La Inmaculada Concepción de María en el 150 aniversario de la proclamación del dogma

Padre Antonio Izquierdo, L.C.

 

El 8 de diciembre de 1854 el Papa Pío IX (1846-1878), después de la laboriosa redacción de ocho esquemas previos, publicó la Bula Ineffabilis Deus, en que proclamaba la solemne definición del dogma de la Inmaculada Concepción de María. Sin precedentes en la historia, tal dogma fue proclamado con el consenso mayoritario de todos los obispos de la época consultados por el Papa, hasta el punto de hablarse de un «concilio escrito». Éstas son las palabras de la fórmula definitoria: “Para honor de la santa e individua Trinidad, para gloria y esplendor de la Virgen, Madre de Dios, para exaltación de la fe católica y aumento de la religión cristiana, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, la de los santos apóstoles Pedro y Pablo y la Nuestra, declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que sostiene que la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano, está revelada por Dios; y, por consiguiente, ha de ser creída firme y constantemente por todos los fieles” (Denz-Hün, 2803). 

Pinceladas históricas

La Bula garantizó con el dogma un consenso plurisecular de la fe. Inició éste ya en el siglo II con la expresión Panhagía (Toda santa),con que la María era venerada en las Iglesias de Oriente. Se prolongó en los siglos siguientes con fórmulas como «gracia original» (Máximo de Turín), «santuario de impecabilidad, templo santificado por Dios, paraíso verdeante e incorruptible» (Proclo de Constantinopla), «hecha de barro puro e inmaculado» (Teotecno, obispo de Livias), dotada con «el don de la primera creación de parte de Dios» (Andrés de Creta). Del Medioevo citamos al primer teólogo de la inmaculada concepción de María, Eadmero (+ ca, 1134); en su tratado sobre la concepción de María se pregunta: «¿Acaso no podía (Dios) conferir a un cuerpo humano...quedar libre de toda picadura de espinas, aun habiendo sido concebida en medio de los aguijones del pecado?». A la pregunta responde el mismo Eadmero: «Es claro que pudo y quiso; por tanto, si quiso, lo hizo» («Potuit plane et voluit; si igitur voluit, fecit»). En el siglo XVII se verifica un hecho extraordinario en algunas universidades de España: el juramento de defender la inmaculada concepción hasta la efusión de la sangre. El pueblo fiel, por su parte, manifiesta su fe en la inmaculada concepción de María en la piedad, en el arte, en la participación litúrgica y en la vida. Se escandaliza cuando alguien niega el privilegio de Nuestra Señora, y llega a reaccionar incluso violentamente contra quienes sostienen el pecado original en María. Aunque en teología era todavía una «quaestio disputata», en los púlpitos de las iglesias españolas los fieles reaccionaban con murmullos, clamores y gestos violentos, ante un predicador que osara sostener una opinión diversa a la inmaculada concepción de María.

Desde los inicios del pensar teológico, la reflexión de la Iglesia sobre el misterio de la Inmaculada Concepción de María enlaza directamente con la Pascua de Cristo, su paso redentor por la historia y la vida de la humanidad. Jesús es el nuevo Adán que, en el árbol de la cruz, redime el pecado del viejo Adán y de toda su descendencia, y crea una humanidad nueva. María es la nueva Eva, la nueva creatura surgida del poder redentor de Cristo en su Pascua. La devoción a María y a los diversos misterios de su vida se presenta como una eflorescencia de los misterios de la Encarnación y de la Redención de su Hijo, Jesucristo. La fecha del 8 de diciembre fue elegida probablemente por corresponder a nueve meses antes de su natividad, fiesta nacida en las Iglesias de Oriente entre los siglos IV y V, y celebrada el 8 de septiembre. Un segundo motivo para elegir esta fecha decembrina debió ser la relación con el misterio del Nacimiento de Jesucristo, y, por eso mismo, con el período de adviento. En la exhortación apostólica Marialis cultus, Pablo VI escribió: «En la solemnidad del día 8 de diciembre se celebran conjuntamente la Inmaculada Concepción, la preparación primigenia a la venida del Salvador y el feliz exordio de la Iglesia sin mancha ni arruga» (n. 3). La fiesta de la Inmaculada viene a ser el memorial de un evento de la historia de la salvación, que, sin forzaduras, se coloca en la espera de Cristo Salvador.

La Iglesia hace memoria

Año tras año hemos visto a los últimos Pontífices acudir a Plaza de España, en medio del fervor popular, para rendir devoto homenaje de piedad y devoción a la Virgen Inmaculada, cuya estatua de bronce, sobre una columna de mármol, preside y honra la entera plaza. La columna con la bróncea estatua de María santísima fue erigida por Pío IX, el 8 de septiembre de 1857, como monumento conmemorativo de la proclamación del dogma de la Inmaculada, acaecido tres años antes. A los pies de la Inmaculada, los Papas han depuesto, junto con un hermoso ramo de rosas, su amor tierno y filial a la Madre de Dios, sus preocupaciones por toda la Iglesia, y sus ardientes deseos de una paz universal y sincera. No sólo en Roma, sino en todo el orbe católico, se han multiplicado, en los 150 años pasados desde la proclamación del dogma, numerosísimas muestras de amor a la Inmaculada en iglesias, monumentos, pinturas, composiciones musicales, libros, novenas, medallas, predicaciones, conferencias. A cuatro años de la proclamación, la misma Virgen María parece evocar y confirmar el dogma cuando, al aparecerse a una niña, Bernardette Soubirous, en la cueva de Massabielle, y preguntarle ésta cuatro veces sobre su nombre, recibe esta sorprendente respuesta: «Yo soy la Inmaculada Concepción» (25 de marzo 1858).

En la memoria de la Iglesia sobre este magno acontecimiento ocupan un lugar especial el 50º aniversario bajo el pontificado de san Pío X y, sobre todo, el primer centenario, Año santo mariano, celebrado por Pío XII con toda la Iglesia, a cuatro años de la proclamación del dogma de la Asunción de María a los cielos (1º de noviembre 1950). Evocar brevemente estos dos grandes aniversarios de la proclamación del dogma de la Inmaculada es también un modo de celebrar, en el 150º aniversario que conmemoramos, la unión de fe en el poder de Dios y de amor a la Inmaculada que nos acomuna con tantos millones de hermanos nuestros, que participaron en esos dos singulares eventos y que ya gozan con María de la eterna felicidad de Dios. 

El 50º aniversario en el pontificado de san Pío X

La situación de la Iglesia, particularmente del Papado, no era muy propicia para celebrar aniversarios. Pío X acaba de ser elevado al solio pontificio. El Papa vive sin poder salir del Vaticano. El liberalismo laicista pone en juego sus habilidades para desprestigiar a la Iglesia. El modernismo da la batalla desde dentro. La «cuestión romana» está sin resolver. Los medios de comunicación del tiempo no permiten acometer peregrinaciones masivas. El jubileo de la Inmaculada Concepción de María se vive en una cierta atmósfera de asedio y de defensa. Es una celebración interior y espiritual más que de manifestaciones externas. Es una celebración, de modo predominante, en las Iglesias locales, pero con fuertes lazos de unión espiritual en torno al Papa, Vicario de Cristo. 

En Roma, como en las grandes capitales de los países católicos, se hicieron festejos en honor de María Santísima, a lo largo del año, pero de modo especial durante la novena de la Inmaculada Concepción. En los días 4, 5 y 6 de diciembre se organizó un triduo sacro en la basílica de Santa María la Mayor. El 7 de diciembre el card. Respighi, vicario del Papa, celebró la Eucaristía para las asociaciones católicas. El Santo Padre, en la basílica de san Pedro, celebró la misa pontifical en honor de la Inmaculada, a la que siguió la solemne coronación de la imagen de la Virgen. Dentro de los festejos a la Toda Santa hay que colocar algunas canonizaciones y beatificaciones que tuvieron lugar en los días siguientes. Destacamos la beatificación del venerable Juan María Vianney, cura de Ars. En obsequio agradecido a la Inmaculada se inauguró el santuario de Nuestra Señora de Lourdes, en los jardines vaticanos. 

De carácter internacional, aunque tenidos en Roma, fueron el Congreso mariano mundial y la exposición internacional histórico-artística. La exposición se inauguró el 27 de noviembre en el palacio de Letrán. La exposición comprendía tres divisiones: el culto de María Santísima y sus manifestaciones en la iconografía (pinturas, incisiones, mosaicos...) y en la numismática (medallas, sellos, monedas...); la prensa mariana, que abarca libros, periódicos, revistas que traten de María, de su culto y de los santuarios marianos; Institutos y asociaciones marianas: su historia, hagiografía, estadística...El Congreso se desarrolló del 30 de noviembre al 4 de diciembre. A él fueron invitadas órdenes y congregaciones marianas, universidades y facultades católicas, asociaciones marianas, especiales representantes de todas las naciones para concurrir a este tributo de honor a la Virgen Inmaculada. 

Mención especial merecen las peregrinaciones a los santuarios erigidos en honor de la Inmaculada en todo el mundo, pero de manera particular al santuario de Lourdes por haber sido «profetizado», por el liberalismo antirreligioso de la época, el final del culto a la Inmaculada para el año fatal 2003. La profecía fue un bumerang, pues sólo de marzo a octubre del 1904 llegaron a Lourdes, en 320 trenes especiales, más de 207.000 peregrinos, se celebraron 42.000 misas y se distribuyeron más de 430.000 comuniones. Entre los milagros operados por intercesión de la Virgen en el año 1904 se cuentan 35 curaciones de tuberculosis y 9 de úlceras de estómago. Como peregrinos ilustres, en el 50º aniversario, ha de enumerarse primeramente al Patriarca de las Indias Orientales. Luego, al Nuncio pontificio en España, y a 12 Arzobispos y 49 Obispos de Europa, Asia, África y América. San Pío X recibirá en audiencia especial a Mons. Schoepfer, obispo de Tarbes, acompañado de médicos, enfermeros, enfermos curados, y miembros de la oficina médica para la verificación de las curaciones efectuadas en el santuario de Lourdes, presidida por el Dr. Boissarie. 

Inspirador y promotor de estas iniciativas y de todas las que tuvieron lugar en la cristiandad fue el Santo Padre con su encíclica Ad diem illum (2 de febrero 1904). Pensando en los beneficios recibidos por la Iglesia desde la proclamación del dogma, se pregunta el Papa: «¿Quién podría enumerar, quién valorar los tesoros secretos de gracia que durante todo este tiempo Dios ha concedido a su Iglesia por la intercesión de la Virgen?» (Ad diem illum 1). En su encíclica programática, poco antes publicada, había propuesto a la Iglesia «instaurar todas las cosas en Cristo». El camino más seguro y fácil es María, por Quien los hombres pueden llegar hasta Cristo y obtener mediante Jesucristo la perfecta adopción filial que hace santos y sin mancha a los ojos de Dios. En efecto, nadie mejor que María ha conocido a Jesús. Nadie es mejor maestro y guía que Ella para conocer a Cristo. Nadie es tan eficaz como María para que los hombres se unan a Jesús. Con ocasión del 50o aniversario del dogma de la Inmaculada ningún regalo le es tan grato y dulce como el conocimiento y el verdadero amor a Jesucristo. San Pío X presenta a la Inmaculada como ejemplo eximio de las virtudes teologales, «que son los nervios y las junturas de la vida cristiana». Y, al final de la encíclica, mirando hacia el futuro, asegura el Pontífice que «nada nos impide esperar todavía cosas mejores para el futuro...contemplando a la Virgen misericordiosa com árbitro de paz entre Dios y los hombres». 

El centenario del dogma de la Inmaculada en el pontificado de Pío XII

Las celebraciones del centenario de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción de María iniciaron con la encíclica Fulgens corona (FC) de Pío XII, que propuso a toda la Iglesia un año mariano. Se trata de la «fúlgida corona de gloria con la que el Señor ciñó la frente purísima de la Virgen, Madre de Dios» (FC 1). La encíclica profundiza los dos textos bíblicos en que se basa la postura católica (Gén 3,15; Lc 1,28), y precisa teológicamente la relación de la Inmaculada Concepción con el misterio de la Redención universal de Jesucristo. «Es fácil ver cómo Cristo Señor haya redimido su divina Madre en un modo perfectísimo, habiendo sido ella preservada inmune de cualquier mancha hereditaria de pecado en previsión de los méritos de Él. Por tanto, la dignidad infinita de Jesucristo y la universalidad de su Redención no es ni atenuada ni disminuida por esta doctrina, más bien acrecentada en grado sumo» (FC 12). El año 1950, el Santo Padre había proclamado el dogma de la Asunción de María a la gloria celestial. No podía, por ello, faltar una relación de este nuevo dogma con el misterio de la Inmaculada: «A la perfecta inocencia del alma de María, inmune de cualquier mancha, corresponde de modo maravilloso la más completa glorificación de su cuerpo virginal. Como Ella estuvo unida a su Hijo unigénito en la lucha contra la malvada serpiente infernal, así, juntamente con Él, participó al gloriosísimo triunfo sobre el pecado y sobre sus funestas consecuencias» (FC 19). La parte final de la encíclica es dedicada a una ardiente exhortación para que los cristianos «conformen lo más posible sus costumbres al ejemplo de la Virgen María» (FC 20). 

El año mariano se inauguró solemnemente, en casi todas las iglesias del mundo, con las sagradas funciones habidas en la tarde del 7 al 8 de diciembre de 1953. En Roma, el Santo Padre se dirigió primero a la Plaza de España, «donde depuso personalmente a los pies del monumento en honor de la Inmaculada un gran ramillete de orquídeas donadas por los católicos mexicanos y llegadas, desde el santuario mariano de Guadalupe, a bordo de un aéreo brasileño» (CC 1953-IV, 711). Luego se encaminó hacia Santa María la Mayor, donde le esperaban los miembros del Colegio cardenalicio y del Cuerpo diplomático, representantes del Gobierno italiano y miles de jóvenes de las organizaciones femeninas católicas. Después de haber adorado al Santísimo solemnemente expuesto y de haber rezado la oración del Año Mariano compuesta personalmente por él, impartió la bendición a todos los presentes. De retorno al Vaticano, fue aplaudido afectuosamente por la multitud. Entretanto, decenas de millares de fieles se habían reunido en la Plaza de san Pedro. Una honda de entusiasmo y devoción surgió de la Plaza cuando Pío XII se asomó a la logia central de la Basílica de san Pedro para impartir la bendición Urbi et Orbi. 

Durante el Año Mariano tuvo lugar en Roma el Congreso mariológico internacional, en el que se ilustró la doctrina mariológica con conferencias eruditísimas y se exaltaron «las virtudes, las alabanzas y los privilegios de la Beatísima Virgen María». A él se suman no pocos congresos nacionales marianos habidos en los diversos continentes. En los países hispano-hablantes hemos de señalar el Congreso mariano boliviano que se concluyó el 9 de septiembre en Sucre. El 12 de octubre se clausuraba en el santuario de la Virgen del Pilar (Zaragoza, España) el Congreso mariano nacional en presencia de todo el episcopado y las más altas autoridades del Estado. En esta ocasión España entera se consagró al Corazón Purísimo de María, «símbolo de una vida interior, cuya perfección moral y cuyos méritos y virtudes escapan a toda imaginación humana» (CC 1954-4, 355). Con la misma fecha llegaba a término el Congreso mariano arquidiodesano de Montevideo (Uruguay). El Papa en su radiomensaje evocaba la Virgen de la Fundación, que «ha recorrido todas vuestras parroquias, todas vuestras iglesias, todos vuestros hogares». En la ciudad de México, el mismo día, terminaba el Congreso mariano nacional. El Papa se hizo presente con una carta, en la que, refiriéndose a María Santísima, la llamaba «vigoroso sostén y el ornamento más valioso del catolicismo de vuestra tierra, que es tierra de María», e invocaba la asistencia misericordiosa de la Virgen para que «custodie la integridad y la unidad de la fe, la pureza de las costumbres, la santidad del matrimonio y de la familia, poniendo en práctica el programa de renovación cristiana de este Año Mariano». Durante el congreso mariano de Brasil, celebrado en Sao Paolo, más de tres millones de fieles desfilaron ante la imagen de la Aparecida, llevada triunfalmente de pueblo en pueblo a lo largo de doscientos kilómetros. 

Las manifestaciones de piedad mariana en todo el mundo fueron innumerables y muy variadas. La afluencia de peregrinos a los santuarios marianos fue indescriptible. En Fátima, el 13 de octubre, 37º aniversario de la última aparición de la Virgen, 300.000 peregrinos asistieron al pontifical del patriarca de Lisboa. En Lourdes se superaron los tres millones de peregrinos. Veinticinco mil irlandeses veneraron a Nuestra Señora de Knoch en el aniversario de la aparición. Millares de ex-prisioneros alemanes participaron a una sugestiva procesión nocturna al santuario de Kevelaer, para orar por la paz. Decenas de millares de católicos lituanos peregrinaron al templo de Siluva, el 8 de septiembre, a pesar de los obstáculos y las vejaciones de las autoridades comunistas, que intervinieron en vano para impedir esta manifestación de fe y devoción.

El 12 de septiembre se convocó a los católicos a una Jornada reparadora, vivida con grande espíritu penitencial y con numerosísimas confesiones. Numerosas ciudades, diócesis, organizaciones y naciones, en todo el mundo, se consagraron al Corazón Inmaculado de María. A la Jornada por la unidad de la Iglesia a los pies de María, en Chicago, asistieron más de 230.000 personas, abarrotando el estadio de Soldier Field y el espacio adyacente. En Polonia, fue consagrado, en las cercanías de Varsovia, el templo votivo de la Inmaculada Medianera de gracias, fundado por el P. Maximiliano Kolbe. Incontables fueron las coronaciones de estatuas e imágenes de la Virgen, siempre con gran participación de fieles. Por decisión del consejo municipal, Matera, en Italia, fue proclamada Civitas Mariae. La estatua de la Virgen, Salus infirmorum, giró por los principales hospitales de Roma y fue acogida con gozo por los enfermos. En Mendoza (Argentina) el gobernador, ante una estatua de la Virgen de Fátima, ofreció a Nuestra Señora las llaves de la ciudad. En las islas de Palawan (Filipinas), mientras una estatua de Nuestra Señora de Fátima las recorría, algunos protestantes, siete musulmanes y cuarenta y cinco paganos adultos abrazaron el catolicismo. Jóvenes exploradores italianos, suizos y franceses izaron sobre el picacho del Mont Dolent (m. 3.823) en el macizo del Mont Blanc, una estatua de «María, más blanca que la nieve», donada y bendecida por el Papa. Un floricultor de Dayton en Ohio obtuvo un nuevo tipo de rosa blanca, llamándola «rosa de Nuestra Señora», en recuerdo del Año Mariano. Sellos marianos fueron emitidos en Malta, Santo Domingo, Irlanda, Liechtenstein y Ciudad del Vaticano. En todo el mundo católico fue promovida la recitación del rosario con una cruzada mundial, animada por el P. Peyton. En Ecuador se llegó incluso a organizar un congreso nacional para la difusión del rosario. 

Para terminar este elemental enumeración, recordemos dos intervenciones pontificias de grande relieve. Primeramente, la encíclica Ad coeli Reginam (11 de octubre de 1954), exaltando la regalidad de María, cuya fiesta litúrgica fue proclamada solemnemente el 1º de noviembre. La segunda intervención corresponde a la carta enviada por el Santo Padre al cardenal Vicario para clausurar el Año Mariano. En ella el Papa agradece al Señor el que le haya concedido «ver un mayor despertar de piedad hacia la Virgen Madre de Dios, y un mayor fervor en las plegarias a Ella dirigidas. Esto no sólo en Roma, centro del cristianismo, no sólo en las ciudades y pueblos de las naciones católicas, sino también en las remotas regiones donde los misioneros con su sudor ganan nuevos hijos para Jesucristo». 

María santísima presente hoy entre nosotros

Todo hombre siente la mordida del pecado en su carne. Todo hombre, tarde o temprano, toma conciencia de vivir en un mundo visitado por el pecado, tal vez inundado por aguas turbias y destructoras. El hombre de nuestro tiempo no es excepción. Los paraísos creados por los hombres son falsos, duran lo que la flor de un día. También hoy se busca la felicidad en aljibes rotos, que contienen un poco de infeliz felicidad. La venida de Dios en carne humana, que los cristianos celebramos el día de Navidad, ha traído al hombre la gracia de la redención y la posibilidad de vivir en el reino de la agraciada libertad. De hombre pecador e infeliz puede llegar a ser, por obra de Jesucristo, hombre redimido y agraciado. María es la primera redimida y agraciada por la potencia amorosa de Dios. María es la estrella polar, la Stella maris, que con su vida inmaculada ilumina el camino del hombre, sobre todo el camino de la Iglesia.

María santísima ha sido llamada por Juan Pablo II «mujer eucarística». Así se han aunado en estrecho abrazo el 150º aniversario de la Inmaculada Concepción y El Año de la Eucaristía que la Iglesia ha comenzado a celebrar. «La relación de María con la Eucaristía se puede delinear indirectamente a partir de su actitud interior. María es mujer eucarística con toda su vida» (n. 53). En la Eucaristía los fieles cristianos nos nutrimos con el Cuerpo purísimo de Cristo, que con su contacto santo y santificador nos purifica y nos hace semejantes a Él. Con la Eucaristía se actualiza en el espacio, en el tiempo y en el corazón del hombre la obra de la Redención, realizada de una vez por siempre con los misterios de la vida de Jesucristo, particularmente por el misterio pascual. La universalidad de la Redención se hace patente, de modo singular en María santísima, en su Inmaculada Concepción. El misterio de la Eucaristía, de otra parte, es banquete pascual, en el que se hace presente Cristo mismo, vivo y glorioso, de manera verdadera, real y substancial, con su Cuerpo, su Sangre, su alma y su divinidad (cf. CIC 1413). En él se nos da Cristo, en su humanidad glorificada, como alimento que nutre nuestro espíritu con el amor y la amistad divinos, y nos fortalece para mantenernos en la búsqueda continua de la verdadera libertad y felicidad, iluminando nuestra mente e inflamando nuestro corazón con todos los misterios de su vida. El cuerpo purísimo de Jesucristo se formó en el seno purísimo de María y de ella nació al llegar la plenitud de los tiempos. El cuerpo santísimo de Cristo, que recibimos en la Eucaristía, al unirnos a Jesús nos une también a su santísima Madre, quien lo formó en sus entrañas incontaminadas y virginales. En la Eucaristía, en cierto modo, está también presente, para nuestra consolación y júbilo, la solicitud maternal de nuestra madre, María.

La preparación remota al 150º aniversario, comienza de algún modo en el Año Mariano proclamado por el Papa Juan Pablo II. Año que comenzaría en la solemnidad de Pentecostés, el 7 de junio de 1987 y se clausuraría en la solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen a los cielos, el 15 de agosto de 1988. Para esta ocasión publicó la encíclica Redemptoris Mater (25 de marzo de 1987), una meditación teológica de la verdad sobre María, llena de hondura y de vibración espiritual, que sintetiza y corona los numerosos y valiosos estudios realizados por la mariología en los últimos decenios.

El Obispo de Roma coloca el misterio de la Inmaculada Concepción de María en el marco de la plenitud de los tiempos, o sea de la Encarnación del Verbo, Redentor. «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley» (Gál 4,4). «Esta plenitud, escribe el Papa, designa el comienzo arcano del camino de la Iglesia. En la liturgia, en efecto, la Iglesia saluda a María de Nazaret como a su exordio, ya que en la Concepción Inmaculada ve la proyección, anticipada en su miembro más noble, de la gracia salvadora de la Pascua y, sobre todo, porque en el hecho de la Encarnación encuentra unidos indisolublemente a Cristo y a María: al que es su Señor y su Cabeza y a la que, pronunciando el primer fiat de la Nueva Alianza, prefigura su condición de esposa y madre» (RM 1). Situando a la «llena de gracia» en el centro mismo de la enemistad, de la lucha que acompaña la historia de la humanidad en la tierra y la historia misma de la salvación, «María, que pertenece a los humildes y pobres del Señor, lleva en sí, como ningún otro entre los seres humanos, aquella gloria de la gracia que el Padre nos agració en el Amado, y esta gracia determina la extraordinaria grandeza y belleza de todo su ser. María permanece así ante Dios, y también ante la humanidad entera, como el signo inmutable e inviolable de la elección por parte de Dios...Esta elección es más fuerte que toda experiencia del mal y del pecado, de toda aquella enemistad con la que ha sido marcada la historia del hombre» (RM 11). 

La celebración inmediata de este gran aniversario el Papa ha querido comenzarla en Lourdes, como peregrino de fe y de amor, hacia el lugar en que María se dio a sí misma el nombre de Inmaculada. En la audiencia general del miércoles 11 de agosto de 2004 decía el Papa a los peregrinos: «El sábado y el domingo próximos realizaré una peregrinación apostólica al santuario mariano de Lourdes...El motivo de la peregrinación es el 150º aniversario de la definición del dogma de la Inmaculada Concepción de María...En un único acto de alabanza a Dios y a la Virgen, abrazaré los dos grandes misterios marianos: la Inmaculada Concepción y la Asunción al cielo en cuerpo y alma. En efecto, esos dos misterios constituyen el inicio y la conclusión de la vida terrena de María, unidos en el eterno presente de Dios, que la llamó a participar de modo singularísimo en el acontecimiento salvífico de la Redención llevada a cabo por nuestro Señor Jesucristo» (ORE, 13 de agosto de 2004, 12). El 15 de agosto, solemnidad de la Asunción, el Papa dijo en su homilía: «Deseaba vivamente realizar esta peregrinación a Lourdes para recordar un acontecimiento que sigue dando gloria a la Trinidad una e indivisa. La Concepción Inmaculada de María es el signo del amor gratuito del Padre, la expresión perfecta de la redención llevada a cabo por el Hijo y el inicio de una vida totalmente disponible a la acción del Espíritu» (ORE, 20 agosto de 2004, 6). El misterio de la Inmaculada, en la enseñanza pontificia, no sólo tiene su puesto insustituible en el centro de la historia de la salvación, que es la Encarnación del Verbo, sino también en el corazón mismo de la Trinidad.

Fuente: L’Osservatore romano, edición en español