La Asunción de María a la Gloria

Padre Pablo Largo Domínguez cmf


¿Cómo murió María? No lo sabemos. No han faltado teólogos que afirmen con vehemencia que María no murió. De hecho, cuando el Papa Pío XII promulgó el dogma de la Asunción de María, eludió zanjar la cuestión, que entonces estaba al rojo vivo. Juan Pablo II, en cambio, ha hablado de la muerte de María como término visible de su presencia entre nosotros. Y parece normal que ella también muriera. Es hermana nuestra, también en el morir, como lo fue en el nacer. Pero ¿cómo murió? Nos podemos preguntar si dijo con nuestra santa mística aquellos versos: 
Ven, muerte, tan escondida 
que no te sienta venir, 
por que el placer de morir 
no vuelva a darme la vida. 
Nos podemos preguntar también si conoció el miedo, la angustia, el desgarro interior. Con sobriedad, cabe responder que no lo sabemos. 
En cambio, como creyentes sí nos atrevemos a afirmar: María murió hacia Dios. Como Jesús, que, después de haber clamado “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” oró con estas otras palabras: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Sí, como creyentes afirmamos con toda seguridad: María murió hacia Dios. Ella, como nosotros, sabía de la melancolía del ser humano. Hay en el fondo de cada cual una doble melancolía. Conocemos la primera en nuestros fallos y cansancios, en las horas de desesperanza. Así decía un filósofo: “todo esfuerzo inútil produce melancolía”; pero otro filósofo evocaba la segunda cuando hablaba de la “melancolía de la realización”. Y es verdad. Ninguno de nuestros logros es capaz de colmarnos. Nuestro deseo más profundo siempre permanece en vela, con su dolor callado, como una llaga sin cicatrizar. Llevamos instalada dentro una última inquietud, sin voluntad de exiliarse y sin posibilidad de que la desterremos. Tiene carta de ciudadanía en cada poro de nuestro cuerpo y cada rincón de nuestro espíritu, nos es más íntima que nosotros mismos. San Agustín se lo explicaba así: somos peregrinos de Dios y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Él. Comprendemos mejor sus palabras en este año jacobeo. Cuando el peregrino llega, quizá rendido, a Burgos, o a León, o a tantos otros lugares, hace un alto, descansa de momento en esas metas intermedias, se acerca a la catedral para contemplar su belleza, orar y recobrar energías. Pero Santiago, invisible aunque cierto, y cada vez más cercano, tira de él fuerza. Hasta que llega al Monte del Gozo, y surge ante su vista el cofre inmenso que encierra los restos del apóstol, y luego baja ya ligero a palpar la piedra y dar un abrazo al busto del santo. Pues algo así le pasa a María: aunque hubiera experimentado encuentros especiales con Dios en su vida, estos eran sólo como un anticipo, y más una promesa que un cumplimiento. Ella podía orar con el otro místico: “rompe la tela de este dulce encuentro”.María gravitaba hacia su tesoro y, por fin, entró en él en caída libre. Quizá, si nos hubiera dejado unas letras de despedida, nos habría dicho como otra mística: «No sé lo que ocurrirá al otro lado, /cuando mi vida haya entrado en la eternidad: / solamente estoy segura de que un amor me espera. /Sé que será el momento de hacer balance de mi vida, / tan pobre y tan sin peso, / pero más allá del temor / estoy segura de que un amor me espera. / Por favor, no me habléis de glorias, / ni de alabanzas de bienaventurados, / ni tampoco acerca de los ángeles. / Todo lo que puedo hacer es creer, / creer obstinadamente / que un amor me espera. / Ahora siento llegar la muerte / y puedo esperarla sonriendo, / porque lo que siempre he creído / lo creo con más fuerza. / Cuando muera, no lloréis, / porque es ese amor quien me lleva consigo. / Y si veis que tengo miedo, / –¿por qué no iba a sentirlo?–, / recordadme sencillamente / que un amor, un amor me espera» (Soeur Marie du Saint-Esprit, Simone Piguet 1922-1967, Carmelo de Nogent sur Marne).

Fuente: autorescatolicos.org