La Inmaculada Concepción de la Virgen María

Mons. Dr. Gustavo Enrique Podestá

 

Homilia

Lc. 1, 26-38 
Ya sabemos que la concepción es el acto, difícilmente precisable en su momento exacto, por medio del cual un gameto masculino y otro femenino se unen para formar un cigoto; cuando, a través del cono de recepción formado en el óvulo, el núcleo y el centríolo del espermatozoide penetran en aquel y se fusionan con su propio pronúcleo.

En las especies animales heterógamas, cada gameto tiene solo la mitad de la dotación cromosomática de las células somáticas. Sus cromosomas, por haber sufrido la reducción meiótica, están representados una sola vez. Por eso se denominan haploides (de haplo = simple y eidos = forma). En el ser humano, 23 cromosomas. Aportados por cada gameto, el masculino y el femenino, integran los 46 de las células normales, por eso designadas diploides. El sexo del cigoto, futuro embrión y adulto así engendrado es determinado por los llamados cromosomas sexuales: uno denominado X, de mayor tamaño que el otro, llamado Y. En el ser humano las mujeres son XX y los varones XY. Ellas darán siempre gametos iguales, con un cromosoma X –sexo homogamético‑. Ellos, en cambio, producirán normalmente dos tipos de gametos ‑sexo héterogametico‑, uno con el cromosoma X, otro con el Y. Con el 50% de posibilidades, pues, de formar, con el óvulo, las combinaciones XY, varón, o XX, mujer. Es pues el marido el que determina el sexo del hijo.

La partenogénesis (de parthenos = virgen + genesis = generación) ‑la autofecundación‑ sin concurso masculino, es un fenómeno característico de algunos seres vivos por el cual, de manera esporádica o habitual, los óvulos no necesitan ser fecundados por un espermatozoide para formar un nuevo individuo. Podríamos llamarla una especie de clonación natural, donde el óvulo nace de una oogénesis donde no hay reducción cromosómica, meiótica, siendo por tanto diploide.

Aunque se han apuntado casos de partenogénesis humanas espontáneas, ninguna ha sido comprobada fehacientemente de modo científico.

La posibilidad, empero, de la partenogénesis existe y, hoy, más que nunca, ‑prescindiendo de las normas bioéticas‑ con un poco que progrese la ingeniería biológica.

Obviamente, para que la Virgen María tuviera a su hijo, la única intervención más o menos milagrosa debió ser que ella formara a partir de un óvulo con su propio mensaje genético, un cigoto diploide, con sus 46 cromosomas, uno de cuyos cromosomas X hubiera sufrido una mutación a cromosoma Y. De todos modos habría que decir que todo el material genético de Jesús le vino exclusivamente de la Santísima Virgen.

Ahora ¿qué tiene que ver esto con la Inmaculada Concepción? Nada. Primero, porque la solemnidad que hoy celebramos se refiere a la inmaculada concepción de María, es decir de su surgir a la vida en el seno de su madre Ana, en la conjunción santa y normalísima de los gametos de ella y Joaquín. Segundo, porque de ningún modo hay que confundir la concepción virginal de María, ni con su Inmaculada Concepción, ni con la inmaculada concepción de su Hijo, a saber: la unión hipostática de éste con el Verbo. Aunque Jesús hubiera sido el hijo biológico de María y de José lo mismo hubiera sido Hijo de Dios y concebido inmaculadamente, ya que la filiación divina no le vino por la concepción virginal partogenética, milagrosa o no, sino por la unión de su humanidad con la persona del Verbo, con la segunda persona de la Santísima Trinidad.

La virginidad de María es solo un signo, que podría no haber existido, de la espectacular intervención divina en la historia humana, destinada a elevar al hombre a la participación de la vida divina, crear un nuevo tipo de humanidad. Esa nueva humanidad que forma la Iglesia: seres humanos promovidos por la gracia a la condición de hijos de Dios y hermanos de Jesucristo, el hombre unido a la vitalidad divina del Verbo.

Pero, porque esa es la finalidad para la cual todo hombre ha sido creado, más: el universo entero ‑para poder los hombres participar de esa vida divina mediante la gracia‑, el ser humano que carece de esa gracia puede considerarse inacabado, careciente y, si finaliza su vida en ese estado, frustrado para siempre, porque no ha podido dirigir su vida hacia aquello para lo cual ha sido puesto en la existencia por Dios. Ese estado careciente, incompleto, inconcluso, truncado, errado, cojo es lo que en latín se llama estado de pecado. Pecado, en latín quiere decir justamente eso ‘yerro’, ‘irregularidad’. El que carece de la gracia para la cual ha sido creado está, pues en ese estado irregular, pecaminoso.

Esto es importante tenerlo en cuenta: el pecado, antes de ser una acción perversa, maligna, es, en la teología cristiana, un estado carencial. Y lo que nosotros solemos llamar ‘pecados actuales’ no son las acciones perversas como tales, sino los actos libres que llevan a ese estado carencial. De tal manera que, técnicamente, se puede estar en estado de pecado, es decir de falta de gracia, o porque ella nunca se tuvo, como el que nunca fue bautizado, o porque la perdió después de haberla tenido, como el que peca mortalmente luego del bautismo.

Todos los seres humanos, por tanto, nacen en lo que llamamos estado de pecado, puesto que dotados solo de sus genes y fenotipo humanos, naturales, es decir sin el nivel sobrenatural, amén de las posibles taras que puedan heredar biológicamente, los conflictos que puedan darse entre sus diversas capas cerebrales, sumados a su mala educación o confuso entorno cultural. Nuestra ‘concepción’ es, pues, siempre, al estado de pecado. Lo imperfecto, lo inconcluso, lo incipiente, siempre precede a lo perfecto y concluido. Para acceder al estado de nueva humanidad, de hermanos de Cristo partícipes de la vida sobrenatural, hemos de bautizarnos, poseer las virtudes teologales y las cardinales infusas, y formarnos, a imagen de Jesús, en la nueva cultura evangélica, en el mensaje y la palabra de Dios.

Desde muy remotos tiempos, la mala acción, el estado que le sigue, han sido imaginados por la mente humana con la metáfora de la mancha. El estado de pecado es como estar manchado, sucio. Eso lo ha estudiado muy bien el filósofo francés Paul Ricoeur en su libro Finitud y culpabilidad de 1960, donde, al tratar la simbólica del mal, coloca, entre los ‘símbolos primarios’ de éste, la mancha, la impureza, la suciedad. Todavía nosotros usamos este lenguaje cuando hablamos de acciones malas de los hombre; como cuando decimos “me jugó sucio” o “lo que me hizo fue una cochinada”, “es una basura”, “no quiero ensuciarme con ese negocio”, “tiene una mancha en su historial”. Lo mismo cuando, ya entre cristianos, habiendo pecado y perdido la gracia, decimos “me siento sucio”.

De tal manera que, usando ese lenguaje metafórico, podemos decir que todo ser humano, que nace necesariamente carente de gracia –e. d. en estado de pecado, de comienzo, de incompleción‑, al ser concebido, surge al ser “manchado”. La palabra latina para decir mancha es mácula, que también se utiliza en castellano. Somos concebidos, pues, nacemos, “maculados”.

Pero eso no sucedió en aquellos que debían ser el Adán y la Eva, el Rey y la Reina, el varón y la mujer, de la nueva humanidad elevada a la gracia de la vida trinitaria. Jesús inmaculado, sin más, no por su concepción virginal, como dijimos, sino por su unión ‑desde el primer instante de su vivir humano en el seno de María‑ al Verbo, como Hijo, pues, de Dios, sujeto a la voluntad del Padre, y que habría de resucitar como Señor del Universo, sentado a Su derecha. María, también inmaculada, por su predestinación, realizada libérrimamente durante su vida terrena en su permanente “Hágase en mi según tu palabra” y que la proyectó gloriosa, en su Asunción, a ser también Reina y Señora de todo el universo. El Varón y la Mujer nuevos, cabezas de la nueva humanidad, pareja real del definitivo Reino. María, la Reina madre del Rey de los nuevos cielos y la nueva tierra, ya incoados por la gracia en este mundo, del cual también han sido ambos constituidos Señores.

De allí que ni Uno ni Otra han sido concebidos, han nacido, en pecado, “manchados”, incoados en su solo ser natural. Ambos son el comienzo de la nueva, definitiva y perfecta humanidad, “llenos de gracia”, de quienes debían derivar y emanar todas las gracias capaces de hacernos a nosotros ‑naturalmente ‘hijos de Adán’‑ ‘hijos de Dios’ por adopción. Por eso decimos que fueron sin mancha, sin mácula. Desde el comienzo, ambos inmaculados.

La inmaculada concepción de Jesús (que –repetimos‑ de por si nada tiene que ver directamente con la virginidad de María) la festejamos en la Anunciación, el preciso instante cuando, ocultamente en el seno de la Virgen, la humanidad es unida al Verbo. Es el evangelio que hemos leído hoy. La Navidad será solo la manifestación visible, la epifanía, de esa inmaculada concepción.

Pero hoy festejamos –porque en el mismo evangelio se habla de la “llena de gracia”‑ la Inmaculada o la Purísima ‑otra manera de decir sin mancha, sin pecado‑ Concepción de María: el instante en el cual los gametos de Joaquín y Ana, unidos en santas nupcias, providencialmente, se fusionaron, llenos de la gracia de la predestinación mariana, para formar el cigoto que sería el embrión de la pequeña María y que llegaría a ser la Madre de Dios y nuestra propia Madre.

Solemnidad maravillosa y santa si las hay, en todo el orbe católico, pero especialmente para nosotros argentinos, que veneramos particularmente a la Santísima Virgen María, bajo la advocación de su Purísima Concepción. Así dicen las viejas crónicas “una imagen de su Purísima Concepción se quedó para nosotros en los pagos de Luján”. Nuestra Señora de Luján, nuestra patrona.

Quiera Ella, la Purísima, la Inmaculada, sin pecado y en gracia todos los instantes de su vida terrena hasta su definitiva exaltación en la gloria, llevarnos un día, mientras maternalmente nos protege en este mundo, a nosotros, ¡Reina amable, Madre Admirable!, al inmaculado, perfectamente bello y realizado, Reino de su Hijo.

Fuente: Madre Admirable