y lo contrario: que la inmundicia de las almas contamina
nuestra tierra y la destroza, según estamos viendo. De aquí que, para
nosotros, esas plantas constituyan un símbolo del misterio de María,
una señal de la consonancia entre los Cielos y la tierra. Ellas nos
dicen que, si la tierra ha de florecer, será cuando y donde admitamos a
Dios en ella volviéndonos nosotros hacia El.
Con este espíritu, las llevaremos a nuestras casas como signo de
que esperamos una tierra nueva; como signo de que nuestro Dios, que ha
de crear unos Cielos nuevos y una tierra nueva, los hace ya florecer en
cualquier parte donde los hombres aciertan a vivir en armonía con Su
amor.
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