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La virginidad de la
Inmaculada
Padre Antonio Orozco
Madre
de Dios y Madre nuestra,
cap. III
Hay un puñado de misterios divinamente entrelazados: el misterio de la
Santísima Trinidad, el misterio de la Encarnación del Verbo, el
misterio de la maternidad humana y divina de María. Es Madre desde que
dice «fiat» del Emmanuel, Dios con nosotros, nacido del Padre
antes de todos los siglos, y concebido por Ella; fecundada por la
omnipotencia creadora del Espíritu Santo, resultando así el Dios
perfecto ser también perfecto hombre.
La
maternidad divina de María es el principal y más grande misterio que
se refiere a su persona y con vista a ese prodigio inmenso que se
realizará unos años después, María ha sido concebida sin mancha
alguna de pecado, llena de gracia; y llamada a permanecer virgen para
siempre. Maternidad y virginidad: son alternativas de la mujer,
excluyentes por naturaleza, que Dios quiere reunir milagrosamente en su
Madre.
Los
que no creen en Dios todopoderoso, es lógico que no puedan entender cómo
podría suceder que una mujer sea a la vez virgen y madre. Pero ése no
debería ser su problema, ni arma arrojadiza contra la fe católica,
puesto que, contra la lógica de la razón, suponen que Dios no existe,
o que no es el Creador libre y todopoderoso de cuanto es.
Advirtamos
que la fe católica afirma la virginidad corporal de María. La
espiritual, entendida como fidelidad, santidad, etc., que también la
afirma, no presentaría mayor dificultad a la razón. Lo que choca es la
virginidad en sentido físico corporal, material de una madre. Lo que
desconcierta a la razón es que la Iglesia, desde los inicios, afirme
que María es Madre de Jesús en este sentido: Jesús fue concebido absque
semine ex Spiritu Sancto, esto es, sin elemento humano, por obra
del Espíritu Santo [C. De Letrán, año 649; DS 503; CEC, 496].
Uno
de los Credos que rezamos en ocasiones en la Misa, resume lo más
nuclear de la fe católica, y dice así: «Creo en Jesucristo (...)
Nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo,
nació de Santa María Virgen». El texto latino del Credo es muy
expresivo: «ex Maria Virgine» [Símbolo Constantinopolitano;
DS 150], es decir, no sólo «en» María, sino «de» María, de su
ser, de su carne. «Ella --dice Juan Pablo II--, en su humana y virginal
substancia, queda fecundada con la potencia del Altísimo. Gracias a
esta potencia y en virtud del Espíritu Santo, Ella se conviene en Madre
del Hijo de Dios, aun permaneciendo Virgen» [Juan Pablo II, Homilía en
el Santuario de Pompeya, 21-X-1979].
Por
si fuera poco, no se afirma solamente que Jesús fue concebido
virginalmente, sino que también nació de modo virginal. Lejos de
menoscabar la integridad del cuerpo de su Madre, Jesús la dejó intacta
al nacer. Y la Iglesia, además, proclama con san Agustín: María «fue
Virgen al concebir a su Hijo, Virgen al parir, Virgen durante el
embarazo, Virgen después del parto, Virgen siempre» [San Agustín,
Serm. 186, 1; CEC, 510]. Los términos son inequívocos y la extensión
del dogma de la virginidad de María no admite duda: María es la
siempre virgen, en todos los sentidos de la palabra.
¿No
choca esta afirmación a la consideración racional del asunto? Es
indudable que sí. Precisamente, los relatos evangélicos [cfr Mt
1,18-25; Lc 1,26-38] presentan la concepción virginal como una obra
divina que sobrepasa toda comprensión y toda posibilidad humanas: «Lo
concebido en ella viene del Espíritu Santo», dice el Ángel a José a
propósito de María, su desposada [cfr Mt 1,20]. La Iglesia ve en ello
el cumplimiento de la promesa divina hecha por el profeta Isaías: «He
aquí que la virgen concebirá y dará a luz un Hijo» [Is 7,14; Mt
1,23; cfr CEC, 497 y DS 291, 294, 427, 442, 503, 571, 1880]. Y la
Liturgia celebra a María como la «Aeiparthenos», la «siempre-virgen»
[cfr LG, 52; CEC, 499].
El
escapismo de quienes pretenden interpretar la revelación divina en términos
espiritualistas o parciales, se disuelve ante tan contundentes y
autorizadas definiciones.
Sagrada Escritura
Estaba escrito en el Libro de Isaías 7, 14. El profeta contempla el
hecho prodigioso que significa y traerá la salvación al pueblo de
Dios: «La virgen ha concebido y ha dado a luz un hijo, que será
llamado [es decir, «será»] Inmmanu-El, esto es,
Dios-con-nosotros». En resumen, el contexto de Is 7, 14, exige el
significado de concepción y parto virginales de la doncella-virgen y
las formas verbales «ha concebido» y «ha dado a luz», tienen valor
de perfecto y, por consiguiente, se refieren también a la condición
virginal persistente después de la concepción y del parto.
El Evangelio de Mateo
Mateo 1,18-25 nos da hecha la interpretación auténtica de Is 7,14. El
Evangelista viene a decir: el Emmanuel es Jesucristo; la Virgen grávida
y que da a luz es Santa María.
La
profecía de Is 7,14 tiene su cumplimiento en la concepción y parto
virginales de María. Su Hijo, Jesús, es el Emmanuel que salvará a su
pueblo de sus pecados. Pío VI en el año 1779, condenó la interpretación
de Is 7,14 opuesta al sentido mesiánico que hemos indicado [cfr Enchir.
Biblicum, 4ª ed., nº 74].
El
mismo Evangelista, Mateo, afirma que el Ángel del Señor reveló a José
que «lo concebido en Ella (María) es del Espíritu Santo».
También
lo afirma indirectamente el Evangelio de Mateo al presentar la genealogía
de Jesús, que arranca de Abraham: «Abraham engendró a Isaac; Isaac
engendró a Jacob; Jacob engendró a Judá y a sus hermanos...». Así
hasta llegar a José, de quien dice: «Jacob engendró a José, el
esposo de María, de la cual nació Cristo». Después de una larga
lista de varones que engendraron hijos, el Evangelista hace un quiebro
literariamente espectacular y en lugar de decir que "José engendró
a Jesús", contra toda lógica literaria, dice: «José, Esposo de
María, de la cual nació Jesús, que es llamado Cristo» [Mt 1,1-17].
La intención, en el contexto es clara: excluir la intervención de José
en la concepción de Jesús; pero le menciona, para dejar claro el
cumplimiento de una profecía: el Mesías sería de la casa de David y
José es quien sirve a la verdad de la profecía, siendo padre legal de
Jesús, aunque no lo es según la sangre.
El Evangelio de Lucas
La primera noticia que Lucas nos da de María es que se trata de «una
virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el
nombre de la Virgen era María» [Lc 1,26-27]. No es de extrañar que el
evangelista nos hable de una «virgen desposada». La costumbre judaica
establecía dos etapas. «En primer lugar, se contraía el matrimonio
propiamente dicho. Pero los jóvenes esposos no pasaban a cohabitar
inmediatamente. Seguían viviendo durante un cierto tiempo en el seno de
las familias respectivas, y sólo al cabo de algunas semanas o de
algunos meses (según las costumbres locales) se cele braba la segunda
fase. Entonces iba el joven a buscar solemnemente a su esposa a la casa
de sus padres con el fin de introducirla en su propio hogar. Únicamente
a partir de este momento podían los esposos mantener relaciones íntimas»
[I. de la Potterie, María en el misterio de la Alianza, Madrid
1993, p. 54].
Cuando
Lucas nos presenta a la Virgen desposada, indica que estaba ya
desposada, pero aún no vivía con José bajo el mismo techo [cfr Lc
1,26-38]. Las primeras palabras de María suenan a una rotunda afirmación
de su virginidad física. La pregunta «¿cómo se hará esto?» plantea
muchos interrogantes acerca de su significación. Sin embargo la
continuación de la frase «pues no conozco varón», es inequívoca:
equivale a decir exactamente: «pues yo soy virgen».
Otro
dato incuestionable, si nos atenemos al texto de Lucas, es que el Ángel
confirma a María en su virginidad (cosa insólita en su contexto
cultural religioso) y la esclarece con el anuncio de su maternidad
extraordinaria: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo
te cubrirá con su sombra; porque el que nacerá santo (quizá =
"santamente", según el concepto levítico) será llamado (=
será) Hijo de Dios». María concebirá en su seno un hijo por obra del
Espíritu Santo, sin intervención alguna de varón. La actual exégesis
bíblica confirma que la expresión «Por lo cual, lo que nacerá
santo...», puede muy bien significar textualmente que el nacimiento de
Jesús será también virginal, es decir, sin lesión alguna para la
madre y, por consiguiente sin pérdida de sangre: «non ex sanguinibus»,
no de la sangre, dirá más tarde san Juan [cfr I de la Potterie, o.c.,
pp. 62-63]. El Mesías anunciado sería no ya un hombre extraordinario,
sino Dios en Persona, el Hijo Unigénito del Padre, que por obra del Espíritu
Santo, sería también Hijo del hombre, por serlo de Ella, pero sin
concurso de varón [Respecto al "silencio" de Marcos, ver CEC,
498].
Evangelio de Juan
Entre líneas puede leerse la concepción virginal en el Evangelio de
san Juan, cuando en el prólogo, que arranca de la consideración del
Verbo de Dios, explica que los que creen en su nombre (del Hijo de Dios,
Verbo eterno del Padre) «no han nacido de la voluntad de la carne, ni
del querer de hombre, sino de Dios». Acto seguido proclama: «Y el
Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros» [Jn 1,13-14].
Una objeción inconsistente
Una objeción a la virginidad perpetua de María, que persiste a pesar
de su inconsistencia (entre gentes que desconocen la cultura bíblica)
es la alusión que los Evangelistas hacen a los «hermanos de Jesús»
[cfr Mt 12,46-47; 13,55; Mc 3,31-32; Jn 7,3-10]. Es bien sabido que en
los idiomas antiguos hebreo, árabe, arameo (la lengua hablada por Jesús),
etc., no había palabras concretas para indicar los grados de parentesco
que existen en otros idiomas más modernos. En general, todos los
pertenecientes a una misma familia, clan, incluso tribu, eran «hermanos».
«Hermanos» se llamaba a los sobrinos, los primos hermanos y los
parientes en general. Así, por ejemplo, en Gen 13,8 y 14,14.16 se llama
a Lot hermano de Abraham, mientras que por Gen 12,5 y 14,12 sabemos que
era sobrino, hijo de Aram, hermano de Abraham. En Gen 29,15 se llama a
Labán hermano de Jacob, cuando era hermano de su madre (Gen 29,10).
Esta confusión se debe a la pobreza del lenguaje hebreo y arameo:
carecen de términos distintos y usan una misma palabra, hermano, para
designar grados diversos de parentesco. Mc 6,3, da una lista de hermanos
de Jesús, entre ellos Santiago y José, quienes por Mc 15,40 y Jn
19,25, sabemos eran hijos de María de Cleofás.
Enseñanza de los Padres y del Magisterio
Los Padres de la Iglesia están de acuerdo en afirmar la perpetua
virginidad de María. Ya hemos visto algunos ejemplos: san Agustín, san
Ignacio de Antioquía, a los que podríamos añadir una interminable
lista. Sobre todo, a partir del siglo IV, utilizan con mucha frecuencia
el título de «siempre Virgen», y son muchas las obras dedicadas a la
perpetua virginidad de Santa María.
El
hecho de la virginidad de María está asegurado por una larga serie de
decisiones de la Iglesia. Desde el Símbolo apostólico, al Símbolo
de Constantinopla (a. 381) y el Concilio de Letrán (a. 649) [vid.
Canon 3; DS 504; 1880].
También
la Lumen gentium se refiere a este misterio cuando dice que María
«presentó a los pastores y a los Magos a su Hijo primogénito, que
lejos de menoscabar consagró su integridad virginal» [LG, 57].
La razón ante el misterio de la maternidad virginal de María
El «escándalo» intelectual sólo podría sobrevenir a quienes niegan
a Dios o su omnipotencia. ¿Acaso Dios no ha creado el universo, no ha
sido el causante de lo que hoy suele llamarse «big-bang» que dio lugar
al cosmos que hoy conocemos? ¿No ha sido Dios el creador de la vida? ¿No
ha sido Él quien infundió en una materia preexistente, el «aliento de
vida» que llamamos «alma», resultando así la criatura que llamamos
«hombre»? ¿El Creador de la inmensidad del cosmos, con toda su
prodigiosa gama de perfecciones, no puede fecundar con su «sombra» (su
poder todopoderoso) una célula del seno virginal de María haciendo que
«de Ella» (no sólo «en Ella») sea concebido un hijo?
La
respuesta negativa es la que resultaría ininteligible. Sería la negación
del poder creador de Dios y, en consecuencia, de Dios mismo. Lo absurdo,
para quien reconoce a Dios como Causa primera trascendente de cuanto
existe, sería negar la posibilidad de fecundar a una mujer, sin
concurso de varón.
Motivos de Dios para querer a su Madre virgen
El Catecismo de la Iglesia Católica se ocupa de presentar en síntesis
las misteriosas razones que la mirada de la fe, unida al conjunto de la
Revelación, puede descubrir en los designios salvíficos de Dios sobre
la maternidad virginal de María Santísima. «Estas razones --dice-- se
refieren tanto a la persona y a la misión redentora de Cristo como a la
aceptación por María de esta misión para con los hombres» [CEC,
502-506; cfr LG, 63]. Baste destacar aquí la armonia con las demás
verdades reveladas.
Autores
de los siglos III-IV consideran el tema de la virginidad en la concepción
como un signo y manifestación del Verbo Divino, concluyendo que Dios no
podía nacer sino de una Virgen y que sólo una Virgen podía concebir a
Dios. «Tal es el parto que a Dios convenía», dice san Ambrosio. Y
santo Tomás, resumiendo la sustancia de esta tradición, concluye que
«la generación humana de Cristo había de ser reflejo de la divina,
que se produce sin corrupción alguna» [S. Th. Q. 28, a. 1-3; CG IV,
45].
Ciertamente
se ven razones de conveniencia para que el Hijo Unigénito del Padre,
tenga Madre, pero no otro padre. Y que la concepción no sea por querer
de hombre [cfr Jn 1], puesto que su encarnación tiene como finalidad
elevar al hombre a una filiación nueva, no natural, sino sobrenatural,
divina.
Significado antropológico y escatológico de la virginidad
Por lo demás, la maternidad virginal es sin duda una revelación sobre
el valor que tiene a los ojos de Dios la virginidad de alma y cuerpo,
superior incluso a la del gran sacramento del matrimonio, al que están
llamados, con vocación verdaderamente divina, la gran mayoría de los
fieles. Lejos de dejar incompleta a la persona, la virginidad asumida,
como es el caso de María, como entrega y dedicación total a Dios, en
cuerpo y alma, la perfecciona con una fecundidad insospechada.
«Aun
habiendo renunciado a la fecundidad física --dice Juan Pablo II--, la
persona virgen se hace espiritualmente fecunda, padre y madre de muchos,
cooperando a la realización de la familia según el designio de Dios»
[Juan Pablo II, Familiaris consortio, 22-XII-1981, nº 16]. La
virginidad perpetua hace de María el símbolo vivo del orden nuevo
instaurado por el Espíritu Santo, el símbolo excelso del Reino de Dios
y de la existencia escatológica, «pues en la resurrección, ni ellos
tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles en el
cielo» [Mt 22,30]. Ciertamente, «no todos entienden este lenguaje
--dice el Señor--, sino aquellos a quienes se les ha concedido (...)
Quien pueda entender, que entienda» [Mt 19,12]. Sin embargo, ¿no
bastará un poco de buena voluntad para recibir la luz de Dios?
Fuente:
Biblioteca Almudi
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