Fiesta de la Asunción de la Virgen María

 

José María de Miguel González OSST

 

Homilía

“Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”: así con estas palabras de Isabel a María, en su visitación, queremos también nosotros felicitar a nuestra Madre en este día tan singular. Hoy, 15 de agosto, en la cima del verano celebramos la fiesta de Santa María de la Asunción, en la que se cumple plenamente la profecía de la humilde esclava del Señor: “Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí”. Es una fiesta muy antigua, sin embargo hubo que esperar al 1 de noviembre de 1950 para que este misterio de la Asunción de la Virgen fuera declarado dogma de fe, cuyo contenido el Papa Pío XII lo fijó en estos términos: “el cuerpo sin vida de la Virgen María no estuvo sujeto a la corrupción... y, a imitación de su Hijo, vencida la muerte, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria celestial”. Era la ratificación oficial de una tradición que se remonta a los primeros siglos y que se mantuvo siempre viva a través del tiempo tanto en oriente como en occidente. Aquí, entre nosotros, nuestros mayores se sumaron a esa corriente profunda que recorre los siglos de veneración a la Madre de Dios dedicándole multitud de iglesias y ermitas por todas partes de nuestra geografía. Nosotros hacemos hoy memoria de esta presencia. Ante todo, memoria agradecida por lo que hemos recibido, por lo que nuestros mayores nos han transmitido: el precioso tesoro de la fe que se hizo cultura, obra humana, en las bellas iglesias y santuarios dedicados a María en su gloriosa Asunción. 

En este día de fiesta mayor, esta memoria del pasado, este recuerdo de nuestras raíces, se torna compromiso: lo que nosotros hemos recibido, lo que nuestros antepasados nos han legado, tenemos nosotros que transmitirlo a las generaciones venideras. Es nuestra obligación y responsabilidad, es nuestro compromiso. Nuestra identidad más propia como creyentes ha sido forjada por una forma de ver las cosas y de entender el mundo y de afrontar la vida y la muerte que procede del Evangelio, que se inspira en la palabra y en la obra del Jesucristo, el Señor. No nos conocemos, no sabemos quiénes somos, sin conocer nuestro origen y nuestra historia; tampoco tendremos futuro si perdemos la memoria. Nuestro compromiso en este día no es para lamentar nada ni para añorar otros tiempos ya pasados, es para decir alto que los valores evangélicos que forjaron nuestro pueblo y la identidad de sus gentes a lo largo de los siglos siguen vigentes, que merece la pena seguir confiando en ellos como fuente de humanidad, de justicia, de paz, de felicidad. Ahora, en los comienzos del tercer milenio, tendríamos que esforzarnos en ser transmisores de esta ‘buena noticia’ sobre todo para las generaciones más jóvenes que van creciendo sin contacto vivo con el Evangelio, muchas veces al margen de él. Son ya muchos, demasiados, entre nosotros los que han segado de cuajo las raíces cristianas de sus vidas y se conforman con vivir al día, en la más plana superficie. Pero sin raíces profundas no podemos permanecer y sobrellevar las dificultades de la vida, la dureza del camino. Cortadas las raíces vitales surgen en su lugar los sucedáneos, las malas hierbas: la droga como alineación suprema, el sexo con sus aberraciones más extremas en la pornografía infantil, la violencia destructora de la vida y la convivencia, el dinero a cualquier precio que alimenta la corrupción. 

Un día como hoy, fiesta mayor de Nuestra Señora, tenemos que recordar y recordarnos a nosotros mismos, aquí, en este lugar santo, que no nos es lícito caer en el derrotismo y la desesperanza, pues “si por un hombre vino la muerte, por un hombre ha venido la resurrección. Si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida”. Cierto que son tiempos recios para la fe, como decía Teresa de Jesús de los suyos, pero por eso mismo se nos pide a los cristianos una más activa colaboración, un testimonio más convincente, algo más de coherencia y, sobre todo, no tener miedo ni vergüenza de la cruz de Cristo, de lo que somos y creemos. La fe que profesamos y que nos transmitieron nuestros mayores es nuestro mayor tesoro y la mejor herencia que podemos dejar a los que nos siguen. Es lo que pedimos a Santa María, mujer de fe, en el día de su Asunción, el día en que su Hijo la elevó junto a sí para siempre en la gloria. El cuerpo santísimo de María que había albergado en su seno al Hijo de Dios, este cuerpo y alma, es decir, toda su persona, recibe hoy la plena glorificación junto a Dios que a todos nosotros nos ha sido prometida en la resurrección de Jesucristo. “Porque hoy ha sido llevada al cielo la Virgen, Madre de Dios; ella es figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada; ella es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra”. Pues que a todos nos alcance esta gracia: a los que nos han precedido, a los que todavía peregrinamos por este mundo, y a los que vendrán después de nosotros. ¡Santa María de la Asunción, en el día de tu victoria sobre la muerte por gracia de tu Hijo, ruega a él por nosotros y por todo nuestro pueblo. Guárdanos en la fe, la esperanza y la caridad. Amén!

Fuente: Trinitarios.org